El cuerpo sobredimensionado y el abuso físico

Marina Arjona Iglesias

Mis áreas principales de interés profesional son la lingüística, la enseñanza de la lengua y, en general, la comunicación humana. Es por esto que trato aquí los asuntos a que refiere el título de este trabajo.

Por cierto que Paul Watzlawick plasma a mi entender muy acertadamente la importancia incontrovertible que tiene la comunicación: "Así como un proceso de comunicación bien logrado consiste en la correcta transmisión de información y ejerce sobre el receptor el efecto apetecido, la confusión es, por el contrario, la consecuencia de una comunicación defectuosa, que deja sumido al receptor en un estado de incertidumbre o de falsa comprensión. Esta perturbación de la adecuación a la realidad puede oscilar desde estados de leve perplejidad o desconcierto hasta los de angustia aguda, porque los seres humanos, como el resto de los seres vivientes, dependemos, para bien y para mal, de nuestro medio ambiente, y esta dependencia no se limita a las necesidades de nutrición, sino que se extiende también a las de suficiente intercambio de información. Esto es válido sobre todo respecto de nuestras relaciones interhumanas, en las que para una convivencia soportable resulta particularmente importante un grado máximo de comprensión y un nivel mínimo de confusión".[1]

Creo necesario llamar particularmente la atención acerca del concepto de "convivencia soportable" a que Watzlawick alude: en efecto, fundamental resulta que nuestra posibilidad de entendernos con los demás —que por cierto empieza por la de llevarnos bien con nosotros mismos, lo que, sin embargo, es tema de otro escrito— sea lo más amplia y profunda que se consiga lograr, y eso radica principalmente en —como el mismo autor lo señala— aumentar la comunicación y reducir la confusión, dado que tales son —desde el punto de vista (que comparto) de los teóricos de la comunicación humana— comportamientos opuestos.

En este marco, me interesa destacar que la manera como otras personas nos perciben condiciona y determina la forma en que se comunicarán con nosotros.

Dado lo anterior, es posible desmenuzar el planteamiento antedicho para llegar a centrarnos en el tema que nos ocupa en particular, y que se relaciona más precisamente con la idea de que un modo muy evidente de percibir a los demás es a través de su cuerpo, así que tendríamos que decir que según perciban los otros nuestro cuerpo establecerán con nosotros un tipo u otro, un estilo u otro, de comunicación. Y cuando la percepción del cuerpo es negativa, muchas probabilidades hay de que se comuniquen con nosotros maltratándonos.

Asunto igualmente central para este escrito es el hecho de que la sociedad en que vivimos le confiere al cuerpo una importancia exacerbada: pero no al cuerpo en sí mismo, sino como símbolo de cosas que van más allá de él. Es así que nuestro entorno nos condiciona implacablemente a que busquemos constantemente la manera de convertir el cuerpo que tenemos en otro mejor. Y a esta exigencia se suma otra —más difícil todavía de conseguir: imposible, de hecho—, que consiste en tener que adivinar lo que exactamente quiere decir mejor. Porque no hay, en efecto, parámetros seguros —claros, contundentes, irrefutables— de lo que nuestra sociedad considera un cuerpo ideal —por cierto que al respecto apunta Nancy Etcoff que “no existe una sola actitud ante la belleza que se haya mantenido inalterada en el transcurso de la historia”—:[2] no ha de ser ni muy alto, ni muy bajo; ni muy gordo, ni muy flaco; ni muy fofo, ni muy musculoso; ni muy oscuro de piel, ni muy claro;  ni muy redondo, ni muy anguloso; ni muy ancho, ni muy estrecho.

Interminable sería seguir con esas ociosas enumeraciones de características físicas, todas indeseables, eso sí.

Mejor hablemos ahora de cómo ya en Egipto el cuerpo tenía una gran relevancia, si bien de una peculiar manera. Y es que, como narra Ernst J. Görlich en su Historia del mundo, “los egipcios creían en una vida futura del hombre más allá de la muerte, pero opinaban que esta vida futura estaba ligada a la persistencia del cadáver humano. Por eso desarrollaron un arte grandioso para conservar los cuerpos muertos”.[3]

Y aunque en nuestros tiempos los cadáveres también están sujetos a formas específicas y estructuradas de ser aceptables no trataremos más ese punto —al que sólo he recurrido a manera de ilustración de cuánto ha importado siempre el cuerpo humano—, sino que volveré al que se relaciona con el cuerpo vivo.

