La fe de Robinson Crusoe

María Guadalupe Santos González

 

A veces deseo un largo viaje, lejano, fuera de lo común; pero sobre todo lleno de aventura, digno de recordar. Cuando la desesperación me invade, imagino desaparecer del mundo, no saber de nada ni de nadie. Deseo liberarme del hastío que me causa la monotonía de la vida, del ir y venir por el mismo camino, recorrer las mismas fachadas desteñidas y a punto de la ruina, de tratar con los mismos rostros llenos de cansancio por el trabajo, disfrazados con una sonrisa que más que alegría refleja el fastidio por tratar de ocultar lo que el resto de la gente no quiere ver: el aburrimiento por la rutina. Cada mañana veo a esas mujeres que tras el maquillaje mal aplicado tratan de esconder las huellas que les ha dejado la doble batalla de cada día, el trabajo fuera de casa y el cuidado de los hijos y, por si fuera poco, el cuidado del compañero de cama.

¿Por qué no simplemente me libero de todas esas cargas ajenas que pesan sobre mí? Sería más fácil crear mi mundo dentro de este mundo, a que en verdad desapareciera o me fuera en ese largo viaje del cual no tengo la certeza de que sea mejor. No seré un Robinson Crusoe, que por tener un alma aventurera termina en la derrota y en el desasosiego y que, desdeñando los consejos de sus padres se lanza a la aventura en la primera oportunidad. No, preferible vivir en mundo que me ha tocado, al fin y al cabo que cuando quiera desaparecer, tomaré un libro y me prepararé para ese periplo que no hace necesario salir de casa o desaparecer de este mundo para poder desplazarme. Me bastará solamente con deslizarme sobre sus páginas para cambiar de mundo.

Robinson Crusoe es la obra más famosa de Daniel Defoe (1660-1731). Fue publicada en 1719 y está considerada como la primera novela inglesa y la primera también, por lo menos, de la Modernidad. Constituye un clásico además un clásico dentro de la literatura de aventuras y de viaje. Aquí se puede relacionar incluso son la Odisea. Narra la vida de un joven que desde temprana edad siente la necesidad de salir de su casa y de su medio. No consigue el consentimiento de sus padres, pues saben que su vida y su bienestar están en peligro. Ignora los consejos paternales atraído por la fuerza de su alma ávida de novedades. Cuando fracasa recuerda las advertencias, pero el espíritu de la época lo llama y emprende de nueva cuenta el viaje. La Providencia parece protegerlo.

No siempre la fortuna la acompaña y naufraga. Va a parar a una isla desierta. Esto le hace pensar y temer que morirá. Extraña las enseñanzas de su padre y sus palabras sobre lo que habría de hacer al estar solo y sin ayuda. El momento había llegado. Robinson, pese al pesimismo, obtiene los medios para sobrevivir, gracias a lo que rescata del barco en que viajaba y a los recursos que la naturaleza le otorga en abundancia. Se encuentra consigo mismo y en la soledad, con la lectura de la Biblia observamos que no es el mismo, ha crecido. El capitán de un barco inglés lo rescata y regresa a su país.

El amor paternal es tan grande que a veces, cuando la naturaleza se impone, sobrepasa los límites. Son los padres quienes inculcan así el amor hacia la vida de relación. Son ellos los que educan y los que siempre están al pendiente del bienestar de los hijos. Los hijos no siempre corresponden al sentimiento de los padres. Sus ideales llegan a ser contrarios a los que sus padres piensan gobiernan en ellos. Quizás éste sea uno de los motivos de rebeldía que los jóvenes tienen contra las generaciones anteriores. ¿Qué impulsa al hombre a evadir las reglas de conducta y los consejos de los padres? La pregunta queda en el aire.

Un buen ejemplo es el de Robinson Crusoe. Teniendo una vida cómoda y unos padres siempre dispuestos a darle lo necesario, a condición de olvidar esas ideas de aventurarse hacia lo desconocido y poner en riesgo su vida. No logran disuadirlo y en la primera oportunidad se lanza al riesgo : “Cierto día, hallándome en Hull, a donde había ido por casualidad, y sin designio alguno, encontré a uno de mis amigos que iba a partir a Londres en un buque de su padre. Me invitó a acompañarle […] ni siquiera me pasó por imaginación consultarlo con mi familia […] y sin haber solicitado la bendición de mis padres ni implorado la protección del cielo […] salté a bordo de un buque que llevaba carga para Londres.”[1]

¿Qué tan grande es la necesidad que el hombre llega a experimentar hacia algo, que se vuelve capaz de ignorar todos los consejos que le son dados para evitar en lo posible la desgracia? Seguramente esto es lo que sucedió a Robinson, ese grande deseo por viajar, por conocer lugares lejanos; lamentablemente la decisión que toma le trae como resultado el vivir veintiocho años lejos de su hogar. Robinson es la clara imagen de los infortunios, puesto que desde el primer día que decide embarcarse le sucede una serie de acontecimientos que van a marcar su destino, y que pese a que sean una clara advertencia de que debe quedarse del lado de sus padres, es ignorada. Tal vez sea el mismo destino que juega con la vida de las personas a cada instante y que ciega los ojos para que los involucrados no vean lo que es tan evidente.

