miércoles. 06.12.2023
El Tiempo
Es lo Cotidiano

RESEÑA

Carta de una desconocida, de Stefan Zweig

Jorge Luis Flores

Carta de una desconocida, de Stefan Zweig
Carta de una desconocida, de Stefan Zweig
Carta de una desconocida, de Stefan Zweig

Un afamado novelista vuelve de un relajante viaje a las montañas y, al revisar la correspondencia acumulada, se encuentra con una extensa carta cuya primera línea reza: “A ti, que nunca me has conocido”. Intrigado, lee la historia de una vida que giró en torno a la suya sin que él la notara siquiera.

La sinopsis pertenece a Carta de una desconocida, de Stefan Zweig. Publicada originalmente en 1922, esta novela breve fue el primer superéxito de ventas del escritor austriaco. Hoy, a poco más de un siglo, Carta de una desconocida preserva su poder de atracción: ya va por su trigésimo novena edición en Acantilado (superando incluso a El mundo de ayer) y Ediciones Invisibles acaba de editarla en su delicada colección aptamente titulada ‘Pequeños placeres’, con traducción de Clara Formosa Plans.

Apenas entrando al libro se adivina una de las claves de su popularidad. “Ayer murió mi hijo”. Con esas palabras iniciales, la mujer desconocida despierta en el escritor R. – y Zweig en nosotros – una curiosidad morbosa que lo invita a seguir leyendo; interesado, sí, pero a una distancia segura, disfrutando sin apuro de su cigarro y de su té. Unas líneas más adelante, sin embargo, la desconocida extiende su mano a través de la página y toca al novelista: “Ahora ya solo te tengo a ti en este mundo”. Finalmente, R. descubre que esa mano que hacia él se extiende desde la carta es la de un fantasma: “Si sobrevivo, romperé esta carta y seguiré callando como siempre he callado. Pero si la tienes entre las manos, entonces sabes que en ella una muerta te cuenta su vida”.

Son más las revelaciones que le esperan a R. y al lector en esta misiva, cada una más escandalosa que la anterior: la autora de la carta fue su vecina durante años, han pasado la noche juntos más de una vez sin que él la recordara nunca, el pequeño fallecido era el hijo de R., la mujer tuvo que prostituirse para cuidar del niño. Las confesiones llegan dosificadas al lector, espaciadas estratégicamente: lo suficiente para mantener el hilo tenso sin romperlo. Por algo se reconoce a Zweig como un maestro de la novela breve. Tanto amor y tanto infortunio, manejados sin cuidado, podrían fácilmente convertir la nouvelle en un culebrón y Stefan Zweig sale victorioso, aunque no cien por cien libre de mancha. La obsesión rayana en la locura de la mujer, el lenguaje tan florido y el deseo de Zweig por recobrar las formas del siglo pasado e ignorar los cambios en su tiempo (piénsese que el mismo año se publicó la primera edición íntegra del Ulises de Joyce) corren el riesgo de emparentar Carta de una desconocida – y buena parte de la obra del austriaco– con cualquiera de esas novelas ideales para ser leídas en la playa o el aeropuerto: melodramáticas, levemente excitantes, en última instancia inofensivas.

Llegados a este punto, vale la pena hacer una pausa para hablar de la siempre inestable reputación de Stefan Zweig. En el periodo de entreguerras, Zweig fue una auténtica estrella literaria, siendo su obra la más traducida en el mundo; tras su muerte, sus libros han ido y venido, sumiéndose en la oscuridad y luego encendiéndose con mayor o menor intensidad en distintas latitudes. Ya en vida tuvo que enfrentarse con críticas que adjudicaban su popularidad a su simpleza y, para su mala fortuna, perteneció a la generación más intimidante de escritores en lengua alemana, encabezada por Franz Kafka, Thomas Mann y Robert Musil. Comparada con la de esos titanes, e incluso con la de astros formidables, aunque menos incandescentes como Hermann Hesse, Joseph Roth y Hermann Broch, la obra de Zweig debe aceptar su lugar secundario. Con todo, erraría uno al despachar a Zweig y a su obra por “fácil de leer”. Nada en el arte es tan engañoso como la sencillez y Carta de una desconocida es un buen ejemplo.