Me interesa reproducir una opinión acerca de que “nuestros cuerpos se han convertido en la nueva moneda. La apariencia, el buen aspecto y la aptitud física son ahora la medida de nuestro valor social. El aspecto no sólo se ha vuelto increíblemente importante, sino que hemos llegado a aceptar imágenes tipificadas de la belleza. La búsqueda de una perfección imposible, inspirada en el cine, ejerce sobre nosotros un poder hipnótico”.[4]

Y es que, según piensa la autora en cuestión, “en menos de cien años, la sociedad ha cambiado de manera espectacular. Quedan todavía algunas jerarquías de antaño, estructuras sociales basadas simplemente en la religión, la familia, el dinero o la educación. Como resultado de todo ello, la sociedad se ha hecho más igualitaria, pero juzgarnos, valorarnos y compararnos es intrínseco a la naturaleza humana [...]. Los parámetros para medirnos y compararnos con los vecinos son [...] visibles, tangibles y observables. Para muchos son las posesiones [¼], pero indudablemente nuestro aspecto también forma parte de esos parámetros”.[5]

Quizá no está de más anotar desde ahora mismo las importantes consecuencias de este hecho, que lo son tanto más porque al ser humano común y corriente —es decir a cualquiera— le resulta extremadamente difícil decodificar siquiera lo que se esperaría de él para que pudiera decirse que posee un cuerpo “políticamente correcto” —por emplear una expresión muy de moda.

Es así que no estamos en posibilidades de saber con seguridad cómo podríamos cumplir con los requerimientos que la sociedad traza para el cuerpo humano, pero sí tenemos la certeza plena de que la forma en que nuestro cuerpo “se escribe” —se diseña, se tornea, se delinea— tendrá repercusiones insoslayables en el modo en que los demás nos “leerán” —percibirán, captarán, interpretarán—. Y de esta codificación y decodificación dependerá sustancialmente la manera en que se relacionarán con nosotros.

He de especificar que como sinónimos entiendo “relación” y “comunicación”, así que lo anteriormente dicho determinará, entonces —y lo reitero—, cómo se establecerá la comunicación entre los implicados en ella.

Hablemos, pues, de lo que al respecto sucede desde antes de nuestro nacimiento.

T. Berry Brazelton y Bertrand G. Cramer explican que existe un “deseo universal de tener un hijo perfecto”,[6] así que entre las “colosales misiones” que tiene que realizar la madre al momento de nacer el niño está “llorar al hijo (perfecto) imaginario y adaptarse a las características específicas del bebé real”, dado que se trata de “una nueva realidad ineludible”.[7]

Igualmente, añaden que “el recién  nacido es objeto de idealizaciones: es el mejor bebé del mundo, el más hermoso, el más inteligente, y los padres encuentran nuevas pruebas de estas extraordinarias cualidades en cada etapa del desarrollo”. Al respecto se apresuran a especificar los autores que esto “no sólo es normal sino también indispensable para el proceso del vínculo”; sin embargo, el “guion de idealización puede salirse de control”.[8]

Y es justamente de eso —de tal “salida de control”— que quiero tratar ahora.

Porque son los mismos investigadores quienes aseguran que si la madre piensa que sus expectativas sobre el bebé no han sido cumplidas “tanto su vínculo como su futura relación con [el] hijo se ponen en peligro”.[9] Finalmente, “cuando el hijo no puede complacerlo, esto provoca una furia peligrosa en el progenitor”, advierten los autores al hacer referencia al “resultado extremo” que constituye “el maltrato del niño”.[10]

A mi modo de ver, el punto está precisamente en que tal “resultado extremo” es peligrosamente frecuente, ya que son muchas las posibilidades de que un niño “no pueda complacer” a quienes le dieron la vida. Porque ya he dicho que cumplir cabalmente las especificaciones que la sociedad impone es sumamente difícil, dado que ni siquiera es claro —insisto— cuáles son.

