Contar y no contar | Continuidades y rupturas de la novela
Alejandro García
Explorar histórica y psicológicamente los mitos, los textos sagrados, quiere decir: volverlos profanos, profanarlos. Profano viene del latín: pro-fanum: el lugar delante del templo, fuera del templo. La profanación es, pues, el desplazamiento de lo sagrado fuera del templo, a la esfera de lo exterior a la religión. En la medida en que la risa se dispersa invisiblemente en el aire de la novela, la profanación novelesca es la peor de todas. Porque la religión y el humor son incompatibles.
Milan Kundera
Buena salud
Decía William Faulkner, viejo zorro, que debía su fama a una mazorca de maíz ensangrentada. Acaso el discretísimo J. D. Salinger pudiera ufanarse de que él debe su culto a un sonoro pedo literario. Faulkner lo decía a propósito de su éxito comercial a partir de la aparición de su novela Santuario, después de haber publicado sin pena ni gloria algunas de sus mejores e intrincadas propuestas novelísticas. Es probable que recuerden que el personaje Popeye viola a uno de los personajes femeninos y a causa su disfunción eréctil debe recurrir a una mazorca.
En el caso de El guardián entre el centeno, el personaje principal se echa uno bueno en pleno acto público en el patio escolar y ante el colegio en pleno, eso lo lanzará a una divertida aventura por los vericuetos de su entorno, incluyendo el superar el asedio sexual de uno de sus profesores.
Perdonarán lo estruendoso de la entrada, pero es bueno recurrir a ejemplos contraejemplares en un momento en que la novela está lejos de la discusión a finales del XIX sobre la desaparición del género. Goza, en cuatro palabras, de excelente salud. Si podemos hoy hablar de un campo literario autónomo y vigoroso, en gran medida se debe a los avatares de la novela, no sólo porque, siguiendo a Pierre Bourdieu, allí está una línea de ejemplificación que va de Flaubert a Zola y de éste a los existencialistas y los nuevos novelistas franceses, sino porque es la novela el género que más sostiene una relación de roce e intercambio con los otros campos, y aquí desde luego tenemos que incluir al campo económico y al campo del poder. En cada país la literatura presenta particularidades, desde luego, pero no se trata de universos extraños.
No decimos con esto que poetas y dramaturgos estén por debajo de los novelistas, simplemente juegan otra función en el desarrollo actual de las actividades humanas. A pesar del poco peso en la gran producción editorial, el poeta sigue siendo no sólo el que maneja por excelencia las relaciones con el mercado restringido, sino el que lleva sobre sus hombros el prestigio de la actividad, lo que no deja de dar un descanso al habitus contaminado por la gloria efímera y que en cambio le da fortaleza al planteamiento ético de la literatura y al juego literario como gran fábrica lingüística, como motor del trabajo del lenguaje en sus actividades extremas. Sigue siendo de mayor prestigio social (valor de uso) ser poeta. Y el dramaturgo ha tenido que emigrar a esa especie de industria que es la puesta en escena y ha tenido que padecer el olvido de las editoriales, mas allí está su trabajo y un enorme legado en la historia literaria.
Basta dar un pequeño paseo por una librería respetable para abrumarse con la cantidad de oferta novelística. En las mesas de novedades el porcentaje pesa y en las secciones específicas los libreros desfilan incansables. Creo que sólo la derrota el esoterismo y se lleva mano a mano con la superación personal y con la industria editorial de coyunturas. Para llegar a tal condición la novela ha dado buenos combates por sí misma y, justo es decirlo, ha sido solidaria con la actividad que la engloba, la literatura. Si Flaubert nos enseñó la tarea del novelista como constructor y corrector en torno al lenguaje, Zola no mostró la responsabilidad del escritor para con su entorno y la obligación de incidir sobre los males sociales sin por eso bajar el nivel de calidad del texto literario.
