jueves. 18.04.2024
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Entre hermanos

Filiberto García

Entre hermanos

No me fui por simple curiosidad, sólo para ver a qué hora se dignaban a levantar mi cuerpo amoratado por la caída que me di al escalar el muro. Sentí que ya estaba del otro lado cuando la racha de viento me descontroló, no pude sostenerme, las manos se resbalaron y me vine abajo. El golpe sonó como si la cabeza fuera calabaza podrida.

Me estoy aburriendo aquí tirado porque las personas más próximas fueron dos novios que por irse agasajando tropezaron conmigo, me dio risa al principio, después sentí coraje porque continuaron como si el tropiezo lo hubiera provocado una piedra. Luego dos barrenderos llegaron a curiosear, desde la distancia me movían con las escobas y picaban mis costillas, giraron mi cuerpo boca arriba, al final, se taparon la nariz y se largaron. Les caló en el olfato que no me hubiera bañado desde hace tres semanas cuando salí de casa.

La curiosidad mató al gato y extrañamente a mí también. Trabajé durante cinco años de mensajero con una familia acomodada que vivía en las Lomas, una colonia lujosa ubicada en el Distrito Federal y por esa condición gatuna vine a probar suerte a los Estados Unidos. Junté mis ahorritos y caminé buscando algo mejor. Como pueden ver a lo más que llegué fue al muro fronterizo de Tijuana.

Sentí deseos de ver una que otra güerita con sus minifaldas ajustadas y hasta imaginé ser el Latin Lover de varias nenotas. Me vi entrando a las Vegas con traje blanco, anillos y cadenas de oro, con dos mujeres esculturales a mi lado, envidia de gringos, latinos y orientales. Toda la vida fui el gato de las casas ricas y, por lo menos en mi muerte, creo que cambié de condición animal, pues ahora estoy tirado sobre el asfalto como si fuera un perro.

En ocasiones la gente dice que los chilangos somos ojetes, no es que opine lo contrario y quiera hacer una exaltación; sin embargo, en el Distrito Federal por lo menos los metiches o los reporteros hacen mosca y te llevan a la fosa común. Aquí la gente le perdió sentido a la muerte, está bien que los mexicanos nos reímos de ella y hasta gritemos que nos pela los dientes; pero no la chinguen, ríanse de la muerte, no de los difuntos. Me conformaría con que hicieran mi cuerpo a un lado de la banqueta, ya pasaron cerca varias patrullas fronterizas y me preocupa que me vayan a destripar.

No crucé la línea que aparece cuando uno se muere porque lo más probable es que haya encontrado el infierno, el cielo o nada, eso no es tan importante como saber qué será de mi cuerpo, ese estuche que utilicé durante mucho tiempo y con el que gocé de mujeres y borracheras inolvidables. Siento nostalgia, mi cuerpo, aunque era medio gordo —y digo era porque en tres semanas bajé lo que no pude hacer en cinco meses de gimnasio—, está inmóvil.

Me da tristeza mi madre, pensará que la olvidé o que estoy muerto, preferiría que pensara la primera opción, pero las noticias malas se desplazan con rapidez. Nadie se acomide a levantarme pero todos se ofrecen como mensajeros. ¡Hey! ¿Qué estás haciendo? ¡Bájate de ahí, te vas a caer del muro…! Ya se cayó este güey, nada más esto me faltaba, tener competencia hasta en la muerte. ¿Qué puedo hacer?, es mi destino competir durante toda la eternidad, sólo espero que me levanten primero y respeten el derecho de antigüedad.

Creo que se está moviendo, nada más fue el golpe, a éste no le pasó nada. Algo bueno en medio de tanta desgracia. Se acerca y me mueve con el pie, me voltea hacia los lados, se inclina cerca de mi cuerpo y esculca las bolsas de mi pantalón, lástima, no traigo ni un cinco. El sonido de una sirena lo asusta.

Quisiera darme una vuelta del otro lado de la frontera, no creo que existan migras fantasmas, aunque se dice que muchos paisanos hacen hasta lo imposible por lograr la ciudadanía. Pasé toda la noche cuidando mi cuerpo, aburrido, observando cómo pasan los autos, cómo el borracho se orinó sobre mí como si fuera cualquier bulto, cualquier monumento abandonado. Le grité y pienso que me vio, pero se hizo pendejo. Ya no creo eso de que los muertos descansan en paz cuando fallecen, es una mentira.

Ahí vienen unos perros, pobrecitos están flacos. Comienzan a lamer mis brazos, hasta ellos tienen compasión de mí. No puedo creer que los animales hagan más caso de las desgracias ajenas, intentan curar mis heridas, como en el pasaje de la Biblia, ese dónde los perros lamían las llagas del hombre llamado Lázaro. Recuerdo esa lectura porque fue la que leyeron el día que murió la tía Soledad Carranza. El cura decía que nosotros somos como ellos cuando ayudamos a los enfermos. Qué animales tan nobles son los perros…

¡Tranquilos pinches perros hijos de la chingada!, no arranquen la piel, no muerdan mis dedos, no jalen mi ropa, déjenme en paz, los testículos, cabrones, lárguense de aquí… Entre hermanos no podemos tragarnos, yo también soy un perro abandonado, no ven que estoy tirado en el asfalto de una ciudad desconocida. ¡Váyanse, úchila, váyanse, váyanse…!