Pero cuando sucede que el bebé tiene algún rasgo particular que se considera inadecuado las cosas se ponen verdaderamente difíciles, porque “se le asigna el rol de chivo expiatorio de la familia: se lo usa para que concentre y represente las características ‘malas’ de otros miembros de la familia. Cada miembro le proyecta sus sentimientos interiores de inadecuación; el defecto visible sirve para materializar la prueba de maldad, al tiempo que protege la autoestima de los demás miembros de la familia. Una serie de profecías que al final se cumplen, acentúan entonces el potencial del niño para seguir fallando, y los progenitores se relacionan con esas expectativas de fallo, y no con el potencial de desarrollo inherente al hijo”.[11]

Sin embargo, hay quienes reportan una experiencia del todo diferente: “Hemos tenido la suerte de presenciar en múltiples ocasiones cómo las madres, al presentarles a su hijo deficiente, expresaban su alegría ante el ‘precioso bebé’. La belleza está, naturalmente, en los ojos del que mira al niño, y debemos evitar influir en los padres con nuestros puntos de vista y juicios de valor. Si el bebé tiene una malformación importante o alguna parte del cuerpecito tiene una anomalía, ésta se puede disimular cubriendo la zona con una sábana y dando a los padres las pistas para que ellos decidan si quieren o no verle todo el cuerpo”.[12]

Me temo que desafortunadamente los modelos a seguir —indefinidos, para peor— influyen en exceso a las personas, impidiendo que situaciones como las arriba descritas sean comunes.

Y es que ahora incluso “podemos practicar control de calidad [¼], utilizando técnicas de diagnóstico en el útero y utilizando el aborto —o incluso cirugía correctiva— cuando el desarrollo del feto no satisface nuestras pautas”.[13] Claro que esto pasa porque “muchas instituciones sociales reflejan la visión de que los niños son como una posesión personal de los padres en lugar de unos miembros de pleno derecho de la sociedad”.[14]

Y como “el aspecto físico es la parte más pública del yo. Es nuestro sacramento, el yo visible que el mundo supone espejo del yo invisible, interior”,[15] es fácil desear que los infantes nos representen ante los demás con ventaja, esto es, siendo más aceptables físicamente que nosotros mismos.

Se puede, pues, según autores como Etcoff, “demostrar que se da tratamiento de preferencia a los guapos[16], al igual que se discrimina a los que no son atractivos”.[17]

Respecto de la belleza infantil, opina la autora en cuestión que “a la gente le resulta fácil juzgar qué niños son los más monos [¼] Los niños guapos son niños típicos o niños cuyos rasgos exageran ligeramente la típica geometría infantil: simplemente, aprietan todos los detonadores. Los niños a quienes se considera feos [¼] parecen [adultos], como si hubieran colocado una versión de su futuro rostro en el cuerpo del recién nacido. Los niños prematuros, como los que han corrido peligro, tienen esa cara falsamente madura”.[18]

Lo alarmante es lo que consigna después: “Cuando se estudiaron niños maltratados bajo protección judicial en California y Massachusetts se descubrió que un número desproporcionado eran feos. No se debía a que fueran mal arreglados o a que tuvieran expresiones más tristes que otros. Más bien, los niños maltratados tenían una cara y una cabeza de unas proporciones que les hacían parecer menos infantiles y guapos”. Y en una afirmación plenamente mecanicista pero no por ello menos inquietante aduce que “tales niños tienen más probabilidades de que los maltraten porque su rostro no desencadena la misma reacción automática de protección y cuidado que las caras más infantiles”.[19]

Stefano Cirillo y Paola Di Blasio tienen una opinión semejante pero no directamente relacionada con la fealdad, sino con la discapacidad —que, insoslayablemente, es algo muy parecido—: “los dos niños en cuestión [¼] presentaban ciertamente un factor que los predisponía al maltrato, es decir, la incapacidad: la bibliografía sobre el abuso es muy clara a propósito de esto [¼] En una óptica sistémica, también la incapacidad es una información ante la cual a los otros miembros de la familia les es imposible no reaccionar”.[20]

