La petite mort

Eduardo Santiago Rocha Orozco

La luz color ámbar atravesando la persiana, en la negrura de la habitación, una serie de líneas horizontales pintadas sobre el muro; un amarillo saturado que en cualquier momento podría apagarse exterminando una atmósfera baldía para dejar sólo la negrura espesa de la nada. Un ruido abrupto, es la puerta del departamento. Un par se interna en el cuarto dejando tras de sí las risas, pues, adentro sólo hay susurros y silencio; del mismo modo, se deshacen de las apariencias, tras la puerta están los semblantes revelados y no obstante parecen satisfechos, les basta con percibir las líneas insinuadas de esa faz que recién se dignan a reconocer, él el rostro de ella y viceversa. Los ojos brillan y se ven inmersos en una charla de sobreentendidos: no tiene que decir “tómame”, él lo ha hecho sin que se lo ordenen. Nadie dijo “desnúdate” pero ella así lo ha hecho y, una a una, las prendas han quedado fuera.

No lo han notado pero un zumbido llena la habitación, es un ruido apenas audible, lo suficiente como para ser molesto, un continuo y monótono sonido parecido al vuelo de un mosquito. ¿De dónde proviene?, del mismo lugar que la luz color ámbar, del deficiente alumbrado público, de un foco moribundo. El ruido aumenta, la escaza iluminación se va y regresa en apenas un instante, pero a ellos eso parece no importarles, siguen en lo suyo, abrazados, confundiendo sus siluetas y dando vida a una bestia cuadrúpeda y ciega que camina con torpeza para derrumbarse sobre la cama.

No hay prisa, ambos se toman su tiempo como si todo se tratara de un juego o más bien un ritual, algo serio cuya mayor regla consiste en hacer las cosas bien, de acuerdo a un protocolo en el que ya son veteranos. Un encuentro y nada más, esa es la meta, la experiencia única e irrepetible de un momento que se extiende hasta dónde es posible; algo que él llama “el gran final postergado”.  

Todo se da sin ningún error. Los deseos de ambos se van saciando cada uno por su lado y ninguno se pregunta por lo que piensa el otro, les tiene sin cuidado ignorarlo porque no les interesa. Todo se trata del aquí y el ahora, nada hay más importante que una lucha continua por retrasarse en el curso a la meta. Las manos contienen su arrastre en la piel, los labios se desvían apenas bordean los límites de una zona con ansias de ser besada. Pese al arrebato de la escena, hay frialdad tras cada movimiento, una estrategia para acallar un apetito que a ambos los consume y les pone a prueba.

Es fácil dejarse llevar, acabando con todo en un instante: el permitir que la sangre corra desde el inicio, terminar con el otro para marcharse como si nada hubiese pasado, a fin de cuentas, para él ella es una más en la lista de anónimas; sólo una mujer apenas alta, caucásica y castaña, nada con lo que no haya compartido la cama, sin embargo se contiene, él sabe bien que al final no quedará nada de ella, ni siquiera una verdadera memoria, ella se perderá entre una docena de siluetas iguales y por ello lo hace todo con cautela, no para poder recordarla sino porque para él esto es un ritual, una celebración cíclica que concluye  inminente cuando debe ser y no antes.

Él bien podría fornicar mil veces con la misma mujer sin darse cuenta, sólo le obsesiona la idea insana de recrear una puesta en escena, con toda la parafernalia de un erotismo árido y trivial, con las coreografías y los diálogos memorizados, sin la belleza espontanea de una vivencia fugaz e improvisada: “vámonos de aquí”, el seductor eufemismo con el que consigue atraer una mujer a su departamento. Cada que una extraña le sigue el juego, la invita a conocer su lecho y luego ya no más.

Cada una entra y lo envuelve con sus piernas. “¡Sí!”, un susurro afirmando el buen curso del diálogo corporal, sólo eso es para él, una señal que le indica ir más lento conforme cada silencio es más corto y un: “sí” está más cerca de otro. Luego, se hace esas preguntas, las que lo obligan a perderse en sí mismo hasta el punto de convertirse en una cosa insensible que se mueve por pura inercia:

—Ella es de mi agrado, pero ¿en algún momento será capaz de causarme asco?— “Sí”, pronuncia con dificultad la mujer. —En conjunto, su cuerpo me parece bello, pero y si lo dividiera en partes, ¿esos fragmentos aislados mantendrían su hermosura?, ¿o será acaso que la estética se ve sustentada por el presupuesto de una simetría en el todo?— “¡Sí!”, dubitativo chillido que emana de ella mientras se retuerce.

—¿Acaso nunca podré encontrar en el caos el placer de la contemplación?— “Sí”, una palabra sofocada por la estrechez con la que se aferra. —¿Y qué hay de ella? ¿Si justo ahora le rompiera el cuello, qué sentiría? ¿En medio del éxtasis podría sufrir de súbito un gran dolor?, ¿o el curso de sus percepciones se mantendría ecuánime, haciendo caso omiso de un estímulo secundario que, al final, no dejará secuela  debido a que ya estaría muerta? —“Sí”, le susurra al oído.

