Es lo Cotidiano

El camino hacia el fin del mundo

Eduardo Santiago Rocha Orozco 

El camino hacia el fin del mundo

Es la puesta de sol, el círculo se desangra en el horizonte, entre el mutismo de la naturaleza desolada, una figura camina bajo la tenue luz del ocaso, es un hombre errante y demacrado abriéndose paso alrededor del polvo, atraviesa las ondas del suelo mientras el camino sinuoso se digna en llevarle a alguna parte. Cada respiro exige más aire, los pies no avanzan sin dar un ligero tropiezo, el cuerpo se tambalea vacilante, como a punto de caer sobre la tierra en momentos, y no obstante, resuelto a seguir con el suplicio. Pese a tener pocas esperanzas, dejarse morir no está permitido, por eso sigue aún con sus paso convulso y lastimero mientras tararea entre dientes una melodía al ritmo entrecortado de su respiración. Es un tono improvisado, desvaríos de un cerebro palpitante, el latir de un corazón a punto de estallar y una garganta ahogada en jadeos sordos.

El hombre cambia su curso, con pesadez y poco a poco, da marcha hacia su diestra, musitando aún su extraña composición, eso le hace olvidar que está en medio de la nada, navegando entre un mar de dunas ligeras, cortinas de polvo y silencio. El sol al final cede, pero el camínate sigue en pie con paso tortuoso, lento, constante, iluminado por la luz amarillenta de luna que recién lo deja ver en la noche, cosa no muy alentadora, pues, la nada parece no tener fin. Son kilómetros de un paisaje uniforme, tan inmenso como para sentirse estático, aún después de tener caminados dos días de trayecto. Aquel trotamundos bien podría estar dando vueltas en círculo sin darse cuenta, y sin embargo, no pierde la calma, porque su vida está en otra parte. Sigue cantando sin perder la vereda que, con su vista, ha trazado sobre los montículos. A cada cinco pasos, la fuerza se le va en subidas y bajadas, pues su vía es como la línea de un cardiograma, latidos lentos de un corazón cansado que no se concede renunciar y morir.

Con la ilusión de amanecer en otro lado, el vagabundo masculla para sí la misma canción una vez tras otra, cada vuelta es distinta, con nuevo ritmo, más palabras, a veces no; pero siempre con menos sentido que un inicio, porque, esa música es la creación de un alma desesperada intentando mantener la cordura a través de una obra demencial. Pues, en la medida que uno admite el absurdo y la sinrazón del ser, existe la certeza de tenerse, al menos, un poco de juicio.

Un leve susurro corta la nada:

“En las tierras frías, en las dunas desiertas, andas pequeña, con la frente abierta, masticando el olvido de tu seso chorreante. Detrás, una amor pasajero, estelas de sangre. El aroma de un fruto seco por sexo, pasiones serenas de un lunático, violando querubines en un risco sagrado. Caminos cerrados, pues serrados están, la nada en el borde, ¿un paraíso, quizá?, y al caer el alba, solo quedará, un amargo sollozo olvidado en algún lugar.”

A lo lejos se escucha un silbido, son corrientes de aire que arrastran una espesa nube, la luna se apaga con las estrellas, el caminante continúa a ciegas, con las manos por delante como ansioso de abrazar su destino. Las plantas de los pies perciben la tierra suelta, los montículos se desgastan con cada paso y se desmoronan a sus espaldas, mientras visualiza lo que puede haber después del abismo, salvación, felicidad y delicias elementales, una recompensa después de este purgatorio en vida.

El suelo empieza a volverse firme, plano, pero el frío penetra la piel con más fuerza, corta la ropa para alojarse en el hueso. El estómago se consume a sí mismo y las piernas se doblan vencidas, cae de rodillas murmurando la canción, su cara da contra el suelo, desfallecido, sigue tarareando. El viento grita su cólera y el mundo es negrura espesa, a lo lejos un rumor apenas audible, es una voz que se acerca hasta volverse clara, es un sonido rítmico y familiar. El vagabundo pierde la conciencia, al escuchar el verso: “detrás, una amor pasajero, estelas de sangre.”

