jueves. 26.06.2025
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¿TACHAS?

 

El romanticismo es lo primitivo, lo carente de instrucción, lo joven. Es el sentido de vida exuberante del hombre en su estado natural, pero también es palidez, fiebre, enfermedad, decadencia, la maladie du siècle. La Belle Dame Sans Merci, la danza de la muerte y la muerte misma. Es la cúpula de vidrio multicolor de un Shelley, aunque también su blancura radiante de eternidad. Es la confusa riqueza y exuberancia de la vida, Fülle des Lebens,  la multiplicidad inagotable, la turbulencia, la violencia, el conflicto, el caos, pero también es la paz, la unidad con el gran “yo” de la existencia, la armonía con el orden natural, la música de las esferas, la disolución en el eterno espíritu absoluto. Es lo extraño, lo exótico, lo grotesco, lo misterioso y sobrenatural, es ruinas, claro de luna, castillos encantados, cuernos de caza, duendes, gigantes, grifos, la caída de agua, el viejo molino de Floss, la oscuridad y sus poderes, los fantasmas, los vampiros, el terror anónimo, lo irracional, lo inexpresable. También es lo familiar, el sentido de pertenencia a una única tradición, el gozo por el aspecto alegre de la naturaleza cotidiana, por los paisajes y sonidos costumbristas de un pueblo rural, simple y satisfecho, por la sana y feliz sabiduría de aquellos hijos de la tierra de mejillas rosadas. Es lo antiguo, lo histórico, las catedrales góticas, los velos de la antigüedad, las raíces profundas y el antiguo orden con sus calidades no analizables, con sus lealtades profundas aunque inexpresables; es lo impalpable, lo imponderable. Es también la búsqueda de lo novedoso, del cambio revolucionario, el interés en el presente fugaz, el deseo de vivir el momento, el rechazo del conocimiento pasado y futuro, el idilio pastoral de una inocencia feliz, el gozo en el instante pasajero, en la ausencia de limitación temporal. Es nostalgia, ensueño, sueños embriagadores, melancolía dulce y amarga; es la soledad, los sufrimientos del exilio, la sensación de alienación, un andar errante en lugares remotos y especialmente en el Oriente, y en tiempos remotos, especialmente en el Medioevo. Pero consiste también en la feliz cooperación de algún esfuerzo común y creativo, es la sensación de formar parte de una iglesia, de una clase, de un partido, de una tradición, de una jerarquía simétrica y abarcadora, de caballeros y dependientes, de rangos eclesiásticos, de lazos sociales y orgánicos, de una unidad mística, de una única fe, de una región, de una misma sangre, de “la terre et les morts” —como ha dicho Barrès—, de la gran sociedad de los muertos, los vivos y los aún no nacidos. Es el torismo de Scott, de Southey y de Wordsworth, y también es el radicalismo de Shelley, de Büchner y de Stendhal. Es el medievalismo estético de Chateaubriand, y también la abominación del Medioevo de Michelet. Es el culto a la autoridad de Carlyle y el odio a la autoridad de Victor Hugo. Es el extremo misticismo de la naturaleza, y también el extremo esteticismo antinaturalista. Es energía, fuerza, voluntad, vida, étalage du moi; y también es tortura de sí, autoaniquilación, suicidio. Es lo primitivo, lo no sofisticado, el seno de la naturaleza, las verdes praderas, los cencerros, los arroyos murmurantes y el infinito cielo azul. Y a la vez no deja de ser el dandismo, el deseo de vestirse de etiqueta, los chalecos color carmín, las pelucas verdes, el cabello azul, que los seguidores de gente como Gérard de Nerval llevaron durante cierta época en Paris. Es la langosta que paseó Nerval atada a una fina cuerda por las calles parisinas. Es el exhibicionismo descabellado, la excentricidad, la luchas de Hernani, el ennui, el taedium vitae, es la muerte de Sardanápalo, ya sea pintada por Delacroix, o recreada por Berlioz o Byron. Es el estertor de los grandes imperios, las guerras, la destrucción y el derrumbe de diferentes mundos. Es el héroe romántico —el rebelde, l’homme fatal, el alma maldita, los Corsario, los Manfredo, los Giaour, los Lara, los Cain, toda la población de los poemas heroicos de Byron—. Es Melmoth, es Jean Sbogar, todos los descastados y los Ismael, así como también los cortesanos de buen corazón y los convictos de alma noble de la ficción decimonónica. Es el beber en un cráneo humano; es Berlioz cuando proclamó su deseo de escalar el Vesubio para comunicarse con alma semejante. Es los rebeldes satánicos, la ironía cínica, la risa diabólica, los héroes oscuros; y también la visión de Dios y de sus ángeles que tiene Blake, la gran sociedad cristiana, el orden eterno y “los cielos estrellados incapaces de expresar plenamente el carácter infinito y eterno del alma cristiana”. Es —en breve— unidad y multiplicidad. Consiste en la fidelidad a lo particular que se dan en las pinturas sobre la naturaleza, por ejemplo, y también en la vaguedad misteriosa e inconclusa del esbozo. Es la belleza y la fealdad. El arte por el arte mismo, y el arte como instrumento de salvación social. Es fuerza y debilidad, individualismo y colectivismo, pureza y corrupción, revolución y reacción, paz y guerra, amor por la vida y amor por la muerte.

