EL PARIETAL DE CHOMSKY (COMUNICACIÓN Y LENGUAJE)
La lectura durante la Alta Edad Media | Una visión que no puede olvidar a la literatura
Mónica Muñoz Muñoz
He de ser sincera: durante los años de educación básica, la Edad Media fue para mí sólo una época que existía en las historietas, una época mágica a la que —como cualquier niño— habría saltado sin ningún titubeo para entrar físicamente en ella, si aquellos populares cuentos clásicos se hubieran convertido, después de la primera página, en un mundo tridimensional donde se permitiera vivir a los ambiciosos de la fantasía. Ah, entonces sí habría conocido a Rapunzel y habría comprobado si desde su torre hubiera podido salvar a los pitufos del las católicas maldades de Gargamel; quizá también habría encontrado la fuente de la juventud que ni el mismo Merlín conocía y seguramente me habría dejado seducir –después de algunos años, claro– por algún caballero de la Mesa Redonda, tan inteligente como para domesticar a algún dragón antes de que cualquier otro anti-ecologista lo eliminara, por los siglos de los siglos, de la faz de la tierra.
Poco a poco dichas historias medievales dejaron de representarse a través de dibujos en el papel; no con pocas dificultades tuve que leer El Mio Cid en la preparatoria, después de eso olvidé “por oscura, fanática e irracional” a la Edad Media. Aún faltaban cuatro años para que llegara el cuarto semestre de la licenciatura con el temido curso de Literatura Medieval Europea. Y ahí sí, la fantasía y las ideas se pusieron de acuerdo para renovar el prestigio del medioevo ante mí, en realidad fue muy fácil, Sir Gawien y el caballero verde se encargaron de conquistarme en la primer batalla con la ayuda de Eirik el rojo, mientras Tristán e Isolda conseguían mi complicidad para sus amores y la vida plena me invitaba un trago en las primeras páginas de Carmina Burana. La cima llegó con Sendebar o el libro de los engaños de las mujeres que intentó aleccionarme para poder vivir los placeres –sin importar las creencias o el hábito– como en el Decamerón. Luego los Cuentos de Canterbury sacaron de mí el buen humor, que quedó en el mutismo cuando a través de la mirada de Bajtin interpreté el mundo medieval de las aventuras de Gargantúa y Pantagruel.
Vaya, qué delicia de Edad Media, quedaba ante mí no sólo reivindicada y favorecida sino como reina que dio permiso a la ruptura pero también a la continuidad con la Edad Antigua para que pudiera existir –diez siglos después– (o menos o más, dependiendo del historiador que se consulte) el mundo moderno.
Segueta, cuchillo o picahielo en mano se dice, del siglo V al XV, diez siglos —piensa uno—. Pero si se usan los dedos resultan 11 siglos. Entonces vayamos a fechas más precisas: del 406 (invasiones) a 1492 (descubrimiento de América) o bien de 476 (“Odoacro destrona a Rómulo Augústulo, Roma, y gobierna a Italia sin elegir a ningún otro emperador de Occidente”[1]) a 1453 (caída de Constantinopla, hoy Estambul, en el poder de los Turcos). En un caso nos sobra y en el otro nos falta para el milenio (…) es imposible encerrar una Edad en un milenio, mucho más si coincidimos en que algunas de sus prácticas aún están vivas. En esta maraña, optaremos, me pongo metódico, por la propuesta de Romero[2]: Temprana Edad Media (“de la época de las invasiones a la disolución del imperio carolingio”[3]), Alta Edad Media (desde la disolución del Imperio carolingio hasta la crisis del orden medieval —en la segunda mitad del siglo XIII—[4] y Baja Edad Media (“desde que se anuncia la crisis del orden medieval —en la segunda mitad del siglo XIII— hasta las postrimerías del siglo XV”[5] ).[6]
Algunos la llaman la noche de los mil años, pero gran paradoja: fue una noche muy lúcida, ya que en ella se delinearon los países en el viejo continente, nacieron las universidades, se reforzó la religión cuyos principios (y quizá sus prácticas) aún permanecen en gran parte del mundo occidental, además de que en ella se conformaron las lenguas romances. A pesar del poderío del latín bajo los hábitos del cristianismo, las nuevas lenguas supieron encontrar un lugar para decir y pensar lo que ante los ojos del cristianismo no estaba bien visto. Sorpresa. La Edad Media también es símbolo de avance, de integración, de libertad. “Estudios recientes nos dicen que la vida del pueblo en la Edad Media tenía un buen número de transgresiones, motivo de carnavales y risa. Dichas libertades no dejan de asombrarnos, porque son más abiertas que muchas de nuestras moralinas costumbres; (8.) Si la Edad Media engendra el Santo Oficio, también propicia la herejía, la ruptura del orden imperante.”[7]
Fueron los hombres de los siglos XVI y XVII quienes hablaron con desdén de la época medieval, antes de que el Romanticismo hiciera una revaloración de la misma. Uno de los principales ataques de los renacentistas, devotos de las lenguas clásicas, consistía en que durante esa oscura edad de mil años, la lengua fue “bárbara” y “vulgar”, pero fue precisamente eso lo que permitió que nacieran las lenguas romances. Y el latín, lejos de verse opacado o medrado se convirtió en la lengua del poder por lo que tuvo que adquirir un progreso estilístico, además de establecer eficientes convenciones como los signos de puntuación.