Despierta, hay una luz tenue, es una vela. Se levanta, está sobre una cama, una mujer se acerca y le ofrece un trago de agua.

—¡Qué bueno!, ya se movió, por el modo en que lo encontré pensé que no la iba a librar. Pero, ¿dígame cómo vino a terminar aquí?

—llegué caminando.

— “Caminando”… ¿está loco o nada más cansado de vivir?

—No, buscaba un lugar mejor, quería ir más allá.

—¡Querido!, no hay tal cosa.

—¿Ah, no? ¿Entonces dónde estoy? ¿Qué haces aquí?

—Estás recostado justo en el fin del mundo, después de aquí no hay más. ¿Escuchas el viento?, es tan fuerte porque lo exhala el vacío, si no te hubiese encontrado habrías muerto sepultado en la tierra, y todo por Nada. Yo soy la única cosa que queda en este pueblo, no siempre fue así, antes había mucha gente pero, al igual que tú, a todos les dio por buscar algo que no existe, y ninguno ha vuelto desde entonces.

—¿Qué crees que les pasó?

—Seguro se los tragó el vacío.

—¿Alguna vez has visto ese vacío? Digo, no puedo creer qué después de aquí ya no hay más, ¿qué tal si del otro lado hay un paraíso y ellos viven felizmente allí?

—No lo creo.

—¿Por qué?

—Porque nadie ha vuelto por mí.

La charla se detiene, pues, a ninguno de los dos le apetece seguir hablando. La mujer canta, para aligerar la vida. El otro se deja arrullar por la calma de esa voz, hipnotizado por el contraste de aquel sonido agradable y el viento rabioso que corre afuera. No presta atención a las palabras, lo importante es ella y la cadencia de su lengua; sin darse cuenta, la sigue sin conocer la letra y el ritmo, tal como si volviese a un estado básico de existencia, similar a un ave emitiendo una llamada, busca trasmitir algo que no puede decir.

El viento sopla más fuerte, el murmullo se ahoga con el bullicio, no obstante, él sigue aquella canción sin oírla, tal como si le fuese familiar. La mujer se descubre, una silueta desnuda insinuada a contra luz se acerca mientras sisea. El viento sopla, no se deja escuchar nada más, ella lo cobija con su manto áspero y seco, luego una mano sobre el rostro se arrastra como una brisa fría. La boca está seca y su lengua se siente escaldada, su piel hiela, y sin embargo él no se mueve. El viento sopla, la vela se apaga, entonces, siente un peso sobre sí, sus piernas están atrapadas, no quiere moverlas, igual le pasa con sus manos, un aire corre por su cuello. Su respiración se altera pero sigue cantando, siente que su cuerpo penetra cada vez más profundo y la fuerza le abandona. A la distancia, se distingue un rumor, tal vez es ella, quizá sea un eco. Pone atención en lo que dice, “Caminos cerrados, pues serrados están, la nada en el borde, ¿un paraíso, quizá?..” guarda silencio un momento.

—¿Por qué ya no cantas?— pregunta la mujer.

—Ya no quiero, me siento débil por todo esto, mejor tú sigue sola. Pero antes, dime tu nombre.

—Nada— le contestó, pues eso era, por eso nadie había regresado por ella.

El viento no cesa, sigue moviendo la tierra del campo hostil hasta que se termina la noche, Nada se tragó al vagabundo. Amanece, a lo lejos, otro hombre errante camina atraído por un canto extraño, es la voz de un viajero que yace en lo profundo, abrazado a Nada. El canto persiste con sus eternos versos, “un amargo sollozo olvidado en algún lugar”, palabras que se hundirá en el olvido al morirse los ecos.