miércoles. 25.06.2025
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LAURA ESQUIVEL EN LA FENAL

Historia de una entrevista que nunca redactaré

"Llegué pues preparado. Había lustrado mi carcaj, afilé con detenimiento y pulcritud cada punta de mis flechas. Me habían prometido quince minutos con ella. No podía desaprovecharlos. Sólo tres flechas en el carcaj y ajustar la puntería para preguntar lo exacto, lo concreto, lo que no tuviera desperdicio..."

Historia de una entrevista que nunca redactaré

León, Guanajuato. Anduve de huelemoles. Quería saber cosas, me corroía la duda sobre una escritora que tiene altas ventas y un sinnúmero de fans por todo el mundo. Pero al final sentí que todo el periplo no valió la pena. Así vi a Laura Esquivel por la FeNaL.

Mi día no fue excepcional, como todos los días: vas de un trabajo a otro persiguiendo el medio bolillo del día. La gente de comunicación social del ICL me citó para el miércoles a las cinco de la tarde para hablar con la señora escritora. Había estudiado, releí algunos de sus libros en pequeños párrafos, no quería llegar en frío, hacer preguntas más trilladas y comunes que las croquetas de perro. Busqué datos y consulté varias de sus entrevistas. Regresé a hurgar en aquel libro llamado La Generación de los enterradores de Ricardo Chávez y Celso Santajuliana. No quería llegar con las obviedades de la cocina y el realismo mágico. Me parece insufrible todo eso tan sobado, tan decir lo que endulce el oído y haga agua de limón el culito del pensamiento de afanadora.

Llegué pues preparado. Había lustrado mi carcaj, afilé con detenimiento y pulcritud cada punta de mis flechas. Me habían prometido quince minutos con ella. No podía desaprovecharlos. Sólo tres flechas en el carcaj y ajustar la puntería para preguntar lo exacto, lo concreto, lo que no tuviera desperdicio.

Estuve sentado, respirando y buscando en mi cabeza la mejor manera de preguntar mis tres cuestiones. De repente, me cambian la jugada. No serán quince minutos a solas, ni en la sala de prensa: estaríamos en una sala donde se hacen las conferencias. Al principio éramos cuatro periodistas. A ella, la escritora, le ponían micrófono, atrás de la mesa y en podio. Nosotros sentados como los alumnos aplicados en la primera fila.

Nos piden que comencemos. Sale la primera pregunta de un compañero, siento casi asco de ver la lengua boleando el zapato intelectual de la escritora. Acababa de leer por la mañana un artículo de Tzvetan Tódorov sobre la información acrítica. Y el compañero lo acaba de hacer, le pone el balón para que marque gol. Con esto no quiero imponer mi forma de ver el mundo o de enfrentar la realidad; por el contrario, me gusta encontrar con quién dialogar y tenga ideas propias que pueda expresar sin que parezcan sacadas en abonos de Coppel. Lo más seguro es que vean la respuesta en algún medio. Otra de las preguntas me llamó mucho la atención: relacionaba la posmodernidad con la falta de valores. Lo cual es bastante simplista, empezando porque la ideología llamada así ha dejado de tener eco en el mundo académico desde finales de los noventas y su popularización ya terminó por eliminarla hasta de la publicidad.

Inquiero a Laura Esquivel sobre la crítica, en este caso, sobre lo dicho respecto a ella por Chávez y Santajuliana. La veo driblar bien: me responde que ella no escribe para la crítica, ni siquiera le interesa lo que ellos han dicho. Ella escribe para los lectores que compran sus libros. Válido, pues.

Se nos va sobre un tema extraño; ella usa la ciencia como una explicación casi mágica del mundo. La física cuántica como explicación mítica de la realidad. La trato de seguir. Nos explica que si observas el mundo con las antiparras de la violencia y de lo humano, tu cerebro se envicia en ello. Me recuerda a ciertas cosas dichas por Maturana en otro momento. Salvar a la humanidad de la humanidad, ese acto de justicia poética que vuelve mártir a quien lo nombra.

Busca entre su bolsa de hechizos el argumento de la educación sentimental. Le reviro con que ese fue el argumento de Ana María Matute. Dice desconocerla, aunque sea el mismo argumento, posible pero no creíble. La trampa sale a relucir: no hay argumento sofista que logre limpiar al mundo humano de su artificialidad. Pero también justifica el por qué leemos historias: buscamos evadirnos un rato de lo cruento que somos como especie. Los mitos como contraveneno a nuestras acciones.

Nos piden que cambiemos de escenario, regresar de donde nunca debimos haber salido: la sala de prensa. Somos casi una docena de periodistas siguiendo a nuestra escritora: no puedo dejar de pensar en el flautista de Hamelin. Atrás de mí escucho el comentario de un compañero: ¡qué preguntas más sui generis! El tono lo delata, otra ironía fiada. Y eso me confronta: ¿A quién le escribo esto? ¿Para quién y para qué escribo?

No es una elite, eso es claro. Mientras llegamos no dejo de pensar en mi posible lector: pienso en desarraigados, en cínicos y cansados de lo mismo. En alguien que desee algo más. A quien ya le rompe las bolas la idiotez de lo acrítico. A quien las promesas sólo le son llanas estrategias retóricas por donde circulan los enamorados y los políticos. Me siento libre porque no represento a nadie, solamente soy una voz donde rebotan las ideas propias de quien me lee, las de aquellos que se reconocen en el calor del rebaño y por eso duermen a campo abierto.

En la sala de prensa ha dejado de interesarme la entrevista, somos la docena completa. Cada uno pregunta lo que ya han leído: ¿Cuál es su receta favorita? ¿Las mujeres tomaremos el poder? ¿Es usted el último vestigio del realismo mágico? Dejo la grabación correr. Me siento frente a uno de los productos más claros de nuestra sociedad de consumo: lo políticamente correcto nos invita a seguir otro camino siguiendo la vía del capitalismo.

Me evado y espero que termine la entrevista. Todos salen con ella rumbo a la presentación de su último libro. Me pongo a arreglar mi computadora; si tuviera auto, habría ido a ver cómo funciona el motor.