Según Sebastiá Serrano[8] durante el medioevo debemos considerar que el latín no era únicamente la lengua de la liturgia sino también la de la diplomacia y de la cultura por lo que —lejos de ser desprestigiada— tal lengua “clásica” manifestaba un estatus de poder y valoración. El lingüista español afirma que el interés por el “arte del lenguaje”, incluía a la lógica, la gramática y la retórica.
Malcom Parkes destaca en “La Alta Edad Media” el papel de la gramática bajo cuatro funciones, heredadas precisamente de la Antigüedad; lectio, proceso por el cual el lector tenía que descifrar el texto; emendatio, el lector corregía, “mejoraba”, el texto; explanatio, el lector interpretaba el contenido del texto; además del iudicium, proceso por el se valoraban las cualidades estéticas, las virtudes morales o filosóficas de un texto.
Así, Parkes destaca y analiza el proceso de lectura que está inscrito al poder y a la idea del cristianismo. Si se seguía el corpus de conocimientos gramaticales creados por la Antigüedad era porque con tales normas estaba escrita la palabra de Dios y –por lo tanto– las diferencias lingüísticas entre una región y otra eran una consecuencia de la Torre de Babel. Utilizar la gramática para descifrar las Escrituras dio como consecuencia que la educación religiosa y literaria estuvieran muy unidas, sin embargo se trataba de esos trozos de literatura que –por lo menos en mi opinión– no seducen igual al lector, porque esos sí podrían asemejarse más fácilmente a la historia tradicional de la que dicen fue sólo una edad de paso. Lo que me conquistó de la Edad Media fue precisamente esa literatura que podríamos llamar “pagana”. ¿Ustedes disfrutarían lo mismo leyendo textos que abogaran por la salvación de su alma, como las vidas de santos –por ejemplo– que leyendo o escuchando historias como la del Beowulf o la de algún lai bretón?, yo ni siquiera siendo un lector (o un oyente) de la Edad Media lo habría hecho, mucho menos siendo un lector contemporáneo. Y eso que por mí corre una vasta educación religiosa que siendo sincera comenzó a convertirse en exangüe debido a… lo saben ya.
Dentro de los beneficios del Medioevo encontramos el florecimiento de la lectura silenciosa, cuyo objetivo principal era comprender el texto adecuadamente; la lectura en voz alta sobrevivió en la liturgia y –de alguna manera– se regocija hasta nuestros días de manera especial dentro de los templos, como herencia fiel de la “la noche de los mil años”.
Según Malcom Parkes durante la Edad Media la palabra escrita tomó una dimensión especial porque comenzó a ser tomada como “substancia” en sí misma. “Si en el siglo IV san Agustín consideraba las letras como símbolos de los sonidos, y los sonidos como símbolos de las cosas que pensamos, en el siglo VII san Isidoro consideraba las letras como símbolos sin sonidos que tienen la capacidad de transmitirnos en silencio (sine voce) los pensamientos de quienes están ausentes.”[9]
Recordando a Havelock[10] pregunto, ¿qué significó para el hombre medieval conceder tanta importancia a la palabra escrita? Tal vez significó el dominio de la fe, la convivencia armoniosa con la fugacidad de la palabra oral y con la memoria finita de los mortales, quizá también la oportunidad de detenerse y analizar con ángulos reflexivos lo que guiaba la vida: eso que antes era fugaz por su oralidad y por lo tanto inescrutable; seguramente también significó la posibilidad de transmitir las ideas más allá del tiempo y del lugar.