La lucha de los grandes innovadores formales, Marcel Proust, Virginia Woolf, James Joyce, William Faulkner, pronto se verá acompañada de la innovación temática incorporando las propuestas de las vanguardias y de los mismos novelistas antes mencionados: Franz Kafka, Robert Musil, Hermann Broch, D. H. Lawrence, Malcolm Lowry, George Orwell, Ernest Hemingway.
Y cuando parecía que el drama de la guerra y sus consecuencias silenciaban el género y los existencialistas y los nuevos novelistas tomaban sus bártulos desde posiciones extremas de forma y contenido, sin dejar por ellos de aportar y producir obras valiosas, aparecen las novelas de las zonas periféricas de la geopolítica dominante: América Latina, Asia, África. Es entonces que la novela se realimenta continuamente, se escapa de la persecución industrial y económica y activa nuevos focos de producción de textos, señalando una estela en donde se sostiene por un lado la marginalidad y por el otro la emergencia de zonas, segmentos, subgéneros hasta este siglo ajenos al discurrir de la literatura.
Se puede pensar en la visión pesimista que ve la producción editorial como una máquina que devora a sus autores y a sus obras como mercancías, pero también se tiene que decir que es un mal necesario, que el desarrollo del campo también pide capital cultural e infraestructura. Sólo bajo estas condiciones ha sido posible que la novela latinoamericana gozara de gran prestigio durante las década de los 60 y que sus autores se mantengan en un primer círculo hasta hoy en día.
Reconociendo que hay una gran producción de best seller y de novelas de consúmase y olvídese, tenemos que reconocer a la novela su lucha por la redignificación del género a través de las más impensadas inclusiones, de su papel como consolidación lingüística de lo que fueron territorio conquistados. Se le ha arrebatado, por fin, la lengua al enemigo. Y mientras los europeos y americanos jugaban a la guerra fría y a repartirse el mundo, los novelistas denunciaban ese juego sucio de los gendarmes del mundo y de los verdugos de los territorios propios.
La asimilación de la ruptura
Si creemos a Faulkner, hubo de renunciar a la aventura formal por ciertas concesiones en el contenido. Si creemos a Sartre, hubo de escuchar los requerimientos del género literario para someter el contenido y el desencanto ante el mundo. Faulkner jugó después sus piezas y llevó al extremo sus experimentos cuando tenía unos lectores bien ganados, de tal manera que pudo acarrearlos a su trabajo más duro. De cualquier modo podía bajar el nivel de dificultad cuando viera la pertinencia. Sartre peleaba por sus ideas, le ganaba lo argumental, pero la novela exige reverencia y trabajo específico y desde su pontificado de intelectual comprometido llevó lectores a la literatura.
Las reglas de ahora son más claras. No sé si eso sea bueno o malo. Creo que lo primero. Generaciones como la inicial después de la muerte de Francisco Franco en España (Javier Marías, Arturo Pérez- Reverte, Enrique Vila-Matas, Antonio Muñoz Molina) y el llamado dream team inglés (Martin Amis, Ian McEwan, Kazuo Ishiguro, Julian Barnes) conocen a la perfección las técnicas formales de la novela, las propuestas temáticas de ruptura y la situación de la literatura frente a la industria editorial. No son ignorantes del pasado del campo, de sus inicios y condiciones de desarrollo. Sobre esos rieles trabajan. En México el crack ha intentado un despegue desde las orillas del panorama nacional y ha intentado capitanear el asalto. No estoy tan seguro de que lo hayan logrado. Por lo menos ha provocado un movimiento de cimbra que mueve las posiciones en estos momentos.
En otras intervenciones he hablado de esta especie de trenza al interior de los procesos literarios en donde a la prioridad sobre lo formal se contrapone una prioridad sobre lo temático o viceversa, de tal manera que la síntesis resulta siempre novedosa. Allí sigue la obra de J. D. Salinger, antecedida y acompañada por la complejidad de Faulkner y Dos Pasos y acompañado también en el inicio de la obra de Styron. De allí la importancia de un pedo.
