Es lo Cotidiano

La demagogia del sexo | El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence

Carmen Martín Gaite

La demagogia del sexo | El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence

Ante la reciente publicación hecha por editorial Turner de El amante de Lady Chatterley, la obra más polémica de David Herbert Lawrence (1885-1930), prohibida en Inglaterra durante treinta años largos —desde 1928 hasta 1960—, ya es hora de olvidar el escándalo promovido en su día por este libro, dejar de lado la influencia que haya tenido o dejado de tener sobre una serie de corrientes vitales y de pensamiento posteriores y prescindir de los espurios alicientes que pudo haber prestar a su lectura el halo de la clandestinidad, para preguntarse por su estricta vigencia narrativa. Tratar, así, de situar el texto del novelista inglés al margen de las consideraciones como bien o mal escrito.

Pero lo curioso es que una de las mayores dificultades con que nos topamos para desvanecer la sombra de esos juicios extraliterarios radica en que la misma novela segrega ya dentrode su páginas una evidente intención moralizante, aunque sea de signo inverso a la de sus detractores.

Leer El amante de Lady Chatterley como una novela de amor mejor o peor contada no resulta empresa demasiado fácil, porque el propio autor, empeñado en hacer demagogia del sexo que en contarnos de forma convincente aquella historia concreta, nos entorpece la lectura ingenuay nos obliga a tomar partido incondicional por sus teorías basadas en la radical sustitución del voto de castidad por el voto de lujuria. Y uno se siente, la verdad, algo incómodo bajo el mandato de Lawrence —que se hace más rígido a medida que la novela se acerca a su final— de adquirir ciegamente la religión que nos está predicando y de comulgar con las excelencias de sus ritos.

Precisamente esta mitificación es lo que resta credibilidad a la aventura de Constance Chatterley con Oliver Mellors, el guardabosque de su marido, el hecho de que Lawrence nos los presente como individuos, como oficiantes sagrados y simbólicos y no nos deje desahogo para verlos un poco ridículos cuando se aman en cueros bajo lalluvia en pleno bosque o se entretejen mutuamente florecillas campestres en el vello de sus partes pudendas, cosa que, al fin y al cabo, no tendría nada de particular —me refiero a la sonrisa del lector—, porque los transportes de amor ajenos siempre dan un poco de vergüenza.

Y a este respecto, me permito decir que ni esta novela ni ninguna novela erótica de las que conozco consigue transcribir de un modo literariamente adecuado las emociones de sus protagonistas, lo cual nos llevaría a desconfiar de la viabilidad del erotismo en sí como posible tema narrativo, ya que, una vez transcrito, traiciona su misma esencia de secreto e intransferible y “es incapaz de propagarnos encendido su fuego excelso”, y pocas veces deja de rayar en grotesco, al convertir lo divino en ramplón.

Lo mejor de la novela, para mí, está en la primera parte, cuando se analiza el malestar de Constance Chatterley, recién casada con un aristócrata, mutilado de guerra, y condenada a languidecer en Wragby, la sombría y solitaria finca, donde se ve acosada por deseos físicos innombrables y proscritos que la mantienen en un perpetuos estado de ansiedad, mientras su marido mantiene rebuscadas y escépticas conversaciones con una tertulia de amigos intelectuales. Ahí la novela alcanza un clima de angustia y de verdad totalmente idóneo para justificar la aventura con el guardabosques que va a tener lugar en la segunda mitad. Si Lawrence no se hubiera tomado esta aventura tan a pecho, ni se hubiera empeñado en imponérnosla, no sólo como panacea para los males de Constance, en particular, sino como ejemplo para los de toda la humanidad en general, la novela habría salido ganando y nos habría ahorrado, entre otras cosas, la carta final de Mellors con su detestable y ñoña moraleja.

Hay que agradecer a Bernardo Fernández una traducción muy fiel, que no ha tratado de embellecer al texto ni de limar sus defectos.

28 de enero de 1980.