Sin embargo hay una parte de este “respeto a la escritura” que Malcom Parkers no consigna, me refiero a los palimsestos que según Svend Dahl en La historia del libro, fueron producidos durante la contrastante Edad Media, cuando el material para escribir escaseó. Recordemos que palimsesto significa “raspado de nuevo”. ¿Cómo decidieron los escritores medievales borrar lo que los antiguos habían plasmado? ¿Cómo se atrevieron a que sus palabras reemplazaran a las de otros en un mismo papel? Y cómo el tiempo los contradice, sacando a la luz, a través de diferentes técnicas modernas lo que ellos en su tiempo se atrevieron a raspar, a borrar, a condenar al olvido. Seguramente porque tenían la convicción de que su razón para escribir era poderosa –incluso bajo nuestros ojos–: conservar y difundir “la voluntad de Dios” por escrito.
Así, la escritura fue convirtiéndose en un sistema eficaz durante la época medieval, las palabras dejaron de escribirse unas junto a otras, las pausas tomaron significado con lo cual surgieron los signos de puntuación; empezaron a distinguirse las palabras de otro autor en un texto y comenzó así el uso de letras mayúsculas y minúsculas, conformándose poco a poco una gramática más amplia y por lo mismo una escritura mucho más legible.
Malcom Parkers concuerda con Sebastiá Serrano sobre la importancia de la retórica en el mundo medieval. Sin embargo, para Parkers las figuras retóricas tenían siempre una interpretación cristiana al grado de que San Agustín consideraba la alegoría como un don del Espíritu Santo para estimular nuestro entendimiento y –por lo tanto– los sentidos de las Escrituras debían estar dados en el mismo tenor que el de los Padres de la Iglesia, únicamente lectores y feligreses avezados –como Juan Escoto– solían encontrar un argumento capaz de despegarse de la tradición. “En primer lugar, cualquier pasaje de la Biblia que no haga referencia a la honestidad de la moral o la autenticidad de la fe ha de interpretarse en sentido figurado. En segundo lugar, en tales interpretaciones hay que observar estrictamente la regla de que todas las interpretaciones han de estar en consonancia con la fe verdadera. En definitiva, cada palabra o frase contiene alimento para el alma.”[11]
Sebastiá Serrano resalta la figura de Pedro Abelardo, Santo Tomás de Aquino y Guillermo de Okham como estudiosos del lenguaje, fue el último quien estableció los cimientos de la semiótica presentando “lo universal como un signo que no es una imagen de algo existente, ni esencia, forma o sustancia de las cosas; como algo que no existe formalmente en la realidad, sino que es una manera de hacer inteligible esa realidad”[12]. Quizá pueda estar en esta cita del autor de El lujo del lenguaje la respuesta al por qué de la heterogeneidad de las lecturas e interpretaciones cristianas de la Edad Media, después de todo tal religión buscó y encontró a su manera respuestas universales que de acuerdo a las de Okham le hicieron inteligible el mundo. Sin embargo, dejo a su consideración el juicio de que aquella literatura pagana tenía también el toque de la universalidad, no en vano es capaz de seducir al lector contemporáneo.
[1] Isaac Asimov, La Alta Edad Media. Las edades oscuras, Alianza, México, 1989, p. 952.
[2] José Luis Romero, La Edad Media, FCE, México, 1987, p. 9.
[3] Ibid., p. 105.
[4] Ibid., p. 141.
[5] Isaac Asimov, Idem.
[6] Alejandro García, “Edad Media: el milenio inconcluso”, texto inédito., p. 13. Malcom Parkes en “La Alta Edad Media”, en Historia de la lectura en el mundo occidental, también utiliza dicha periodización.
[7] Ibid., p. 18.
[8] Sebastià Serrano, La lingüística, Montesinos, Barcelona, 1983, p. 31.
[9] Malcom Parkes “La Alta Edad Media”, en Historia de la lectura en el mundo occidental, de Guglielmo Cavallo y Roger Chartier, Taurus, México, 2006, p. 147.
[10] Erick A, Havelock, La musa aprende a escribir, Paidós, México, 1996.
[11] Malcom Parkes, op. cit., p. 155.
[12] Sebastiá Serrano, op. cit., p. 138.