Entre un café, un reloj, amores y odios

Christian Godoy

En mi diligencia por escribir acerca de este año 2013 me apresté tempranito para hacer mi redacción, cobijado por cigarrillos, un te caliente y una librería-café en un barrio de Buenos Aires, Argentina, donde me encontraba cubriendo fotográficamente la urbe blanquiazul. 30 de diciembre cerca de las ocho de la mañana, una entrada de primavera gélida y con una acuosa brisa. Me atrajo el enorme ventanal a un lado de la caja de pago; así podría ver el precoz andar de los transeúntes en su ajetreo cotidiano. “El laberinto de la soledad” acompañó los primeros sorbos de mi café. Un par de páginas después, él pasó a mi lado dejando una estela de olor entre libro de ayeres y loción de caoba y se sentó cómodamente en la mesa de enfrente.  Un elegante traje agrisado, sombrero azul marino y un periódico lo acompañaban esa fría mañana. Su mirada era apacible y serena; una pequeña mueca sonriente asomaba en su rostro. A ojo de buen cubero se diría que andaba rondando las siete décadas de edad. Pidió un café espresso doble al momento que sacaba un cigarrillo sin filtro. Con una calma calculada dio un vistazo a su reloj, comenzó a quitarlo de su muñeca y lo puso al costado izquierdo de la mesa. No pretendí dedicarle mucho tiempo a mi parroquiano vecino, así que retomé mi lectura en aquel bonarense café.

Minutos más tarde se sentó de frente, en la misma mesa del longevo personaje, un joven rozando los veintes. Su coleta de caballo y su barba a medio crecer lo hacían parecer más adulto, aunque su andar desenfadado y sus jeans a media nalga, con todo y calzón fruncido, codificaban a un adolescente en flor. No hubo estrechamiento de manos, mucho menos un cálido abrazo; sólo un asentimiento con la cabeza de parte del joven. Prendió un cigarrillo y dio una bocanada nerviosa.

En el encuadre de ese momento, que me quedó perpendicular, traté de enfocarme en mi lectura pero fue en vano el intento; aquello era un curioso “frame” cinematográfico. A no más de cinco minutos, ambos terminaron sus tabacos en medio de un prolongado mutis. Pasado un breve espacio de tiempo, el joven cerró sus puños con fuerza, y mirándolo fijamente dijo al otro con voz solloza:

–Te odio, te odio por haber vivido como a vos te vino en gana, por ser lo que fuiste, por haber sido más inteligente que yo y no decirme cómo vivir la vida.

Silencio. Largo silencio.

El canoso personaje sorbió de su café, puso su dedo índice en la carátula del reloj, dio un largo suspiro y replicó en un calmo esbozo vocal:

–Te amo, te amo porque vivirás como tu querás disfrutar la vida, porque serés quien vos querás ser y tendrás la inteligencia suficiente para tomar lo mejor de mi vida para vivir la tuya propia.

De nuevo un largo, largo silencio. Me mimeticé en el momento, me hice una mesa más, era humillo de cigarro, lomo de libro, sorbo de luz; se detuvo el tiempo para nosotros tres.

El caballero vetusto sacó una pluma de su saco, tomó una servilleta y escribió sobre ella. Al terminar hizo la colocó doblada en cuatro, bajo la cajetilla de cigarros. Después puso su mano sobre el reloj; con un movimiento suave pero firme y sin quitar la vista del joven, lo deslizó por la mesa hasta casi tocarle la mano, a lo que él agachó la cabeza y una densa y pesada lágrima corrió lentamente por su rostro. El viejo tomó su sombrero y su periódico, dejó unas monedas y se puso en pie, dio unos pasos y al estar a un lado de él, le puso su mano sobre el hombro y atinó a decir al aire: “Sé que lo harás mejor que yo, es tiempo de tu propio tiempo”. Con un movimiento veloz el joven subió su brazo, asiendo fuertemente la mano que se apoyaba en su hombro. Qué hermoso letargo de tiempo.  Lentamente se separaron y el viejo se marchó silenciosamente, dejando que una a otra fueran descendiendo de esos mociles ojos, lágrimas pesadas en el rostro de su compañero de mesa. Al pasar unos minutos éste tomó el escrito, lo leyó y le sobrevino un llanto apagado. Dobló de nuevo la servilleta y la dejó bajo la taza de café. Le siguieron alargados instantes que encumbraron su dolor.

Abrió por fin los ojos, secó sus húmedas fosas nasales cual chiquillo empucherado y su mirada aplastó mi indiscreta mirada. Me sonrió y con lentitud tomó el reloj de la mesa, lo puso en su muñeca, sacó unas monedas que dejó a un lado del cenicero y se marchó.

Mi mente descifraba con lentitud el absurdo pero vital antagonismo de esos dos seres que sintetizaban la existencia del pasado y del futuro en un momento presente. 

Con la mente sacudida, lo sucedido adormeció mis pensamientos y no pude emprender mi reseña. A pesar de que ese episodio compendia claramente los errores cometidos en el pasado y nuestros triunfos aún no ganados de años venideros, era una clara batalla de contrición y penitencia y una confrontación entre lo añejo y lo futuro. Parecía el relato perfecto para mi faena. Sin embargo, algo muy dentro de mí me dictaba que no podría escribir con palabras llanas y obligadas la emoción de lo vivido.

Llegada la cuenta tomé mi computadora, mi libro, mi libreta de apuntes y dejé el pago sobre la mesa. La curiosidad me aniquilaba. Fue entonces que me acerqué discretamente a la mesa, tomé la servilleta escrita y leí una de las frases más enriquecedoras que te pueda ofrecer la vida:

No odies lo que no has vivido. Mejor ama lo que decidas vivir.

 

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