El caso es que “el maltrato, en cualquiera de sus formas identificadas en un nivel individual, [tiene] raíces estructurales que se derivan de ideologías políticas y educativas mal orientadas”.[21] Y como “el maltrato a los niños es un mal endémico de la cultura occidental”,[22] si no remontamos esta situación “estaremos pasando por alto el reto de romper cadenas intergeneracionales de privaciones materiales, intelectuales y emocionales. La ‘escritura’ dolorosa está literalmente ‘sobre la pared’; y los dilemas y gérmenes de perturbación están presentes, de una forma o de otra, en todos nuestros hogares”.[23] Sin embargo, “la implantación formal de estrategias preventivas se ve obstaculizada [¼] por la opinión de que el maltrato infantil es de índole más individual y patológica, que estructural, educativa y cultural”.[24] Y es por eso que “tal vez sólo podamos enfrentar esa responsabilidad honestamente, como padres, políticos y profesionales, cuando hayamos resuelto nuestro propio dolor y soledad recurrentes, los cuales reflejan la búsqueda de seguridad, identidad y propósito que se inició en nuestras variadas y conflictivas infancias”.[25]

Y así es: no solamente los niños se ven sujetos a los malos tratos por resultarle inadecuados al entorno social en que nacen. Los adultos se llevan también una buena parte del problema.

Parecería que la sociedad a que pertenecemos todos está diabólicamente diseñada para que nadie —nadie— pueda conseguir alcanzar los parámetros que ella —confusamente, reitero— impone. Por cierto que hay quien dice que “la gente juzga las apariencias como si en algún rincón de la mente existiera una belleza ideal de la forma humana, una forma que reconocerían en cuanto la vieran, aunque no tengan esperanzas de verla jamás”.[26]

No es difícil inferir lo arduo y desgastante que resulta tratar de alcanzar un ideal inexistente —como todo ideal—. Las sensaciones de bochorno, inadecuación, depresión y tristeza continuas y reiteradas que pueden inundar al ser humano sometido a tal experiencia son —sin exagerar— inenarrables.

Me gustaría citar de nuevo a Judith Rodin, quien sostiene que “un aspecto de la nueva tecnología estriba en que nos parezca que es muy fácil tener buen aspecto y sentir que cualquiera puede —y debiera— lograrlo. Pero el ser hermoso en que deseamos convertirnos no es real. La ‘gente guapa’ [¼] no tiene mejor aspecto que nosotros cuando se levanta por la mañana. Esa quizá sea la trampa suprema. Todos somos víctimas de la tecnología de la fabricación de aspectos, de la deshumanización del espíritu y del individualismo. Nuestras metas son irracionales e inhumanas, y nos estamos creando y recreando para llegar a esas metas. Se ha puesto de moda y resulta [adecuado] afligirse por el ambiente. Vamos a plantar árboles para salvar el planeta, nos apenamos por los [derrames] de petróleo, pero, ¿nos damos cuenta de que perdemos identidad y nos deshumanizamos [...]? ¿Dónde está la aflicción por el aspecto humano del ambiente?”.[27]

Y es verdad: no nos preocupamos lo suficiente por defendernos sistemática y eficazmente de los lineamientos que muy confusamente —además— se nos insta a que sigamos al pie de la letra.

Veamos lo que sigue.

    

Esto es lo que la gente veía cuando miraba a Silvia: una joven hermosa con muchas curvas y busto moderado. Esto es lo que Silvia veía cuando se miraba al espejo: unas caderas inmensas, enormes, y un pecho plano como una tabla. Por eso decidió someterse a la cirugía plástica: se hizo una liposucción y un aumento de senos [¼] Nada la detuvo: lo único que quería era corregir lo que veía como sus defectos, costara lo que costara.

Silvia tiene 22 años, y es sólo una más entre los miles y miles de mujeres jóvenes que acuden a la cirugía plástica para cambiar la imagen negativa que tienen de su cuerpo. El fenómeno parece alarmante. Tan sólo en los Estados Unidos, algunos procedimientos cosméticos experimentaron 800 por ciento de incremento durante la década pasada. La Academia Americana de Cirugía Cosmética, con sede en Chicago, ha reportado que entre 1990 y 1999 el número de liposucciones se elevó de unas 71 600 a casi 600 000, y las operaciones de aumento de seno ascendieron de casi 42 000 a más de 255 000 al año.[28]

 

Continuemos:

 