Isaiah Berlin

 

 

Pero veamos de una manera más precisa cómo la violencia ducassiana, llevando todavía la marca de los complejos de la cultura, se polariza bajo la forma humanizada contra el niño y contra Dios.

El niño por su debilidad física, el joven compañero, por su atraso intelectual, son tentaciones constantes de violencia. Pero, en Lautréamont, donde todo se individualiza, es al hijo de la familia humana al que quiere raptar, un hijo protegido, muy diferente del niño montevideano exilado sin remisión desde los catorce años. Contra ese niño ansiosamente protegido, la violencia se intelectualiza; se vuelve reflexionada. Mientras que la violencia animal se cumplía sin demora, franca en su crimen, la violencia contra el niño va a ser sabiamente hipócrita. En la violencia, Lautréamont va a integrar la mentira. La mentira es el signo humano por excelencia. Como dice Wells, el animal carece de gestos mentirosos.

Entonces todas las páginas en donde interviene el crimen contra el niño adquieren una doble duración. El tiempo se divide allí en tiempo actuado y tiempo pensado, y esos dos tiempos no tienen la misma contextura, los mismos principios de encadenamiento, la misma causalidad. Al preparare el crimen contra el niño con todo esmero técnico, Lautréamont da la impresión de tiempo suspendido, de manera que, en escasas páginas, pero fundamentales, ha sabido dar la esencia temporal de la amenaza, de la agresión diferida. Desde que Lautréamont amenaza, no duerme. Esa ausencia de sueño hace juego con la ausencia de risa. Las pupilas de jaspe se ponen en sinergia con los labios de bronce. El ojo y la boca esperan, juntos.

 Lautréamont, por otra parte, se cansa pronto de la amenaza. El hijo no está en realidad lo suficientemente protegido; la familia es una jaula muy mal defendida. Al regresar entre los hombres honestos y razonables, Lautréamont tiene la impresión de entrar en una sociedad de castores. ¿Conoce Lautréamont la leyenda del Livre des Trésors? “El castor, o perro pórtico, es cazado por sus órganos sexuales, muy útiles en medicina. El castor lo sabe, y cuando es perseguido se los arranca con los dientes para que lo dejen tranquilo”. Es el castrado por persuasión.

Así, el niño. Así el buen alumno. El niño se vuelve entonces un maravilloso detector de poder. La educación ha establecido en él reflejos condicionados de exquisita sensibilidad: el niño, el buen niño, llora cuando se le “frunce el ceño”.

El más inexperto aprendiz de violencia, el profesor más desprovisto de energía vital, pueden seguir fácilmente sus progresos en el arte de amenazar, leyendo en el rostor de un niño o de un alumno tímido el reflejo de la angustia. Finalmente, éxito alentador, el niño devuelve el bien por el mal, la ternura por la crueldad: “Habrás hecho mal a un ser humano, y serás amado por el mismo ser, esa es la felicidad más grande  que se pueda concebir”.

Fieles a la inspiración de un psicoanálisis de la cultura, transpongamos esas observaciones del tiempo de la infancia al tiempo de la adolescencia; vamos a encontrar el amor o el respeto por el maestro, vamos a encontrar, en un modo metafórico, la replica del complejo de castración. En efecto, al niño “carne tierna”, “pecho blando”, corresponde el adolescente, verbo ingenuo, sintaxis débil, cuya garganta se cierra a la simple acusación de un solecismo. Sin embargo, a los adolescentes les sería muy fácil distraer con una burla la cólera manifiestamente exagerada del profesor de “buen gusto”, “de lengua pura”. Pero dejan así lo quiere el símbolo de la educación mutilante en manos de su maestro las tijeras de censura retórica.

Gaston Bachelard

 

 

“La felicidad –dice Freud- no es un valor cultural”.  La felicidad debe ser subordinada a la disciplina del trabajo como una ocupación de tiempo completo, a la disciplina de la reproducción monogámica, al sistema establecido de la ley y el orden. El metódico sacrificio de la líbido es una desviación provocada rígidamente para servir a actividades y expresiones socialmente útiles, es cultura.

El sacrificio ha valido la pena: en las zonas técnicamente avanzadas de la civilización, la conquista de la naturaleza es prácticamente total y un mayor número de necesidades de un mayor número de gentes son satisfechas más que nunca. Ni la mecanización, ni la regularización de la vida, ni el empobrecimiento mental, ni la creciente destructividad del progreso actual dan suficiente motivo para dudar del “principio” que ha gobernado el progreso de la civilización occidental. El aumento continuo de la productividad hace cada vez más realista la promesa de una vida todavía mejor para todos.

 Sin embargo, la intensificación del progreso parece estar ligada con la intensificación de la falta de libertad. A lo largo de todo el mundo de la civilización industrial, la dominación del hombre por el hombre está aumentando en dimensión y eficacia. Y esta amenaza no aparece como una transitoria regresión incidental en el camino del progreso. Los campos de concentración, la exterminación en masa, las guerras mundiales y las bombas atómicas no son una “recaída en la barbarie”, sino la utilización irreprimida de los logros de la ciencia moderna, la técnica y la dominación. Y las más efectiva subyugación y destrucción del hombre por el hombre se lo desarrolla en la cumbre de la civilización, cuando los logros materiales e intelectuales de la humanidad parecen permitir la creación de un mundo verdaderamente libre.

Herbert Marcuse