En los umbrales de los tiempos modernos la voluntad del hombre suele ser muy fuerte, como en esta ocasión, en ocasiones adversas; pero hay todavía algo más allá que le impulsa a tener un carácter fuerte y decisivo: la creencia de que hay un ser poderoso que va a brindarle su reconfortante ayuda en situaciones desesperantes de las que no se espera ya nada más que la desgracia.

Robinson hace mención de quien para él llegó a ser el guía y protector durante su larga estancia en la isla: Dios. Desde que llega a la isla y se ve a salvo piensa en que ha sido gracias a ese Ser Supremo:

 

¡Dios mío! —exclamé—, ¿cómo es posible que haya yo podido llehar hasta tierra?[2]

 

Hay diferentes momentos en los que recurre a Dios, ya sea para culparlo de los malos sucesos que llega a experimentar (porque es tan fácil culpar a alguien de lo malo que nos sucede) o para bendecirlo por los bienes que continuamente da (aunque la mayoría de las veces cuando esto ocurre ni se piensa en Dios, sino en la buena suerte).

Robinson se dirige a la Providencia con gratitud, pues ha sido bondadosa con él, a pesar de estar en un lugar lejano y solitario, sin los recursos necesarios para vivir y más de acuerdo a la vida cómoda de donde viene. Dios le ha dado la posibilidad y los medios para salir adelante y soportar con paciencia el tiempo que Él le quiera tener en ese sitio, al fin de cuentas lo merece por la ingratitud que mostró a sus padres. Crusoe reflexiona y se da cuenta de que ha sido bendecido pese al castigo que merecía por su comportamiento: “Empleé el día en dar humildemente las gracias al cielo por los beneficios infinitos que había dispensado a mi existencia solitaria, sin los cuales hubiera sido muy desgraciado. Entonces empecé a conocer cuán feliz era mi vida actual, con todas sus penosas circunstancias comparada con la vida maldita y miserable que había llevado antes.”[3]  

Dentro de la novela también se pueden vislumbrar numerosos matices de valores, más que nada de enseñanzas, “sirva de ejemplo a aquellos que no disfrutan como deben de los bienes que Dios les ha concedido, porque ambicionan los que no tienen. La aflicción que nos causa lo que no tenemos me parece provenir de la ingratitud que manifestamos por lo que no tenemos”.[4] Muestra sus carencias como ejemplo, para así hacer reflexionar que la mayoría de las personas se quejan por su situación precaria, sin detenerse a pensar que es posible que haya personas en condiciones lamentables y aun así salen adelante.

La continua mención de la Providencia hace notar en el texto un cierto apego a lo religioso, a lo divino, y que cada aventura en la que Robinson se ve en problemas, siempre es la Providencia  la que se hace presente para ayudarlo, por lo que la mala situación se resuelve satisfactoriamente: “Me vino a la memoria aquel pasaje de las Sagradas Escrituras: “’Invócame que yo te libraré y tú me glorificarás’.”[5]

Crusoe está determinado a no dudar más de su suerte porque sabe que con el favor de la Providencia todo ira bien y, efectivamente, la Providencia de Dios está con él aconsejándole, por lo tanto se abandona a ésta. Pero ¿cuánto ha tenido que pasar y qué precio ha tenido que pagar para llegar a ese conocimiento de esta fe hacia Dios? Veintiocho años de su vida han sido necesarios para aprender, conocer y escuchar los designios de Dios “Me hizo reflexionar detenidamente: reconocí sobre todo cuán buena había sido la Providencia con respecto al hombre, imponiendo tan estrechos límites a su saber y previsión. Gracias a esa ceguera permanece sereno y tranquilo con la ignorancia de los sucesos y peligros que le rodean”.[6]

 

Viajar al lado de Robinson Crusoe, vivir con él durante más de veintiocho años transcurridos en algunas páginas, me ha dejado una honda satisfacción, dado que por muy simples que sean sus recomendaciones están llenas de significado que es posible tomar en consideración para una posterior puesta en práctica.

 

 

[1] Daniel Defoe, Robinson Crusoe, Altaya, Londres, 1719, pp. 2-3.

[2] Ibid., p. 24.

[3] Ibid., pp. 57.

[4] Ibid., p. 66.

[5] Ibid.,p. 79.

[6] Ibid., p. 93.