La cirugía plástica ha dejado de ser algo prohibido, remoto, exclusivo de la gente pudiente o de las estrellas de cine [...]. Hay [...] factores, personales y sociales, que pueden estar empujando a las mujeres al quirófano. Las buenas noticias son que la gran mayoría de ellas no se está haciendo una cirugía cosmética para complacer a alguien más; se la están haciendo por su propia satisfacción, porque ellas mismas desean cambiar su cuerpo, no porque su novio o su esposo las está obligando a hacerlo. Y ésa es una razón saludable.[29]

 

Considero las afirmaciones anteriores muy llamativas —por decirles de alguna manera—. En primer término, se contradicen con el inicio del artículo, que parece ir justamente en el sentido contrario al que ahora se plantea. En segundo lugar, sostener que hacerse una cirugía plástica por complacerse es “saludable” frente a lo insano que sería hacérsela porque el novio o esposo “la obliga” constituye una “buena noticia” para una mujer me parece una soberana tontería. Dificilísimo resulta —tengo el convencimiento— que en una época como la presente, en que los hombres —desde luego no sin razón— le tienen un gran temor a incomodar —así sea mínimamente— a las féminas, un caballero cualquiera —sin patologías extremas, se entiende— se atreva a “obligar” a su pareja a recurrir a una operación cosmética: yo estoy cierta de que ni siquiera se lo sugeriría, vamos.

El planteamiento básico es lo que —a mi ver— está equivocado: no creo que sea una persona concreta —hombre o mujer, cónyuge o progenitor— quien lleve a otra a modificar su cuerpo, sino que es —como lo he dicho ya reiteradas veces— la sociedad —en su complejidad enorme— la que orilla a los individuos a buscar por todos los medios la consecución de estándares físicos prefigurados —aunque difuminadamente, porque como (otra vez) ya lo he apuntado más arriba ni siquiera es muy claro qué características específicas son las imprescindibles para cumplir con unos requerimientos que no se sabe de dónde surgieron y por qué.

Importa mucho decir al respecto que la opacidad del ideal social de belleza de hoy, a que continuamente he venido haciendo referencia, no es —pese a la impresión que se pudiera tener— una casualidad: es cuidadoso resultado de campañas de mercadotecnia que evitan detenidamente dar por hecho que un modelo en especial es el que hay que seguir. Muy por el contrario, de lo que se trata —precisamente— es de que se esté en libertad total de cambiar tal modelo periódicamente, con el fin —obvio— de lograr ventas más cuantiosas como resultado del frenético deseo de las personas de lograr alcanzar el ideal en boga.

Pero veamos qué piensa la colaboradora de la revista en cuestión acerca de los motivos que puede haber para llegar a hacerse una cirugía plástica.

       

¿Y por qué quieren [las mujeres] cambiar su cuerpo? En esto pueden influir muchas razones, desde una enfermedad y un divorcio hasta la necesidad de acelerar sus carreras; sin embargo, algunos expertos aseguran que en la raíz de todo este fenómeno se encuentran los mensajes culturales con los que las mujeres son bombardeadas a diario: esa búsqueda obsesiva de la perfección que ha permeado la sociedad moderna; ese montón de modelos delgadas como hilos y con un busto despampanante; ese desfile de actrices jóvenes que de la noche a la mañana les crecen los pechos, y esas muchas otras estrellas que por más que pasen los años, no muestran ni una sola marca de vejez. En cuanto las ves, te preguntas: ¿belleza natural o excelente cirugía cosmética? Y como al final casi siempre terminas pensando que detrás de tanta perfección sólo puede estar el bisturí, la posibilidad de por qué no probarlo tú también resulta deliciosamente tentadora.[30]

 

¡Y hay más!

 

Hay quienes dicen que hasta el propio feminismo pudiera tener su pizca de responsabilidad en todo esto... Porque, ¿cómo es posible que una mujer que puede llegar a ser todo lo que se proponga (astronauta, soldado, pelotera) no pueda esculpir su cuerpo de la forma en que lo prefiera?[31]

 

De extremado interés para mi tema es lo que sigue.

