Mi onda es la de David
Texto de Leopoldo Navarro
Un taller literario. Un aprender a escribir. Un encontrar que allí está el corcel de la poesía, listo para cabalgar en las llanuras de la vida pero sólo si le dices cómo, si le aprendes a dar sus palmadas en el cuarto adecuado, si lo apacientas con las necesarias rudeces, rigores autocríticos, lecturas tatuadoras de autores a quienes tendrás que embarrarte en la piel hasta empezar a ser ellos pero también tú y luego cada vez menos ellos hasta que lo que digas sea sólo dicho por tu voz. Pero también sólo si lo escribes. Descubriendo una y otra vez el viejo apotegma de que a escribir se aprende escribiendo. Que la poesía no sólo pasea sus caderas ante tus sentidos para marearte con la efimeridad de sus eternudeces. Que también, gloria a Dios en las alturas –concesión de un ateo a cualquier religión pues la causa del asunto lo justifica-, la tienes en tus manos, le das vida, la acaricias, la posees, le permites poseerte, sufres sus imperfecciones y, si eres digno de sus encantos, tal vez logres poemar.
Eso fue entonces la vida, o tal vez la misma que antes, pero en 1977 mi ciudad, mi casa de cultura, mi repulsión a los declamadores sin maestro, cualquier cosa que haya sido, empezó a ser otra. Entonces llegó uno que otro round de sombra, un recorrido turístico por el taller itinerante de producción literaria que entonces conducía Miguel Donoso Pareja entre Aguascalientes y San Luis Potosí, hasta el aterrizaje en el que formalmente fue asignado a David Ojeda. Y a escribir como si viviera. Mejor: a seguir viviendo, pero entonces ya sometiendo la vida –la mía, la tuya, la de todos y sus posibilidades, negaciones, suposiciones y nuncajamases- al servicio de una poesía caudalosa y principiante.
Comenzábamos, y David Ojeda fue determinante en esa parte del vivir.