Podríamos decir que cuán poco vale una flatulencia frente a los recovecos del Sur Profundo de Faulkner, sus locos, sus maniáticos, sus soñadores de un único pasado, o frente a la soledad fundamentalista, masturbatoria de los personajes de Styron, o de aquellos que, sean o no del sur, salen a acompañarse con los norte con los habitantes de un mundo que ha vomitado la guerra, como aquella terrible esfinge que es Sophie, aquella memorable mujer que en el pasado ha tenido que decidir entre salvar a su hijo y condenar a la hija al horno crematorio.
Salinger nos regresa a la apariencia de simplicidad, más cercano a Hemingway. Adelgaza el estilo, los acontecimientos, pero la vida es la que está trenzada, cruzada por la desgracia y por la irresolución. El mundo de los jóvenes ha sido arrebatado, lo han dicho los integrantes de la generación perdida, se perdieron ellos y nos perdieron a nosotros y perderán a nuestros hijos. Allí está ese pequeño estorbo que son los mutilados de guerra, son los testimonios de un fracaso, la juventud perdida, la vida arrebatada antes de probarla.
El pedo de Caufield es ese grito irreverente de J. D. Salinger, con él mete a los jóvenes a un mundo que es el literario, pero que es un mundo profano, arrebatado a la solemnidad y a la muerte. Podrá escapar un día de la tutela, de los preparativos para que sea un señor de provecho o carne picada en la guerra, pero ya nos enseñó ese mundo, lo mencionó, lo hizo existir en la palabra y del lector depende ir por él y recuperarlo.
Con eso, Salinger se liga a la generación Beat y los escritores que en futuro se dedicarán a describir su idea del mundo.
La peligrosa tentación del binarismo
En la década de los 80 del siglo pasado, dos autores afianzaron posiciones en el trabajo novelístico. Desde mi punto de vista llegaron a síntesis del género y plantearon acertijos hacia el porvenir. Sin duda habrá otras posturas y otros autores, pero Milan Kundera e Italo Calvino plantearon por un lado una dicotomía interesante, la de la levedad y el peso. Kundera en La insoportable levedad del ser:
Pero si el eterno retorno es la carga más pesada, entonces nuestras vidas pueden aparecer, sobre ese telón de fondo, en toda su maravillosa levedad.
¿Pero es de verdad terrible el peso y maravillosa la levedad?
La carga más pesada nos destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. Pero en la poesía amatoria de todas las épocas la mujer desea cargar con el cuerpo del hombre. La carga más pesada es por lo tanto, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será.
Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real sólo a media y sus movimientos sean tan libres como insignificantes.
(…)
La contradicción entre peso y levedad es la más misteriosa y equívoca de todas las contradicciones. (LILS, 13).
Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio:
Es difícil para un novelista representar su idea de la levedad con ejemplos tomados de la vida contemporánea si no se la convierte en un objeto inalcanzable de una búsqueda sin fin. Es lo que ha hecho con evidencia e inmediatez Milan Kundera. Su novela La insoportable levedad del ser es en realidad una amarga constatación de la Ineluctable Pesadez del Vivir: no sólo de la condición de opresión desesperada y all-pervading que ha tocado en suerte a su desventurado país, sino de una condición humana que nos es común, aunque nosotros seamos infinitamente más afortunados. El peso del vivir para Kundera está en toda forma de constricción: la tupida red de constricciones públicas y privadas que termina por envolver toda existencia en una trama de nudos cada vez más apretados. Su novela nos demuestra cómo en la vida todo lo que elegimos y apreciamos por ser leve No tarda en revelar su propio peso insostenible. Quizá sólo la vivacidad y la movilidad de la inteligencia escapan a esta condena: tales son las virtudes de escritura de esta novela, que pertenecen a un universo distinto del universo del vivir. (SPPEPM, 19)
Kundera venía exiliado del mundo socialista, Calvino venía harto de la militancia de izquierda y había ajustado cuentas con el neorrealismo. Con la novelas de Kundera se ponía en cuestión todo el esfuerzo de la modernidad y se veía en toda su magnitud el fracaso del mundo socialista. Ya no era el asunto de la guerra o de la responsabilidad frente a la nada lo que agredía. Era estar frente a las ruinas de la utopía y encontrarse en el mismo punto desde el cual se había partido decenios antes. Exagero, desde luego. Las condiciones óptimas de la globalización y del neoliberalismo ya no las conoció Calvino (muerto el 19 de septiembre de 1985) y Kundera sin duda aún combate con sus propios demonios como para avivar algunas llamas. Había dicho las cosas en su momento y es justo reconocerle su prudencia.