 

Las preferencias son bastante fáciles de adivinar. Según el Dr. Suárez-Menéndez, él puede predecir, a partir de la edad de la paciente, el procedimiento cosmético que va a elegir [...]. Pero algunos cirujanos plásticos no sólo pudieran predecir el procedimiento cosmético que una mujer va a elegir, sino que hasta pudieran adivinar cuáles son, exactamente, los senos, la nariz o el abdomen que esa mujer anda buscando.[32]

 

Alarmante le parece a quien escribe las líneas anteriores lo que a continuación se expresa.

 

Hasta las adolescentes están acudiendo al bisturí. En sus más de veinte años de experiencia [un cirujano plástico de Miami]  recuerda haber operado a muchas jovencitas cuyos padres les pagaban una cirugía de nariz como regalo de cumpleaños o de graduación [...]. De acuerdo con las estadísticas de la Sociedad Americana de Cirujanos Plásticos y Reconstructivos, el año pasado, en los Estados Unidos, se practicaron unos 25 000 procedimientos cosméticos en adolescentes. Es decir, que una chica de 18 años quizás no pueda ordenar un trago, pero sí puede ordenar unos senos grandes [...]. En esta temprana insatisfacción corporal, además de los mensajes culturales también pudiera tener mucho que ver la propia familia. Las chicas que crecen al lado de madres que se empeñan en ser perfectas, que pretenden envejecer sin una sola huella, y muchas de las cuales ya se han hecho no una, sino varias cirugías, pueden acabar convenciéndose de que a menos que tengan ese cuerpo perfecto que sólo puede ser obra del bisturí, no podrán tener éxito en la vida.[33]

 

Es significativo el hecho de que el artículo que he venido citando termina recomendando algunas cosas que —inexplicablemente, como se verá— se pueden hacer para “evitar, o retardar, la cirugía cosmética”,[34] tales como usar protector solar, recurrir a cremas para el rostro y el cuerpo, visitar “un spa clínico de vez en cuando –el concepto más vanguardista dentro del terreno de la medicina cosmética”,[35] ¡y beber mucha agua!

Me interesa dejar muy en claro que no hago mención de lo anterior con el fin de poner en evidencia las contradicciones e inconsistencias de las revistas de modas —no es mi tarea y además me resultaría vergonzosamente sencillo hacerlo—, sino para poner de manifiesto que en un ámbito que tiene un interés muy particular en el tema de la perfección —y empleo esta palabra porque se usa innumerables veces en el artículo antecitado— corporal como es precisamente el de las revistas de belleza no se tiene una idea concreta y transparente del asunto en cuestión —sin duda por las razones mercadotécnicas de que arriba hablé—, de ahí lo confuso y ambiguo de la manera de abordarlo —que desde luego se refleja incluso en la redacción misma del escrito, como es posible observar prístinamente.

Unido al tema de la cirugía plástica está, indudablemente, el de los trastornos de la alimentación, cuestiones ambas que se relacionan muy cercanamente con los asuntos que hasta ahora vengo tratando: la sobrevaloración del cuerpo y el abuso físico. Es de importancia evidenciar que en los dos casos son las normas sociales —indefinidas pero inexorables— ya interiorizadas —que es como más eficaces resultan— lo que conduce a las personas a infligirse sufrimientos físicos innumerables y peligrosos.

Veamos lo que opinan los especialistas en problemas alimenticios.

 

Las raíces sociales del crescendo epidémico de la anorexia-bulimia se pueden conectar con la definición [...] del núcleo de sufrimiento básico en la vida de estas muchachas: un profundo sentimiento de inadecuación (“sentir un defecto en sí mismas”).

[...] semejante angustia las hace sentirse impotentes, superadas y, por tanto, pasivas, y como advierten un gran alivio al invertir esta constelación de sentimientos gracias al movimiento activo permitido por la concreción del malestar en algo bien definido (el peso excesivo, las caderas demasiado anchas, etc.), con el efecto antidepresivo inmediato permitido por la experiencia de la dieta, [pues siguen adelante sin detenerse]. Este movimiento defensivo sólo es posible en una cultura donde “lo delgado es bello”. No es casual que en aquellas culturas tradicionales del Tercer Mundo donde “lo gordo es bello” (véase los países árabes en los sectores aún no occidentalizados, la mayor parte de África y una parte, en disminución, de Asia) la anorexia no puede existir. Por el contrario, nuestras chicas occidentales de altura medio-alta, cuando comienzan a bajar de los cincuenta y cinco-sesenta kilos a los cuarenta y cinco, son socialmente muy apreciadas. Ésta es la “luna de miel” de la anorexia.[36]

