¿Tachas?

A las siete de la mañana se oyeron en la puerta los golpes de cuatro jóvenes armados. Insistieron varias veces sin recibir respuesta; su identificación era un brazalete con la suástica. Había amanecido. El viento frío de marzo silbaba al escurrirse entre las ventanas. Angela Sand, el ama de llaves, ya no sirvió el desayuno. Los cuatro milicianos entraron preguntando:

—¿Quién es Hermann Broch?

Por fortuna la pesquisa resultó breve. Los habitantes de Alt Aussee, un pueblo los Alpes austriacos, conocían a los cuatro militares nacionalsocialistas; a ellos, a sus parientes, sus casas y comercios. Pero respecto a Hermann Broch —el primero de la lista— la cosa era muy distinta. Al principio nadie sabía de quién se trataba:

—Hermann Broch? ¿Quién es Hermann Broch?

Por fin se aclaró que sí había un Hermann Broch en el pueblo, pero se insistió en que era un profesor de Viena que acostumbraba pasar el invierno trabajando en casa de la familia Geiringer. Hasta poco después de las doce lo trasladaron a la cárcel de Bad Aussee. Ninguna autoridad de Viena había ordenado su captura. Pero esa mañana del 13 de marzo de 1938 los ejércitos alemanes ocuparon Austria. Sin sospecharlo, Broch fue una más de las setenta mil personas detenidas ese mes; sesenta mil eran judíos a quienes siete meses después se deportó a los campos de exterminio de Auschwitz, Lublin, Minsk, Riga, Treblinka y Theresienstadt.

Pasaron nueve, doce horas. La celda de Bad Aussee era muy pequeña: dos literas y un excusado. A las nueve de la noche le dieron de comer. No alcanzó a imaginar que el cartero de Alt Aussee, para demostrar su control sobre la correspondencia, lo denunció como miembro del Partido Comunista. Broch recibía cada semana la revista Das Wort que se editaba en la Unión Soviética. En un principio temió que su encierro fuese prólogo de la deportación. Era judío y quizá lo sabían. ¿Por qué no había emigrado dos o tres años antes? Su madre y su hijo se lo impidieron. Pero también la certeza de que Inglaterra y Francia, acaso Italia y Hungría, se opondrían a la anexión de Austria. Seguro de no haberse equivocado en sus sospechas, quiso disimular su terror. No aludió ni al asombro que le producía ver a diario policías austriacos vestidos con el uniforme alemán.

Al amanecer del día siguiente Angela Sand le llevó sus manuscritos y papel para escribir. Por la tarde llegó otro detenido, Jospeh Khalss, líder del Frente Antifascista de las minas de sal de la región. A los tres días ingresó Gregor Angener, un militante socialdemócrata. La celda era muy estrecha y uno de los tres dormía en el suelo. Durante el fin de semana Broch no se levantó de la cama, no tenía fuerzas, empezó a sufrir una hemorragia intestinal. Cada día estaba más pálido, más triste, más indolente. Dos veces atravesó un ancho patio interminable para los interrogatorios. Una semana después de la invasión le campo estaba libre para cualquier cosa. Un impulso de simpatía mutua hizo que Broch y Khalss prolongaran su encuentro circunstancial. A partir de ese momento, sin preliminares, se confiaron sus temores.

Durante varios días Hermann Broch pareció moverse como prendido a una gran responsabilidad que lo obligaba a escribir. No menos de diez veces empezó un fragmento de Narración de la muerte, la última parte de su novela La muerte de Virgilio. Estaba convencido de que no escribiría más y de que saldría de la cárcel rumbo a un campo de concentración. Incapaz de dormir, saltaba en las noches de la litera y envuelto todavía en el sueño creía escuchar a los agentes de la Gestapo.

El juez no supo qué hacer con el detenido. Habían pasado dos semanas y nadie podía precisar la acusación. Empeñado en impartir justicia, remitió el caso a Erich Dumann, jefe del control político de la zona, quien creyó que Broch era una suerte de profesor distraído, un habitante de las nubes que nada entendía. Temeroso de las consecuencias convenció a los nazis de Alt Aussee de que el sospechoso era inofensivo, argumentó su pésimo estado de salud y lo puso en un tren rumbo a la capital.

