François Villon: Apuntes sobre la mirada de un vago
Ensayo de Juan Francisco Camacho Aguilar
Así esas pobres mujerucas
que son ancianas y no tienen cuartos,
Cuando ven a las jovenzuelas
Reemplazarlas, para sus adentros
Preguntan a Dios por qué causa
Han nacido tan pronto, ni con cuál derecho.
Nuestro señor, sin chistar, se calla,
Pues en la discusión saldría perdiendo.
François Villon El Testamento, XLV
Nacido como François de Montcorbier o Des Loges, sabemos, por sus biógrafos, que su origen fue humilde, huérfano de padre muy joven en el tiempo en que la dominación inglesa traía consigo las calamidades de la guerra de los cien años[1]. El hambre se apoderaba de las calles de un Paris moribundo, las cosechas eran malas, y la peste cobraba las facturas —hay quienes aseguran que la población de la ciudad llegó a las 70,000 almas—. Su educación fue encomendada al profesor Guillaume de Villon, encargado de la capilla de Saint Benoît-le-Betourné. De él, su principal defensor, tomará el apellido al entrar a la universidad.
Villon es el más grande de los poetas líricos medievales. La mención no es mía, primero es de Rabelais, después de Marot, Boileau, Gautier, Rosseti, Robert Louis Stevenson y ahí me quedo. Su mérito es —como el de los grandes artistas— haber dado una vuelta de tuerca al engranaje de la tradición. Si a esto sumamos su caótica vida, tan presente en su trabajo, tendremos como resultado a un truhán con oficio de poeta o viceversa. Esa turbia, pero fructífera relación entre la creación y el crimen, es de entusiasmarse.
Su obra no es del todo innovadora en los aspectos de la forma, como lo apunta el maravilloso Marcel Schwob, ya que “toma de Alan Chartier la mayoría de sus ideas de la moral, de Eustache Descamps el marco de sus poemas y su forma poética […] Carlos de Orleáns tuvo más gracia que él […] Coquillart ya había expresado el carácter satírico y bufón del pueblo […]”[2] Lo que hace grande a Villon es la visceralidad con la que escribe. Lo primero que encontrará el lector es al sujeto en el centro de su condición desfavorable.
Este es el planteamiento principal en el esquema de sus poemas: la miseria, el miedo, la pobreza y la traición que plasma desde la experiencia propia.
Pobre soy de mocedad;
de origen nada acomodado;
mi padre no tuvo heredad,
ni su abuelo, Horacio llamado.
Pobreza nos sigue y traza
en la tumba de mis ancestros
cuyas almas ya Dios abraza,
ni coronas se ven, ni cetros.[3]
Si bien en la lírica medieval nos vamos encontrando poco a poco con la centralización del sentir del individuo, el caso de Villon es un cubetazo de agua fría. A mí lo que me interesa es el hecho de que no tiene la misma concepción temporal del pensamiento de su época; es decir, la visión del poeta es expuesta como un “aquí y ahora” y no un “aquí para después el más allá”. Me explico: en muchos de sus poemas está la idea del temor a la muerte, al paso del tiempo y la vejez (para comprobarlo, remítase a los títulos de sus obras: Los legados, El Testamento).
¿Qué significa, en todo caso, el miedo a la vejez? Para empezar, Villon nos da testimonio de su fascinación por el cuerpo. Se sabe que gustaba mucho de las mujeres y de relacionarse con prostitutas. La pérdida de la belleza corporal le atemoriza, más si se trata de la femenina, me atrevo a decir, porque ahí culmina la pasión.
Es el final de la belleza humana
Los brazos cortos, las manos contraídas
La espalda encorvada por completo;
¿el busto qué? Enteramente hundido
Flácidas las nalgas lo mismo que los pechos;
¡Del jardincillo no hablemos! En cuanto a los muslos.
Ya no son muslos, sino palitroques.