En la superficie tenemos una historia trágica de amor no correspondido y aunque estas abundan en la literatura, casi siempre son desde el punto de vista masculino. El joven sensible que se enamora perdidamente de una mujer cuyo afecto le está vedado: Werther en Las cuitas del joven Werther, Cyrano en Cyrano de Bergerac, Pip en Grandes expectativas, Gatsby en El gran Gatsby, Florentino Ariza en El amor en los tiempos del cólera. El hombre sufre y construye castillos en el aire destinados a derrumbarse y, casi siempre, a acabar con su vida. Aún hoy es refrescante encontrarse con una historia contada enteramente desde el punto de vista opuesto, y qué inusitado que el artífice fuera un hombre. Llama la atención sobre todo la delicada naturalidad con que retrata el deseo sexual femenino, particularmente aquel que, confuso, nace en la adolescencia y nos lleva a la adultez: “Mi pasión por ti era la misma, solo que había cambiado con mi cuerpo, con el despertar de mis sentidos; ahora era más ardiente, más sensual, más femenina”.

La perspicacia que demuestra Zweig para meterse en la piel de una mujer arrebatada por la pasión no es un hecho aislado en su obra; al contrario, es una constante. La vemos en: Veinticuatro horas en la vida de una mujerArdiente secretoMiedoLos milagros de la vidaEl amor de Erika EwaldClarissa y en el amor también desafortunado de Edith por Anton en La impaciencia del corazón. De hecho, en la obra de Zweig lo común es el ardor femenino y no así el masculino. Quizá porque al propio Zweig le fue siempre más natural recibir que dar amor, como expresa el protagonista del cuento ‘Noche fantástica’: “como cualquier hombre íntimamente frío, mi goce erótico más propio era despertar en los demás ardor e inquietud, en lugar de enardecerme yo mismo”.

Si bien es peligroso caer en la trampa de leer la obra de un autor como una autobiografía soterrada, en el caso de Zweig, tan afecto a Freud, es admisible especular sobre las conexiones entre ficción y realidad. Después de todo, su relación con Frederike Maria Burger, su primera esposa, comenzó con una carta que esta le envió para confesar su admiración, siendo aún una desconocida. Frederike, como tantas parejas de escritores a lo largo de su historia, volcó su vida a facilitar la labor de su marido creador, obteniendo a cambio una retahíla de amoríos que Zweig apenas y se esforzaba en ocultar. Al final, Zweig abandonó a Frederike por Lotte Altmann, a quien Frederike había contratado para fungir como secretaria de Zweig.

No es de extrañar que muchos vean en R., el escritor dentro de la novela, un autorretrato crítico de Zweig: ese hombre sofisticado, elegante, cosmopolita, culto, quien sin embargo vive solo en la superficie, en el puro divertimiento, tomando cada oportunidad que le procure placer y eludiendo toda situación que pueda comprometerlo. En El mundo de ayer, Zweig admite: “En todas las situaciones peligrosas, mi actitud natural ha sido siempre la de esquivarlas”. En más de una oportunidad, la desconocida le recrimina esa debilidad a R., tanto dirigida a ella, como cuando hacen el amor por primera vez: “…tú quieres solo lo superficial, el juego, entretenerte, tienes miedo de implicarte en el destino de otro”, y dirigida al mundo entero: “Esa forma tuya de ayudar, inquieta, avergonzada, esquiva ante el agradecimiento”, casi como quien paga la cuota necesaria para no enfrentarse con el dolor ajeno.

Pese a todo, el dolor es inescapable, como descubrió múltiples veces Zweig en su vida y como descubre R. cuando abre esta carta y de ella se desbordan sobre él todos los males que ha conseguido ignorar: la entrega desesperada y perpetua de la mujer, la fiebre terrible que arrebató al hijo y luego a la madre, la pobreza más abyecta, el sacrificio de la virtud – cosa que R. no rechazó cuando le concedió goce: “vi que tu pasión no hacía ninguna diferencia entre una mujer enamorada y una comprada”.