El 4 de abril Hermann Broch regresó a Viena. Debía registrarse en la Dirección de Investigaciones Políticas. La ciudad había cambiado: banderas con la suástica colgaban de los edificios principales, adornaban la Ringstrasse y el centro. Esa noche observó desde lo lejos uno de esos mítines monstruos, un desfile solemne y funerario: una parada a la luz de los hachones que tan continuamente se celebraban en Alemania bajo la égida del Führer. “La cárcel era casi el paraíso si recuerdo la psicosis colectiva y el terror en las calles” —escribió—. Broch no quiso regresar al departamento de su familia, seguramente la Gestapo lo vigilaba. La persecución pública de los judíos hizo que fuera a parar al Hospital Child con una severa colitis ulcerosa. Al salir se refugió en casa de Jadwigga Judd, una amiga de Anna Herzog —su secretaria— quien había emigrado a Francia.

Luego de dos semanas, fue por fin al departamento de la Gonzagagasse. Un piso de quince habitaciones donde la familia Broch había vivido durante treinta años. Mientras revisaba sus archivos se dedicó a imaginar una salida. Sintió que actuaba con una inconsistencia política, o una ceguera de la que apenas había ejemplos. En esas circunstancias y a los cincuenta y dos años de edad, ¿qué país le otorgaría una visa? Por la literatura hacía las cosas más ingenuas, extrañas y contradictorias. Por la literatura, once años antes remató las fábricas de hilados y tejidos de su familia precisamente cuando nadie hubiera estado dispuesto a hacerlo. Por la literatura se refugió en un pueblo de los Alpes cuando el ascenso del fascismo le indicaba abandonar Austria. Y por la literatura, tras reconocer su error y confesarlo, caminaba por un callejón sin salida. Siempre se sintió fugitivo. Una sola certeza lo impulsaba: la literatura es, como dice José Emilio Pacheco, la única clarificación de la abrumadora experiencia humana, y el único lugar donde los vivos hablan con los muertos.

En el mes de abril se dedicó a viajar de noche en el tren urbano; sin rumbo fijo subía y bajaba en distintas estaciones hasta asegurarse de que no lo seguían. Por esos días, partidarios del nacionalsocialismo llevaban a la Gestapo noticas y detalles de lo que se tramaba en Viena. Atentos a cualquier actividad sospechosa, los delatores trabajaban en la sombra. Sus víctimas fueros los judíos. Los austrofascitas encarnaban la mezquindad, el rencor incontenible de los pequeños burgueses, dominantes y feroces frente al miedo y la mansedumbre de la comunidad judía. Porque entre aquel ambiente de antisemitismo, cundía palpable y casi definida —se hablaba de futuras deportaciones masivas— la furia del exterminio que le costaría la vida a millones de personas. El Anschluss de Austria representaba para los nazis un paso más hacia la unión de la fuerzas sanas de Europa aria para luchar en común contra el judaísmo mundial y contra el dios de la destrucción. Desde el principio Hitler alimentó odio contra Austria-Hungria, en ese imperio perdido cifró la efigie del enemigo. Se burlaba de su abstracta unidad, de la reunión artificial de Estados y naciones que diferían en la lengua y en la sangre. Abominaba de su eclecticismo universal, de su sistema parlamentario y su libertinaje cotidiano, que eran productos, según él, del cáncer de la democracia. Austria-Hungría era el reino babilónico, la institución de la charlatanería, la trampa de las negociaciones políticas dirigidas por judíos.

Hermann Broch citó al periodista Louis Barcata en el Café Promenaden. Antes de la ocupación alemana, allí se reunían los periodistas del diario Newe Freie Presse. Ahora frecuentaban el lugar redactores paralizados por el miedo, la falta de entusiasmo o el desvanecimiento de la fe. Y muchos otros periodistas se contagiaban del pesimismo que tenía por imposible la derrota de los nazis y la liberación de Austria. Después de mucho esperar apareció Louis Barcata, un joven reportero que había escrito un artículo sobre Broch con motivo de sus cincuenta años. En previsión no sólo de que lo detuvieran, sino de que la Gestapo destruyera sus originales, Broch le confió la primera versión de El hechizo, su última novela. La esposa de Barcata viajaba a Estocolmo y desde Suecia enviaría el manuscrito a Willia y Edwin Muir, los traductores de Broch en Inglaterra.

—No hay mucho que hacer —dijo Broch—. Más tarde o más temprano alguien me denunciará. En la Gonzagagasse viven dos cerrajeros.  A uno le di trabajo hace varios años. Por miedo a que el otro me denunciara lo llevé a mi casa e inventé toda clase de reparaciones. Ayer me agradeció que yo, un ario puro, haya tenido en cuenta a un viejo cerrajero judío en la ruina.

 José María Pérez Gay