Es lo Cotidiano

MEMORIAS DEL SUBDESARROLLO

La muerte de Rafael Buelna

José C. Valadés

La muerte de Rafael Buelna

La marcha de Acámbaro a Morelia, fue hecha con todo género de precauciones. El convoy de Buelna caminó con lentitud, con el fin de evitar cualquier sorpresa del enemigo, hasta las seis de la mañana del día 12, cuando a la vista de los rebeldes, y a no más de cuatro kilómetros de distancia, se presentó la ciudad de Morelia, aparentemente tranquila.

Buelnita oteó el horizonte. Trataba de descubrir las fuerzas del general Manuel M. Diéguez, y como no lo lograra, ordenó el desembarque de cincuenta soldados de caballería de su escolta personal.

Organizaba una pequeña columna, Buelna dispuso que continuara el desembarque del resto de la tropa, mientras que él, al frente de su escolta, hacía un reconocimiento del terreno.

La mañana era espléndida. Reinaba un enorme silencio. Sobre la izquierda de la vía férrea destacábanse las recias torres de la catedral de Morelia. Al frente del lugar de desembarco de los rebeldes, se veía un caserío, como el de un suburbio de la ciudad.

Buelnita montó a caballo y abrió la marcha de sus cincuenta hombres, llevando a la derecha al coronel Fonseca.

—­­­Ahí debe estar el general Diéguez —dijo Buelna a Fonseca, señalando con el índice el caserío.

Jamás comentaba Buelna las situaciones; las pensaba y las resolvía. Sin embargo, en aquella ocasión, quizá el silencio que reinaba, le hizo decir a Fonseca:

—¡Qué extraño que una plaza sitiada permanezca así; quizás ya entraría el general Diéguez! 

El caserío se encontraba ya a cien metros de distancia de los rebeldes; la marcha era más lenta, y Buelna parecía más tranquilo que nunca, cuando se escuchó una descarga cerrada de fusilería; luego otra, después la tercera; en seguida un grito de guerra; “¡Viva el supremo gobierno!”, y tras el grito, el traqueteo de las ametralladoras. El inesperado recibimiento con plomos produjo entre los rebeldes indescriptible confusión. Los caballos, espantados, corrían en todas direcciones; la mayoría de los jinetes había caído desde las primeras descargas, los unos heridos, los otros muertos.

Las ametralladoras emboscadas en el caserío seguían arrojando miles de proyectiles, y sólo un hombre que había también caído, pero que repuesto de su sorpresa, había logrado alcanzar un caballo, galopaba camino atrás. Era el coronel Fonseca.

En los momentos que Fonseca llegó al lugar donde Buelnita había dejado a su gente, llegó también el tren conduciendo al resto de la primera brigada a las órdenes de Arnáiz. Fonseca se dirigió a éste, y casi tartamudeando de emoción, le comunicó:

—Mi general, vengo con la novedad de que acaban de matar a mi general Buelna.

—¿Lo han matado? ¿Y cómo lo sabe usted? —preguntó Arnáiz, sereno.

—Porque vengo de allá, mi general… —Y Fonseca señaló hacia el poniente, hacia el caserío.

—¿De dónde? —lo interrogó de nuevo Arnáiz.

—De allá, mi general, de aquel caserío…

—¿Del cuartel de las Colonias? —le interrogó Arnáiz.

—Yo no sé; pero nos acercamos y nos barrieron con las ametralladoras… —explicó el coronel.

—¿Y mi general Diéguez? –agregó Arnáiz.

—No sé, mi general; a él íbamos a buscar; pero nos encontramos con el enemigo…

—Incorpórese y sígame —ordenó Arnáiz a Fonseca, y violentamente, al frente de la caballería, partió hacia el sitio donde había caído Buelnita.

Dispuso el general Arnáiz que sus fuerzas se presentaran ante el cuartel de las Colonias, como dispuestas a empeñar un ataque; pero que tan luego como fuese rebasado el lugar a donde había caído el general, y recogido el cuerpo de éste, se retiraran haciendo fuego por secciones.

El movimiento ordenado por Arnáiz fue tan rápido, que sus fuerzas se retiraron tan luego como fue recogido Buelnita en completo orden y sin sentir pérdidas.

Rafael vivía aún. Al sentirse en brazos de alguien, abrió un ojo e hizo esfuerzos por sonreír. Fue conducido violentamente a uno de los carros del convoy y acostado sobre una mesa, donde un médico le hizo un rápido reconocimiento. Había recibido un balazo en el estómago y la bala le había quedado alojada en la espina dorsal.

