viernes. 19.04.2024
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Sopor

Elizabeth M. Murcia

El sol se precipita contra las ventanas del autobús. El olor a niños, a gente, a mucha gente. El sudor colectivo. Ese apeste del que Federico no podrá librarse fácilmente. Un no poco frecuente ataque de nervios lo había casi obligado a bajar del autobús hacía 200 kilómetros. Pero el pudor, ese pudor que se le subía hasta los hombros y le enterraba las uñas en las sienes, lo había clavado a su asiento. Su asiento sucio, azul y raído. Federico estaba seguro de poder sentir los huecos de la tapicería debajo de las nalgas.

Había hecho hasta lo imposible para conseguir un asiento para él solo. Y, sin embargo, ahí estaba ese hombre de ronquidos profundos empujándolo, sin querer, hacia el pasillo. Federico se enjuga la frente con un pañuelo. Siente un par de gotas de sudor, que luego se multiplican, resbalándosele por la espalda, por el pecho, entre los muslos. ¡Asco! El olor de la vieja canosa de enfrente que, sin el menor tapujo pela y devora un mango; el jugo amarillísimo de la fruta le escurre entre las manazas, seguramente algunas gotas caen sobre su ropa. El olor, el olor tropical del mango, el hedor de los pañales cagados del niño que llora, el olor a café, el olor de la colonia, quien sabe si cara, de Federico. Los sobacos, esa reunión infinita de sobacos que se soban, que se frotan en el vacío, en un lugar hipotético, con olor a orines añejos y a vómito, que descansa en la mente de Federico.

La carretera se precipita por ambos lados. El calor sofoca, sofoca y duerme. Federico siente las manos chiclosas y está seguro de que él también apesta. Un cadáver bovino a la orilla de la carretera, y las moscas, morenas de tanto sol, no acaban de agradecerle a dios el festín. El olor. El olor. Esas malditas ventanas que no se abren, y esa maldita vieja que le ha pedido al chofer no encender el aire acondicionado. El olor, el llanto del niño, las risas estúpidas. Las manchas. El sudor. Los sobacos. El olor. El sueño, el sueño. El sopor vespertino le cierra los ojos y lo arrulla, con los vaivenes del autobús.

El sol comienza a apagarse cuando el camión se detiene. El hombre de ronquidos profundos intenta despertar a Federico para poder salir. Pero él ya no despierta.