Kundera sintetiza toda la novela de prioridad de contenido del siglo pasado. Lo aligera sin duda el sentido del humor, aunque a veces parece tornarlo más pesado de lo que él quisiera. Se debe sin duda a que en drama están aún separados los victimarios y las víctimas y el lector no puede creerse eso de que se borren las jerarquías. El manejarse entre el checo y el francés también le da a Kundera esa excepción de que gozó Beckett y padeció Nabokov. Pero sin duda la imagen que levanta la novelística de Kundera es ¿dónde está la vida?, ¿dónde se perdió el rumbo?
Calvino hace una propuesta diferente, basada en la experimentación de la forma. Si una noche de invierno un viajero y Palomar llevan a extremas consecuencias lo que ya se avizoraba en El caballero inexistente, El barón rampante y El vizconde demediado. Lejos de la bronca existencial de Kundera, dentro del texto, Calvino parece preguntarnos qué sigue, en un claro guiño por el desgarro de la forma, por el manejo del lenguaje y por la experimentación total, en un caso con el género y con el lector y en el otro con el coqueteo que mantiene con la pintura y con una nueva posibilidad de desocupamiento o de liberar lastres para reasumir las reinterpretación del mundo.
En Kundera es necesario el paso por la purga para llegar al mundo, lo que hace doble el sufrimiento. Calvino sabe de las condiciones de crispación, de las cargas en los lectores, de allí que tienda más a jugar en el lavado, en el desocupamiento, en la limpieza que permita emprender lo que viene con optimismo y con sentido del humor. No se tiene que pasar por el infierno, la literatura nos brinda un puesto privilegiado de observación, nos portege de la experiencia castradora.
Tanto Milan Kundera como Italo Calvino amasan la levedad y el peso, las ponen en entredicho y las ponen como elementos de juicio y de transformación. Es la vieja dialéctica que produce nuevas síntesis. Desde la levedad al peso, para mover al juicio. Desde la pesadez a la levedad para hacer cambios.
Un ejemplo
La novela norteamericana ha tenido un desarrollo sorprendente y que ha superado pronto sus contradicciones editoriales o de producción. Conoce bien sus reglas y se maneja dentro de ella. Sabe que la literatura no es subversiva o atenta de manera directa contra el sistema y que puede hacer lo que se le venga en gana dentro del campo literario sujeto a las reglas económicas de ese sistema.
Quizá eso explique la gran y afortunada tendencia de los norteamericanos a contar más que a incidir en el discurso o a tomar posturas con respecto al mundo. Lo construyen y lo dejan vivir, lo dejan palpitar y entonces ven que funciona de manera simbólica y que cumple una función de tratamiento de una realidad que viven.
Novelistas no les han faltado después de la generación perdida. Menciono sólo a John Updike, Norman Mailer, Philip Roth, Tom Wolf y Paul Auster, entre lo más recientes. Una provocación editorial dice que en realidad la más sintetizadora narrativa la produce una mujer: Carol Joyce Oates. Me quiero referir a su obra La hija del sepulturero.