Afuera sigue el bombillo, aún no se digna en acabar de fundirse, continúa luchando a pesar de que ya no tiene nada que ofrecer. La luz desaparece un par de segundos y un destello repentino corta la profundidad de lo oscuro, todo para esfumarse y regresar otra vez, si es que el destino le permite a ese foco brillar nuevamente. Sigue zumbando el alumbrado público, es el ruido inclemente de la electricidad corriendo por los cables de alta tensión. De pronto, él presta atención al sonido, le es imposible ignorarlo luego de que ha perdido el interés por su acompañante; es la noche lo que le incita a perderse escuchando esa estela sonora de una energía corriente. Se siente fuera de sí, sin preguntas que le acongojen, pues sabe bien que el momento se acerca, lo percibe en la cara de su compañera de cama, pronto ha de confrontar las cuestiones que le obsesionan y si tiene suerte, al final tendrá la respuesta de una de ellas.

De pronto le viene la imagen de un insecto, una criatura que no alcanza distinguir. El zumbido se hace más fuerte y paralelo a esto, la imagen de ese bicho se vuelve más recurrente. Una breve noción le permite reconocer que su inconsciente está jugando  a las asociaciones; dos elementos incompatibles de su vida se ven unidos en la imagen de una criatura verde que se alimenta de un semejante mientras lo va desmembrando con sus tenazas.  Es el sonido monótono de electricidad lo que le hace pensar en sabandijas, y es lo que sucederá al final lo que le lleva a visualizar que el insecto debe ser una mantis tragándose a otra.

Las sensaciones despiertan de golpe la memoria, el hoy se confunde con lo pasado reviviendo los momentos en que se topó con la amarga certeza de no encontrar una verdadera satisfacción jamás. Lo descubrió en compañía de una mujer ligera, justo en el momento culminante, cuando irrumpió un insospechado deseo de matar al otro sin una razón aparente, sólo porque hasta entonces no se le había ocurrido preguntarse qué pasaría luego de hacerlo. La culpa no llegó nunca para abrumarlo, sin hacer el menor esfuerzo sobrellevó la ausencia; sin estar consciente, había convertido aquel evento en el tributo expiatorio que buscaba, en última instancia, detonar un descubrimiento, al que sentía aproximarse cada ocasión pero no habiendo conseguido saciar aquella ansia ininteligible y oscura.

Parte por parte, recuerda cada evento; parte por parte, las recuerda  a todas ellas, en medio de la sangre coagulada y los restos en peligro de entrar en descomposición, mientras en algún lugar las moscas revoloteando para hacerse un festín a salud de la muerte; de nuevo el sonido asociándole insectos. 

El ruido creciente empieza a estremecerlo mientras siegue abrazado a ella, ve proyectada la sombra de dos cuerpos ocultos tras una persiana entreabierta. La luz intermitente, lapsos de luz débil y oscuridad profunda intercaladas en duraciones aleatorias. En el aire se percibe la tensión de las cosas que adolecen por la certeza de su brevedad: la luz que no termina de apagarse, el hombre retrasando el fluir de su esperma; la mujer que intenta dilatar cada instante, también retrasando el punto en que el apetito encuentre sosiego. Él la ve respirar con avidez, satisfecha por el simple hecho de estar viva, tal como si fuera consciente de que, al final, muchas cosas deberán morir.

La imagen de ambos sobre el muro se va borrando y aparece con menos frecuencia. La luz se va. Mientras, la imagen de la mantis mordiendo la cabeza de su cónyuge se va haciendo más presente, los ruidos se van sofocando y el deseo de matarla también. De pronto el furor se extingue y la fuerza con la que se aferraba de ella se pierde, está rendido sobre ella. La luz vuelve. Sobre la pared la imagen del cuerpo inerte del hombre se va deslizando en el torso de la mujer, se mueve con pesadez, por la lentitud pareciera que algo lo arrastra. La luz se apaga. En los pensamientos del hombre la secuencia, demencialmente constante, del insecto que devoró a otro por partes. Sólo por un momento alcanza a hacer empatía con la presa, cuando apenas se ve insinuado que ha llegado el momento de la entrega. Llega la ruptura abrupta, en la que ni siquiera se ha podido dejar de sentir el orgasmo y ya existe una razón para sentir miedo y dolor. Ahora una de sus tantas preguntas se le ha contestado.

En silencio, él no hizo más que ver la cara complacida de su compañera. Antes de irse de nuevo la luz, da un vistazo a la pared para perderse con la visión del cómo su cuerpo se va internando en la entrepierna de aquella mujer. Se ilumina la habitación por última vez, antes de dejar todo a oscuras. En la sombra se ve reflejada la última parte del hombre desapareciendo, una mano rendida hundiéndose sin presura y una mujer complacida tocando su sexo, como quien limpia sus labios después del último bocado.