 

Dejemos aquí este delicado asunto y vayamos ahora al caso de la violencia intrafamiliar, que —como consecuencia de lo ya dicho— es lo que corresponde tratar en este momento. Es bueno tomar en cuenta lo que opinan Reynaldo Perrone y Martine Nannini acerca de que lo que ellos llaman “organización relacional de la violencia”, en que el “consenso” al que la víctima y el victimario llegan “opera en este nivel bipersonal pero tiene raíces individuales, ya que se apoya sobre la imagen negativa y frágil que cada uno tiene de sí”.[37]

 En efecto, los mismos autores hacen alusión a frases como “No sirvo para nada...”, o “No me merezco nada¼”, con la que revelan claramente su baja autoestima las mujeres que “justifican las palizas que reciben por la idea negativa que tienen de sí mismas”.[38] No solamente quienes son golpeados se piensan deficientes o inadecuados, lo mismo —se dijo ya— hacen los que golpean: al respecto Donald Dutton hace referencia, como ejemplo, al jugador de futbol americano O. J. Simpson —quien “poco a poco se reinventó a sí mismo, dejando de lado el modo de hablar propio de los negros y abandonando a su mujer negra por una mujer blanca de cabellos rubios”—. Y en verdad es interesante el caso de este hombre y de la belleza a quien conquistó, aunque no fuera para otra cosa que para "reformarla" —y para que ella le permitiera hacerlo, siguiendo fielmente la línea de lo que se dice aquí—: “el moldeamiento de Nicole por O. J. comenzó cuando ella tenía 17 años. O. J. estaba obsesionado por el aspecto físico de su mujer, le decía cosas desagradables por haber engordado mucho durante su embarazo e insistía en que recurriera a la cirugía estética para aumentar el tamaño de sus senos”.[39] Viene a cuento decir que él sí que se atrevía a proponer una intervención estética, a diferencia de lo que líneas arriba dije yo que no era posible. Recuérdese, sin embargo, que cuidadosamente anoté la excepción de cuando hay en el hombre en cuestión "patologías extremas": en última instancia, no podemos dejar de lado que Nicole Simpson acabó muerta y O. J. juzgado por homicidio —aunque exonerado del cargo por (a mi ver) evidentes razones políticas.

Pero regresemos a lo que antes se decía. Anota también el mismo autor que las personas que pegan “encubren o disimulan cualquier cosa, desde un acento ‘de clase baja’ hasta la identidad racial, con tal de eludir la vergüenza”,[40] que —desde luego— proviene de una autoestima baja que conlleva una idea negativa de sí mismo.

No puedo dejar de aclarar en este punto que si bien hay una muy generalizada creencia de que los golpeadores son siempre hombres y las golpeadas son siempre mujeres las cosas no son —ni lejanamente— así: muchísimos más miembros del sexo masculino de lo que se imagina son víctimas de los reiterados ataques de furia —en general productos de la histeria— de sus parejas femeninas. Sólo que en este caso no resulta suficientemente compensatorio —a manera de la obtención de lástima o de protección— revelar el suceso, por lo que —muy al contrario— se le oculta rigurosamente, ya que no encaja convenientemente en un sistema de creencias en que el hombre es físicamente fuerte y emocionalmente invulnerable, además de encarnar a la figura conductora del grupo familiar. Bastante más podría decir al respecto, pero me conformaré con señalar que la inadecuación de los hombres golpeados —el motivo, pues, por el que se les maltrata así— consiste casi siempre en deficiencias en el terreno de la obtención de bienes más que en el de la belleza física —aunque no puedo dejar de lado el hecho de que en las generaciones más jóvenes se puede ya observar claramente el fenómeno de que una mujer critique sistemáticamente el aspecto de su compañero.