Más que nada, y esta es la dimensión profunda del libro, la carta le trae a R. la muerte. No solo la del hijo y madre desconocidos, sino la suya propia, la verdad última que nos espera a todos y que él había conseguido mantener a raya a través de su hedonismo. De ahí ese detalle clave al comienzo: el día en que R. lee la carta es su cumpleaños y él ni siquiera lo recuerda: “se dio cuenta, apenas ver la fecha en el periódico, de que ese día era su cumpleaños”. Ignora el paso del tiempo, ignora su envejecimiento (“le vino a la memoria que cumplía cuarenta y uno, y esa constatación no le sentó ni bien ni mal”), pero esta carta viene a situarlo abruptamente en la inmisericorde ventisca de los años. Sin saberlo, este hombre que ha vivido solo para sí, para el intelecto y para los sentidos, ha tenido el ciclo completo de una vida sin apenas participar: tuvo un hijo y lo perdió, tuvo un amor y lo perdió. De ahí también el significado de las rosas blancas que ella envía puntualmente cada cumpleaños; el color de las flores elegidas, sugestivamente, no es el rojo del deseo, sino el blanco, que tiene también algo de fúnebre. Y al ver que faltan por primera vez, él se estremece: “le pareció que se había abierto de golpe una puerta invisible y se colaba una corriente de aire frío desde el otro mundo en su tranquila habitación”. Así el círculo se completa. “Quiero revelarte toda mi vida, esta vida que no empezó de verdad hasta el día en que te conocí”, dice ella. Es solo ahora, a través de su carta y de las flores ausentes, que él empieza a morir.

Ha quedado claro que Carta de una desconocida es en parte un examen de esos hombres “decentes” y “admirables” que usan y desechan a mujeres anónimas. Por otro lado, la novela también se presta a una interpretación más en donde Zweig, mediante un estilo recargado y una retórica patética, ironiza un poco sobre las novelillas románticas del siglo anterior, mostrando las luces y sombras del amor entendido como un éxtasis permanente, ya fuera de dicha o de pena; señalando el peligro de idealizar a alguien y al sentimiento mismo. Porque el amor de la desconocida por R. es adolescente, unidimensional. Está enamorada de la fantasía que ha creado y proyectado sobre ese tipo guapo, instruido y exitoso; una fantasía que adquiere mayor poder porque le proporciona un escape de su realidad decadente. Incluso al enfrentarse con lo egoísta y superfluo que es, la desconocida no se desengaña. Más aún, el enamoramiento, que en un inicio es inocente, se devela cada vez más inquietante e invasivo: ella entra a su casa sin su permiso, espera bajo su ventana todas las noches, tiene a su hijo y se lo mantiene en secreto. Para el lector de hoy, será imposible no pensar en la protagonista como una acosadora y sería fácil reimaginar Carta de una desconocida como una novela de suspenso psicológico donde la vida de un hombre ha sido minuciosamente vigilada y subvertida por una Circe silenciosa. Con todo, no queda claro si esta era una lectura que Zweig quería o si es producto de un cinismo moderno. ¿Es el amor de la desconocida la muestra más alta de un amor puro y sacrificado o es una quimérica obsesión con lo inalcanzable?

He ahí la encrucijada de Zweig, el cruce donde se sitúa buena parte de su escritura y la preocupación que atenazó a su alma hasta el final. Stefan Zweig vivió el final de un imperio y de una era en Europa que se dedicó a romantizar el resto de sus días. Arrojado a una modernidad veloz y violenta, enmarcada por las dos guerras mundiales, se aferró a la nostalgia; pero su intelecto era lo suficientemente agudo para ver que ese mundo de ayer no solo era irrecuperable, sino que su luminosidad conllevaba su propia oscuridad; “Sombras, sombras que querían convertirse en algo vivo y no lo lograban”, como descubre Ludwig hacia el final de Viaje al pasado. Sus personajes aquí y allá quieren encontrar la vida a través del sentimiento, y la vida siempre se revela más pesada, más decepcionante, más compleja.

Tal vez por eso Stefan Zweig ha vuelto a llamar ahora a los lectores con tanta fuerza. Asistimos a una realidad en transformación que nos agobia y sobrepasa, y las páginas del austriaco nos atraen con un mundo anterior, en el cual cada persona y cada cosa, en apariencia, ocupaba con seguridad su lugar, y lo que encontramos si prestamos atención son otras almas como las nuestras: perdidas, ahuyentando fantasmas por medio del placer, de la ambición y de los amores.

Carta de una desconocida admite una lectura liviana que nos aleja un rato de la vida diaria con personajes interesantes, una trama que no amaina y una atmósfera convincente – características ya en sí meritorias –, para luego abandonarnos sin exigencias. Esa es la expectativa de R. cuando comienza a leer la carta como quien lee una novela (“más bien un manuscrito que una carta”, remarca el narrador). Detrás del velo, sin embargo, está la vida que no fue, la redención perdida, el arrepentimiento sin solaz. La mujer queda sin nombre, sin ser recordada; el niño, un bastardo; el escritor, cruelmente situado en su vasta soledad y nosotros sintiendo esa misma corriente de aire frío que se cuela en nuestras tranquilas habitaciones.