Viajes inesperados
Marcelino Díaz Mares
Si no tienes para qué viajar, lo mejor es no hacerlo. Es como meterse en donde no te llaman y el camino siempre es un misterio. A veces ni siquiera tienes que viajar. A Cirilo lo mató un chofercillo de menos de 18 años que iba conduciendo una camioneta al lado de la carretera, viendo las maniobras en torno a un accidente que lo obligó a bajarse al terraplén y por ir de fisgón no se fijó que se iba contra un tabarete, detrás del cual estaba mi amigo. Se puso allí precisamente para estar a cubierto y nada más sintió el golpe que lo aventó unos cuantos metros y le provocó estallamiento de vísceras y fractura de cráneo. Después el chamaco argumentaba que el culpable era el tabarete o sus dueños porque no lo habían fijado bien al suelo.
En los caminos uno se encuentra amigos y enemigos, aventuras con mujeres buenas y malas, sabe de cosas para espantar al más plantado. De modo que entre mi costal de recuerdos siempre se me vienen dos, y no sé por qué, porque puedo ufanarme de que no me tocaron.
El primero fue allá por una de las curvas de mil cumbres. Traía yo una fordcita y movíamos medicina por los pueblos de Michoacán. Recuerdo que era de madrugada y veníamos bajando y subiendo, subiendo y bajando, dando giros y giros de volante. Mi compañero se dormía, a pesar de que era el encargado de que la mercancía llegara buena y sana. Yo era nada más el chofer. Pero apenas se trepaba al vehículo y ya estaba roncando el hijo de la tostada. No llegamos a ser amigos, pero era mejor llevar algo que se acercaba a la compañía a ir solo por esos caminos donde se pasaban tantas cosas extrañas.
Pues cosa rara, esa madrugada el pelao iba de otro humor, algo se le rebuía en la panza porque hasta locuaz iba. Me platicaba que traía una novia de por Ario de Rosales y que aunque ya se la habían sentenciado los pandilleros del lugar, pues ella lo buscaba y traían ganas de ponerle casa al amor. Yo lo escuchaba porque siempre en carretera lo primero es asentarse en ella y porque uno sabe que nunca está bajo control, y por lo menos de debe establecer una cierta confianza de parte del conductor. Así que subíamos y bajábamos, e íbamos de un lado a otro en cada curva cuando sentí que el tiempo se detenía, que todo era más lento y pensé rápido ya me pegaron y ni cuenta me di, ya me salí de la carretera o ya me dio un infarto y voy con el automático. Pero no, seguía la fordcita en orden, espejeé y todo normal, solitario, pero el tiempo no volvía a normalizarse y mi cuerpo había entrado en tensión, el aviso que tenemos los choferes de que algo viene. Agucé la mirada y bajé la velocidad por cualquier cosa. Dije aquí adelante me van a asaltar, ya me tocó. Tampoco, y los árboles tapaban lo que estaba por llegar. No había manera de detenerse, ni causa, podría ser que estuviera a punto de enfermarme. El caso es que oía como muy lejanas las palabras de mi compañero y sentía que él no notaba el riesgo o mi susto, porque seguía hablando de sus tratos íntimos con la novia.
Salí de una de las curvas sólo entrar a la siguiente y pude ver que abajo estaba un auto atravesado, mordiendo casi medio carril del mío. Las luces prendían y apagaban, pero el capacete ya no estaba. Era un montón de fierros. Para un chofer es fácil captar cuando un auto ya no es lo que era. Había perdido prácticamente la trompa, entre que se la habían hundido y arrancado. Me subió aún más la adrenalina, vi hacia atrás y no veía que corriera peligro de alcance. Puse mis luces intermitentes por si las dudas y seguí a baja velocidad, escuchaba las palabras de alarma de mi compañero y veía de reojo cómo se pegaba al parabrisas como si así pudiera captar lo que se acercaba a nosotros.
Entramos a la curva y sin detenerme pasé estrechamente por lo que dejaba libre el vehículo impactado. Entre el montón de fierros, entre la necesidad de salir sin perderme entre el vacío y los árboles que no permitían calcular la distancia hacia abajo, pude ver lo que quedaba de un hombre. Había perdido la cabeza, sólo era tronco y era difícil salir de allí y fijarse en lo que allí entre los metales aún candentes sucedía. Juro que había un borbotón de sangre sobre lo que era un cuello de camisa, pero no pude más que verlo una vez y seguir, cambiando un poco la perspectiva antes de que la fordcita me llamara a salir de la curva para entrar a la siguiente. Mi compañero aún dice que no era un borbotón de sangre, que era un chorrito hacia arriba, como el de una fuente.