En fin, el caso es que “un sistema de creencias es más que un modelo del mundo, ya que supone haber integrado en su mapa un orden del mundo establecido por las generaciones precedentes, el que por otra parte resulta compatible con la propia clave personal de decodificación. Cuando el conjunto de las experiencias vividas por sí mismos y por los otros a lo largo de muchas generaciones se articula de modo coherente y funcional, constituye un sistema de creencias al que la persona se atiene y del que se vale para actuar [...] Las guerras, las persecuciones, la intolerancia son expresiones crueles de la barbarie del hombre, consecuencias de la rigidez de los sistemas de creencias incapaces de operar síntesis y acomodaciones creativas”.[41]

Terminaré esta exposición con una breve cita de Mara Selvini y sus colaboradores: “O esta crisis evoluciona por sí misma [...], o deberán ponerse en movimiento investigadores y pensadores de distintas competencias, interesados en una larga, dificilísima y fascinante empresa”.[42]

 

 

 

 

[1] Paul Watzlawick, ¿Es real la realidad?, Herder, Barcelona, 1994, p. 13.

[2] Nancy Etcoff, La supervivencia de los más guapos. La ciencia de la belleza, Debate, Madrid, 2000, p. 26.

[3] Ernst J. Görlich, Historia del mundo, Martínez  Roca, Barcelona, 1967, p. 17.

[4] Judith Rodin, Las trampas del cuerpo, Paidós, Barcelona, 1993, p. 16.

[5] Ibid., p. 16.

[6] T. Berry Brazelton y Bertrand G. Cramer, La relación más temprana. Padres, bebés y el drama del apego inicial, Barcelona, Paidós, 1993, p. 50.

[7] Ibid., p. 61.

 

[8] Ibid., pp. 234-235.

[9] Ibid., p. 83.

[10] Ibid., p. 224.

[11] Ibid., p. 306.

[12] Elisabeth Kübler Ross, Los niños y la muerte, Luciérnaga, Barcelona, 1992, pp. 34-35.

[13] Penelope Leach, Los niños, primero. Todo lo que deberíamos hacer (y no hacemos) por los niños de hoy, Paidós, Barcelona, 1995, p. 17.

[14] Ibid., p. 27.

[15] Nancy Etcoff, op cit, p. 15.

[16] Viene, sin embargo, al caso la cita que de Gloria Steinem hace Donald Dutton acerca de que “un pedestal tiene tanto de prisión como cualquier otro espacio reducido” (Donald G. Dutton y Susan K. Golant, El golpeador. Un perfil psicológico, Paidós, Buenos Aires, 1997, p. 128).

[17] Nancy Etcoff, op cit, p. 15.

[18] Ibid., p. 45.

[19] Idem.

[20] Stefano Cirillo y Paola Di Blasio, Niños maltratados. Diagnóstico y terapia familiar, Paidós, Barcelona, 1991, p. 100.

[21] Peter Maher (coord.), El abuso contra los niños. La perspectiva de los educadores, Grijalbo, México, 1990, p.  233.

[22] Diana Sullivan Everstine y Louis Everstine, El sexo que se calla. Dinámica y tratamiento del abuso y traumas sexuales en niños y adolescentes, Pax, México, 1997, p. V.

[23] Peter Maher (coord.), op cit, p. 255.

[24] Ibid., p. 254.

[25] Ibid., p. 255.

[26] Nancy Etcoff, op cit, pp. 18-19.

[27] Judith Rodin, op cit, p. 17.

[28] María L. Caula, “¿Por qué tantas mujeres acuden a la cirugía plástica?”, Cosmopolitan de México, año 28, número 7, julio del 2000, p. 80.

[29] Idem.

[30] Ibid., pp. 80-81.

[31] Ibid., p. 81.

[32] Ibid., p. 82.

[33] Ibid., pp. 82-83.

[34] Ibid., p. 83.

[35] Idem.

[36] Mara Selvini Palazzoli et al., Muchachas anoréxicas y bulímicas, Paidós, Barcelona, 1999, p. 211

[37] Reynaldo Perrone y Martine Nannini, Violencia y abusos sexuales en la familia. Un abordaje sistémico y comunicacional, Paidós, México, 1997, p. 41)

[38] Ibid., p. 41.

[39] G. Dutton y Susan K. Golant, op cit, p. 40.

[40] Ibid., p. 110.

[41] Reynaldo Perrone y Martine Nannini, op cit, pp. 50-51.

[42] Mara Selvini Palazzoli et al., op cit, p. 230.