Un día una mujer joven regresa de su trabajo en una fábrica a su casa. Vive fuera de la ciudad. Camina al lado de un canal cercano a uno de los grandes lagos (Erie, Estado de New York) en Estados Unidos. Siente que alguien la sigue. Es un hombre. Apresura el paso. El perseguidor es terco. Hay algo así como medio kilómetro entre el punto de sus pasos y la casa donde suele dejar a su hijo encargado con una vecina. Hay tantas historias de agresiones y sangre y hay un pasado tan duro en el interior de ella. Tal vez la mujer desea que su hombre aparezca en este instante y aleje al acosador, mas cada vez son más prolongadas sus ausencias, raras sus explicaciones y perceptible su violencia. Teme por su vida. El hombre la alcanza por fin y la llama: Hazel Jones. No es ella. Ella se llama Rebecca. El hombre es fino, no tiene aspecto de violador o matón, e insiste. Él la conoce. ¿Lo ha olvidado? ¿Acaso tampoco recuerda al padre que ha muerto? Le deja su tarjeta y desaparece.
Éste es el pórtico de La hija del sepulturero de Joyce Carol Oates. Después este libro inicia un regreso al pasado de Rebecca. Hija de emigrantes de la Alemania nazi. Su padre fue profesor de un colegio y ha tenido que venir al estado de New York a aceptar el cargo de sepulturero a cambio de un mísero salario y de una casa donde vivir. Nunca recibirá un aumento y el hombre habrá de sufrir una regresión a un estado de hosquedad y de instinto, en el que olvida mujer e hija y sufre el abandono de sus dos hijos. Hasta que explota, mata a un visitante altanero del cementerio, mata a la mujer, ve a la hija y está a punto de tomar una decisión contra ella, pero opta por dispararse y morir.
Habría que señalar una variante a la historia de Rebecca, nacida en el barco que las trajo desde Europa y es la de aquellos emigrantes alemanes que no fueron recibidos en tierra americana y fueron regresados a Alemania a sufrir el holocausto. Entre ellos viajaban unos familiares de los que no vuelven a saber más aunque suponen su destino.
Rebecca tendrá que recuperarse de las heridas durante la vida del padre y de las secuelas de su muerte. Narrará la sombra que será siempre su madre, el cúmulo de pretextos de los dos hijos varones para salir huyendo y la hostilidad de una sociedad que al estallar la guerra lo mismo acusará de nazi que de judío. Vivir en una esquina del cementerio es una enorme metáfora literaria y una gran desgracia para los Schwart. Vivir en uno de los rincones del Estado de New York al otro extremo de la gran ciudad, portadora de las bondades del victorioso Norte no es menos significativo.
Huérfana, Rebecca sobrevive, buscará alguien que la quiera y le ayude a soportarse y lo digo en el sentido de mantenerse a flote. Encontrará a un hombre que después de muchas resistencias la hará sentirse segura y sentirse única, con el único inconveniente de que una vez dado el enroque se empezará el repliegue del varón hasta que ella sabe está al borde de repetirse la historia con el padre y el encuentro con el hombre que le llama Hazel Jones es el detonante. Escapará de la muerte y de la opresión con su hijo, lejos de la muerte segura con el hombre violento que la ha declarado de su propiedad. Su nuevo nombre es Hazel Jones.
Rebecca o Hazel siempre muestra una férrea voluntad y una claridad en cuanto a que quiere vivir y ser ella misma. Cerca de su hijo, lo protege en el buen sentido, lo acerca a las personas adecuadas, hasta que se aproxima a un pianista, rico heredero, en malos términos con su padre, hombre sensible y crítico de la sociedad norteamericana metida en Vietnam, quien poco a poco se ocupa de ella y del hijo, allana las etapas de desarrollo y le permite al muchacho acceder a un mundo de sensibilidad donde no se tenga que pasar por el infierno o por el purgatorio, como ha sucedido a su madre.
Hazel tendrá que dejar fluir la vida, dejarse querer, desplegarse, sólo que un día, el padre de Gallagher, el hombre que la protege y que mantiene relaciones tirantes con el hijo y quien le había dicho a Hazel que algo en ella le resultaba conocido, le lleva una historia criminal: un hombre ha asesinado a Hazel Jones y a otra mujeres con lujo de violencia. Se queda helada ante la foto. Se trata del mismo hombre que la perseguía al inicio de la historia. Ahora ella nos muestra que lo fue a buscar, que retó al destino y que por fortuna no lo encontró.