No nos detuvimos, no había mucho que hacer y el miedo se nos prendió un buen rato. Eso sí, yo escuché arriba, quién sabe que tan lejos, entre ese juego de sonidos y ecos, el resoplar de un motor que acaso supiera mejor que nosotros lo que había sucedido y que quién sabe cómo fuera a contarlo o a callarlo.
El otro fue peor, porque yo no tenía qué ir a México. Era tiempo de peregrinaciones y mi compadre Lucio vino de Parral a integrarse a una, pero se descompuso el camión o perdió la corrida. Mi compadre Lucio era bueno para encontrar mujeres generosas en los camiones y no era raro que se quedara una noche por allí a darse un quienvive.
Total que vino y dijo tú me acompañas. Pero hombre, compa, si la peregrinación no debe ir muy lejos, la alcanzas y te integras y me dejas a mí con mis propias broncas. Terco era el hombre, así que allí va Marcelino a la capirucha. Ni el intento hicimos de integrarnos a la peregrinación, yo debía regresar al día siguiente, nada más dábamos gracias, compraba mi compadre algunos recuerdos y para atrás, no fuera a ser que me corrieran del trabajo.
En Querétaro se detuvo el camión un buen rato. Allí andaba una mujer de ojos zarcos a la que mi compadre le puso la mirada encima. Hubo jalón recíproco, si hasta eso y ya se andaban merodeando el uno a la otra, cuando regresó el chofer y emprendimos el camino. Yo hubiera preferido que se quedara, que se llevara la mujer y me permitiera volver, porque así como en la historia anterior algo se me empezó a entripar.
A pesar de que habían dicho que el viaje era directo, el muy tuno del conductor metió pasaje en todos lados y no entregaba boleto. Era para su bolsillo. En San Juan del Rió volvió a las andadas y el pasillo se llenó de personas que empezaron a cabecear apenas salimos de nuevo a carretera. Yo intentaba dormir, pero un gordo desalmado se había decidido a invadir mi descansabrazos con su trasero y entonces yo tuve que invadirle un poco el territorio a mi compadre.
Poco a poco tuve que hacer de mi codo una palanca, espada o lo que sea y retiré al invasor y entonces tuve que escuchar los rezongos de mi compadre porque no se había ligado a la chatita de la central. A mi me parecía más bien narizona, pero no era hora de discutir tamaña profundidad entonces. Seguido me acusan de sentirme el jodón de las historias, pero qué quieres. Entre la noche oscura que se había intensificado porque el chofer no prendió ni una lucecita en el pasillo, entre el calor de tanta gente y los olores que empezaban a pasar costo, entre que yo también cabeceaba, sentí el mismo jalón de Mil Cumbres, la detención del tiempo o su paso gotita a gotita.
Después pensé que había visto una especie de luminosidad extrañísima en medio de esa noche cerrada, pero de eso no estoy seguro, tal vez lo inventé, lo que sí sentí es que el camión llegó a la máxima altura de un columpio y desde arriba vio ya no el estallido sino el fuego. Allí iniciaba el descenso, pero en lo más bajo del siguiente columpio se había puesto el infierno. El cambio de situación hizo dudar al chofer entre detenerse y seguir, pero en aquellos tiempos era norma seguir y dejar atrás la desgracia que no era nuestra. En algunos casos se detenían a auxiliar, más si se trataba de la misma línea. Pero aquí no había nada qué hacer, la bola de fuego se había concentrado sobre un camión de pasajeros, o lo que de él quedaba. La llama no se había esparcido, había dejado el espacio suficiente para que se circulara por los otros dos carriles de la autopista. Abrimos las ventanillas y sentimos el hornazo y un fuerte olor a combustible y entre las llamas sólo se veía la armazón, unos fierros que formaban una especie de rectángulo. Nada más. Ni un grito, ni una queja, ninguna llamada de auxilio. Pasamos el cuadro dantesco y pudimos ver a unos cien metros de la carretera lo que quedaba de una pipa. También la hierba se quemaba entre la carretera y el destino.
Lo demás poco importa, llegamos al santuario de la Guadalupana. De regreso compré los periódicos en Querétaro u ninguna noticia de la explosión. Tampoco puede obtener información de aquella manguera humana. Yo di gracias por protegerme a pesar de meterme en lo que no me importa.