Granujientos como las salchichas[4]
La juventud con toda su gloria está lejos y no volverá. Lo tiene bien claro el poeta. En su obra —como en la mayoría de la literatura de nuestro tiempo— es clara la derrota. El hombre es un fracaso por el simple hecho de ser finito. La vejez es, en Villon, el máximo sinónimo del fracaso. Más allá de las arrugas, la vejez significa que el tiempo corre y que el fin se ve cerca.
Pues si en su juventud fue divertido,
Ahora ya nada dice que divierta,
Siempre un viejo mono es fastidioso,
Cualquiera de sus muecas causa enojo;
Si se calla por resultar discreto
Se lo tiene por tonto rematado;
Si habla, se le manda callar
Porque en su ciruelo ya no hay fruto[5]
¿Qué hay con el miedo a la muerte? Hay una paradoja constitutiva en el hombre, y esta es que la muerte irremediablemente llegará, y sin embargo, los seres humanos no queremos que llegue. Es posible que uno le tema a la muerte por la incertidumbre de no saber a dónde es que uno va. Para los que tienen fe la muerte es un ritual, la puerta que conduce a otro lugar (mejor). El poeta —a pesar de ser un devoto creyente— asume una humildad ontológica[6] y no actúa como si comulgara con Aristóteles, o con las ideas cristianas de la trascendencia del alma, por el contrario su postura apunta a que lo verdaderamente importante para él es la vida —así sea en un sentido muy hedonista—. Y a pesar de no manifestar un temor directo, demuestra saber que la muerte vendrá y lo único que le interesa es haber vivido a su gusto, sabiendo de antemano que lo que está en la materialidad a nadie le pertenece.
Puesto que papas, reyes, hijos de reyes
Y concebidos en vientres de reinas,
Son amortajados muertos y fríos
Y sus reinos pasan a otras manos,
Yo, pobre buhonero de Rennes,
¿No voy a morir? Sí, cuando Dios quiera,
Pero si antes hubiera disfrutado de algo,
Una buena muerte no me asusta.[7]
Todo se lo lleva el viento, escribe Françoise en una de sus baladas. Deja claro en toda su obra la melancolía que deja en su pluma el paso del tiempo, el amor por los placeres mundanos, satiriza la vida misma y se resigna a la derrota. En mi opinión, es uno de esos tantos franceses que se han detenido a pensar sobre esa extraña actividad que es vivir, y lo más importante es que lo ha hecho a su manera, sin ataduras de tipo moral o religioso —tan imperantes en la Europa del medioevo— hecho que, para nuestra suerte, sembrará la semilla del carpe diem en Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, tiempo después a Carco, e incluso al mismo Joaquín Sabina —si es que te gusta—. El exilio se lo llevó lejos, nadie está seguro qué pasó con él, lo que podemos imaginar es que estremeció, palideció, su carne se ablandó y apechó con los males que implica morir, a no ser que haya ido vivo al cielo.[8]
[1] La contienda oponía a los reyes de Inglaterra desde Eduardo III y los de Francia desde Felipe VI de Valois, en quien recayó la corona de la muerte, sin herederos varones, de su tío Carlos IV.
[2] Marcel Schwob, Ensayos y perfiles, FCE, México, 2006, p. 15.
[3] François Villon. Poesía Completa, Visor, Madrid, 1979, p. 95.
[4] Ibíd., p. 115.
[5] Ibid., p. 109.
[6] Que no es más que aceptar que el lugar del sujeto en el cosmos es un lugar limitado, según el filósofo argentino Darío Sztajnszrajber.
[7] Ibid. pp. 107.
[8] La muerte le hace estremecerse, palidecer // curvarse la nariz, tensarse las venas, // hincharse el cuello, la carne ablandarse, // Coyunturas y nervios crecen y se estiran. // Cuerpo femenino, que tan delicado eres, // terso, suave, tan precioso, // ¿Tendrás que apechar con estos males? // Sí, a no ser que vayas vivo al cielo. Ibid., p. 99.