Es curioso Hazel ha tomado el nombre de una muerta, pero también ha encontrado allí la vida y el sendero que le permitirá que su hijo tenga la vida de un artista, de un miembro de una sociedad benévola y propiciadora de la sensibilidad y de la estética.
Ha salvado la piel, ha salvado a su hijo y ahora la calma, la cercanía con un hombre positivo le permite buscar a la parienta aquella que fue regresada a Alemania sin que se le permitiera siquiera anclar en Nueva York. El final es una fuga, la mujer ha hecho fama con su pasado, ha publicado libros, pero no quiere saber nada de sus familiares.
La novela provoca muchas reflexiones. En términos literarios me parece una síntesis de la novela norteamericana del siglo XX, publicada ya en el XXI. Allí se unen el legado faulkneriano, de la generación perdida y de Styron; el legado de Updike, Brautigan y Roth; el legado de Salinger, Capote y del mismo Auster, con el azar como una presencia permanente. Está también la reflexión sobre ese norte que triunfa con la guerra de Secesión y que ha producido, sin embargo, misterios inexplicables desde Lovecraft hasta King. La oscuridad de la novela de Oates ilumina ese cosmos multirracial que es los Estados Unidos.
Pero para lo que a aquí venimos quisiera señalar sólo tres puntos de reflexión: primero: la herencia, segundo: el cerebro, tercero la palabra.
La herencia, porque aún estamos por descubrir lo que se ha desplazado geográficamente en el mundo. ¿Qué nueva realidad habrán construido esos seres que vinieron del holocausto, de los campos de concentración, del hielo stalinista o allende la cortina de hierro, qué pasarán con los que traen los caminos de la ciencia en sus mentes y el bagaje histórico de una historia que se les ha negado? ¿Cómo ven la nueva tierra los que de niños sufrieron o ejercieron el terror del Homer Rojo o de los grupos fascistas, de las policías de gorilas sudamericanos o de camaradas especialistas en el fuego amigo?
La literatura de Oates está tocando un punto fundamental de lo que hoy somos y ya no se trata del trasterramiento, de aquellos que no tienen territorio de descanso o de arraigo, ni se trata del dominio de los ángeles enfermos de los que traen el infierno con ellos y vienen a incendiar el paraíso y a inmolarse. Se trata de la supuración de la condición humana. ¿Cómo el país más culto de América pudo sembrar de cuerpos el Océano Atlántico?, ¿Cómo el país más culto de Europa, el gran constructor de sistemas holísticos de interpretación durante el siglo XIX, pudo convertir en jabones las pieles y las grasas de sus conciudadanos y qué efecto produjo en lo que vivieron de cerca o de lejos el fenómeno? En el padre de Rebecca, ese hombre medianamente culto, preparado, habrá de retroceder hasta encontrar en la violencia el punto de sutura. ¿Y cómo se manifiesta en Rebecca? ¿Y cómo se manifestarán en el hijo después que la técnica del piano se convierta en el ejercicio del genio?
El otro elemento es el cerebro. ¿Qué fluye en los genes y en la información de nuestro sistema nervioso, en los cubículos de los hemisferios? Pareciera que el hombre se ha convertido en la máquina del mal, en la destructora de sus propias creaciones, en la perseguidora de sus libertades. ¿Qué información que escapa a nuestra inmediata voluntad está cargando a los cuerpos de cáncer y enfermedades degenerativas. ¿Es el triunfo del no deseo de vivir o lo que es peor no vale la pena vivir?