Con la mitad del cuerpo paralizado; cubierto de lodo y de sangre, abría desmesuradamente un ojo. Silenciosos le rodeaban el general Arnáiz, Fonseca y otros oficiales.

—¡Mi general! —exclamó Arnáiz con afectuoso respeto.

Buelna movió desesperadamente el ojo, haciendo notorios esfuerzos para hablar.

—¿Desea usted disponer algo, mi general? —intervino el coronel Fonseca.

Buelna cerró el ojo una y repetidas veces. Luego hizo una mueca; pareció sonreír. Trató de levantar el brazo, inútilmente. Estaba vencido; lo comprendió y quedó sereno.

El coronel Fonseca le desabotonó el chaquetín, y tomando los papeles que encontró en los bolsillos interiores, le preguntó:

—¿Desea usted que se entreguen estos papeles a su esposa, junto con los que tiene en el maletín?

Buelnita hizo un nuevo esfuerzo por sonreír. Era la señal de aprobación.

Durante varios minutos, Buelnita permaneció inmóvil. Sus oficiales, de pie, esperaban el último suspiro de aquel hombre que los había llevado a tantas victorias y que horas antes les había ofrecido que ese mismo día, por la noche, cenarían en Morelia.

—¿Desea usted algo más, mi general? —preguntó un oficial, nervioso.

—¡Que triunfemos, eso ha de querer mi general! —exclamó Fonseca.

Buelnita hizo un gesto; era eso lo que deseaba. Un último esfuerzo y en sus labios se dibujó una sonrisa. Cerró el ojo poco a poco, como resistiendo a la muerte, y expiró.

Pocas horas después llegó el general Enrique Estrada con el resto de la caballería rebelde, no pudiendo ocultar su emoción al ver el cadáver de quien había sido su condiscípulo, su compañero y en alguna ocasión su rival; pero siempre su amigo y querido compañero.

Las fuerzas desfilaron silenciosamente ante el cadáver del general Rafael Buelna, y apenas terminado el desfile se pusieron en marcha para atacar a la ciudad de Morelia.

El ataque a la plaza comenzó el 12 en la tarde; pero al terminar el día, los rebeldes solamente pudieron ocupar posiciones sin importancia.

Al siguiente día Estrada formuló un nuevo plan de ataque; pero las horas pasaron en reñidos encuentros parciales, y como el general Estrada comprendiera que Obregón trataría de auxiliar a la plaza enviando fuerzas por el camino de Moroleón, dispuso un asalto general para la noche del 13.

El asalto final empezó a la una de la madrugada, obteniendo los rebeldes rápidos triunfos y avanzando hacia el centro de la ciudad. El avance fue lento, sangriento: había que ir perforando las paredes de los edificios. Los defensores de la plaza a las órdenes del general López, se defendían valientemente, pero al fin, viéndose perdidos, trataron de huir abriéndose paso entre los rebeldes; pero perseguidos, fueron destrozados y López, herido y prisionero.

A las tres de la tarde del 14 de enero, las fuerzas rebeldes a las órdenes directas de Estrada, eran dueñas de la ciudad de Morelia.

El día 15, en la mañana, fue sepultado el cadáver del general Buelna, con toda pompa militar.

Victorioso en Morelia, el general Enrique Estrada reorganizaba a sus contingentes y se preparaba a llevar a cabo el plan que se había trazado desde la iniciación de la campaña, cuando recibió un angustioso mensaje del general Salvador Alvarado, quien se había defendido brillantemente en las trincheras de Ocotlán:

“Dentro de unas horas no tendremos un solo cartucho”, decía el mensaje.

Y poco después de este aviso, Alvarado volvía a comunicar a Estrada que a pesar de todos los esfuerzos posibles para mantenerse en sus posiciones, se había visto obligado a abandonar la ribera del río Santiago, retirándose hacia el estado de Colima.

Estrada resolvió desocupar a la ciudad de Morelia y marchar también a Colima; pero en su marcha fue derrotado por el general José Gonzalo Escobar en Palo Verde, pudiendo, no obstante la derrota, reunir a sus fuerzas dispersas.

Pero al llegar a las cercanías de Colima, tuvo conocimiento de la defección del coronel Crispiniano Anzaldo.

Dirigióse Estrada entonces al estado de Guerrero, con el objeto de reunirse al general Rómulo Figueroa; pero al entrar a territorio guerrerense, supo que Figueroa se había rendido.

La rebelión estradista, había terminado.