Me viene a la memoria la bestia humana de Zola, Jaime, el personaje que siente el deseo irrefrenable de matar, de hacer pedazos a la persona que se le acerca y le pide amor o satisfacción de la carne. Hay algo en el fondo del ser que pide ser saciado con la sangre de víctimas. En la novela de Zola el personaje queda arropado por las culpas y por los instintos de los otros, rodeado de muertos que buscaron la satisfacción de sus propias mezquindades, pero la mujer que lo amó ha quedado clavada en su cuchillo. El determinismo de Zola de pronto reaparece y su visión compite con la teoría del buen salvaje y de la tabla rasa.
Perdonarán el tono oscuro de estas palabras, pero el objetivo es optimista, lo juro. En la literatura está esa clave para entender el mundo, esa llave para abrir las nuevas regiones de discusión. Ya lo dijo Roland Barthes, la literatura afirma lo que la ciencia tarda en balbucir. Hoy más que nunca el lenguaje se convierte en el soporte de las actividades humanas. No es el afán de la literatura destruir, por el contrario, trata de construir, lo que sí hace es destruir los grandes lemas, los grandes dogmas.
Tercero, ¿esto quiere decir que los de Letras o escritores en ciernes harán el papel de policías de la lengua No. Nuestra primera tarea es desocuparnos, drenarnos, liberarnos de lastres, dejar fluir la información. Después tenemos que refrendar el papel del lenguaje y de la literatura. El primero como soporte de las acciones humanas y como gran ausente en las decisiones y la segunda como modelización de la vida, como algo que podemos ver al alcance de la mano y que nos permite incorporar, corregir, restar.
En abono de quienes señalan las virtudes de Oates y queriendo salir de la trampa publicitaria, reitero que Oates maneja a la perfección la tradición faulkneriana y la tradición salingeriana, que su lectura es siempre tensa y provocadora, que a pesar de lo largo de sus episodios nunca decae la atención, lo mismo satisface a un lector común que a un lector culto, es decir, la complejidad y la simplicidad se encuentran bien trenzadas, pero además incorpora ese elemento que ha dado tanta novedad y atracción a Auster, el peso del azar, el encuentro con el momento en que se tuerce el destino, ese instante en que ella renuncia a ser Rebecca y se mete en el nombre de una muerta. A partir de allí construye su destino y salva su vida y, lo que es más, consigue liberar el terreno para que el hijo crezca en condiciones generosas de sensibilidad y de comodidad. El libro de Oates es optimista, aunque el contenido rebose de esa tradición escéptica de la novela occidental. La mujer se salva, la mujer pone distancia y se construye y hace que el hijo brinque etapas que de otra manera tal vez hubiera necesitado de generaciones.
Hasta aquí la novela de Oates es el testimonio de una fe en lo que hacemos, logran que nos brillen los ojos, que nos rasguñen las novedades el estómago como cuando vimos al amor de nuestra vida, que nos palpite el corazón y la punta de cada una de los dedos, la especie está en peligro permanente, nosotros mismos la hemos puesto a prueba y lo que sabemos hacer es destrabar los conflictos, y por lo tanto la especie está en pie de manera permanente, usar la palabra, representar los excesos, simbolizar lo ideal, defender la estética como un punto de sapiencia y de reto a la barbarie. Somos felices porque la labor es clara, porque la tarea es prolongada y rica. Aún no hay gobernantes que restañen la herida del atraso en la lectura, del cotidiano golpear de la violencia, de la insatisfacción que lleva al suicidio, de la pobreza para entender al otro.
Merodeo y vuelvo. Al final de la jornada, o casi al final, el farol rojo se enciende. Hazel vuelve a ser Rebecca. Sabe de un libro escrito por una sobreviviente de un barco que fue regresado a Alemania sin permitirle a sus pasajeros entrar a los Estados Unidos. Y trata de establecer contacto con la autora, quien además se ha beneficiado con el éxito comercial. La novela termina con ese estira y afloja entre emisor y receptor por establecer el contacto. Para Rebecca es algo más, es la vuelta al pasado con su familia y es la culpa por no haber deseado que los que regresaron a la tiranía llegaran. La novela puede cerrarse también como ese foco que se prende y se apaga, se prende y se apaga y aunque la lectura nos dice que debe estar apagado, queda la certeza de que si está así es porque volverá a prenderse con consecuencias impredecibles, pero nada buenas. Prefiero quedarme con la lectura en donde el azar nos lleva a la liberación.
Traigan a Tiresias
Considero que la gran aportación de la novela en términos de geopolítica es el de haber hecho más grande y democrático el mundo. En este momento la novelística de la India es una de las más respetadas y llega a confundirse con el dream team inglés en las figuras de Salman Rushdie. Se puede incluir aquí a un pakistaní, Hanif Kureishi. En todo caso, lo que comenzó siendo un movimiento de escritores bien dotados, emergentes en la agónica novela inglesa de 50 y 60, se enriqueció con la novelística de los antiguas colonias y después se vio todavía más enriquecido con la explosión de novelísticas como la de Irvine Welsh, quien ahora puede tranquilamente, después de Trainspoiting vivir en la Florida y publicar lo que se le dé la gana, sea o no sobre los casuals escoceses. Irlanda ha tenido una notable tradición narrativa, pero no sucedía esto con Escocia y entiendo que está sucediendo con Gales.
Dentro de la lucha de los géneros, la novela ha venido a sentar sus reales y no sólo ha liquidado a la épica, con lo que de exaltataria y constructora de pedigríes tenía, sino que ha seguido trabajando en la construcción de universos y en la asmilación de nuevos lenguajes, de nuevos recursos, de nuevas industrias. Quién cómo la novela se ha beneficiado del cine. Ya mencioné a Welsh, pero podría decir Tolkien (o sus sucesores, si lo vemos por el dinero, o sus lectores, si lo vemos por aportación de nuevas lecturas), Mahfuz, García Márquez, Styron, Capote, etc.
Buena parte de la reflexión sobre el origen, condición y destino de la novela está dentro de ella misma, forma parte de ese universo que cierra la puerta y atrapa al lector. El novelista es un trabajador que sufre los vaivenes del carácter, de la carestía, de la vida y de la muerte, es un trabajador que batalla para encontrar la expresión adecuada, la frase precisa, letal, que entregue al lector como cabeza de Bautista de bandeja.
A su aportación a la democracia y a su generación de universos memorables, la novela agrega su continuo examen de la condición humana. En el momento en que cayó el Muro de Berlín, la novela era experimentado testigo de la profecía de que caería. En el momento en que algunos tercos levantaban los despojos de Pinochet, la novela era agua mansa que había dicho de las ferocidades y de las complicidades del corazón humano. En el momento en que se hunden las economías y el dinero en el bolsillo se torna menos eficiente la novela ya dibujó el juego inalcanzable de la justicia social. Y no habían pasado muchos meses cuando ya Mariano Azuela había dicho que no hubo una Revolución, que era la bola. Y Los de abajo ha visto desde su realidad de tinta y de papel el paso de la retórica tricolor a la empanizada banda azul.
El reto está a la mano en momentos en que el cobijo del campo y los lemas de un mundo de un solo banderín parece condenar a cierta pereza mental y práctica. Allí radica el desafío para que novelas producidas desde el margen puedan impactar en el centro y rehacer la composición del campo. Para América Latina salta a la vista que la muerte natural de los escritores del boom está a la vista y que no han aparecido piezas de recambio que permitan hablar de una presencia latinoamericana más allá de los caprichos de las editoriales.
De allí que la novela nos ubique desde la levedad o desde el peso y de pida el salto aliviador, la transformación que supera el maniqueísmo. No sé cuál sea el rumbo de la novela, impera la marca o la tradición-síntesis de Kundera, asusta un poco la invitación calvinista, el temor de convertirse en cercano al solipsismo, de no encajar en el requerimiento editorial. Las cartas están echadas y no creo que se haya dado aún la ruptura que divide siglos o periodos. El campo está tentador y urge el caballero que lo peine y lo reconstruya.