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Rimbaud: La Trinidad (en Una temporada en el infierno)

Chelseae Yarazel Carrillo Carrillo

Rimbaud: La Trinidad (en Una temporada en el infierno)

 

Estar a solas con un buen libro es ser capaz de comprenderte más a ti mismo.
Harold Bloom

Caminaré por la calle donde
corrió un chico robusto.
La calle por donde caminabas
con una pierna en la basura.
Caminando con la miseria

que no gusta de compañía.
Patti Smith

Tengo un repertorio algo amplio de mis recuerdos infantiles, entre ellos el que me gusta destacar es aquel que hasta la fecha me duele: la primera lectura. Si se preguntan los motivos no es que hayan influido una maestra con regla de madera en mano, o el hecho de que confundía las vocales. Fue mi primer regalo oficial de navidad, un libro de historia universal a letra once con doble columna. Digamos, que para mis 7 años y sin saber leer bien todavía, no era el mejor obsequio, mas mi padre pensó sería buena idea alentarme a la lectura.

Como hija obediente, sin tener más distracciones (o remedio) me propuse leerlo, aunque no entendiera al cien por ciento lo que decía. Los primeros capítulos, como era de esperarse, hablaban de la época prehistórica, a continuación edad media, renacimiento, hasta llegar a la era moderna que abarcaba la mayor parte del libro, con varios subtítulos nombrados al igual que los países europeos más sobresalientes; España, Inglaterra, Italia, Rusia y Francia, de la que fotografié su historia como un grito.

¡Extra! ¡Extra! Entérese de las últimas noticias del siglo XIX: guerras, disturbios y saqueos se propagan en las provincias, sublevando el sueño burgués. Comienza el pensamiento revolucionario que expira en determinismo, el imperio de Napoleón III experimenta cierta calma, del aburrimiento se pasa al tedio, y por último los parisinos se entregan al capitalismo que engendra pobreza en las calles. Mientras todo esto ocurre en la ciudad, en las afueras, en Charleville un niño acompañado de su madre camina hacia la iglesia pensando en el mar, la libertad, la fe, las sumas virtudes que no posee. El nombre de ese pequeño era Arthur Rimbaud.

1. El niño observador

Arthur no iba a la iglesia o leía la biblia cada tarde porque quisiera, lo hacía porque era necesario. Creyó en el Dios cristiano poco tiempo, pero en los castigos de su madre creyó siempre. Lo único que le gustaba hacer para escapar de su cotidianidad era leer, claro, a escondidas en su refugio secreto, devoraba cuentos de hadas, relatos de aventuras, reteniendo cada escena como un recuerdo fresco de su día. Después, en la meditabunda observación se enteraba de las cosas que preocupaban a los demás, en especial a sus mayores. Reconoció la ociosidad como una manera de alcanzar sus necesidades espirituales. Detestaba trabajar en el campo, cualquier labor le parecía un yugo, una aceptación de la realidad humana.

        Estos razonamientos fueron base para que, de manera paulatina, detestara lo común, lo que no comprendía, ni quería aceptar.

Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurie. / Me arme contra la justicia. / Huí. […] /Logré desvanecer de mi espíritu toda la esperanza humana. A toda alegría, para estrangularla, di el salto sordo de la bestia feroz. […] /No me reconozco en los consejos del Cristianismo; ni en los consejos de los señores, representantes de Cristo.[1]

 

En lo que respecta a su genio poético fue gestándose en lo profundo de su actitud tímida, por ello no sorprende su precocidad. Sus habilidades contemplativas e ideales, gracias a este periodo de gestación, se verían reflejadas en todas sus obras, más en la primera parte de Una temporada en el infierno[2], se advierte al poeta mirando hacia su infancia como la etapa pura, aquella donde no existe el bien o el mal, el pecado o la muerte. “Ayer si mal no recuerdo mi vida era un festín, donde se abrían todos los corazones, donde corrían todos los vinos. […] Y ahora, últimamente, encontrándome muy cerca de proferir el ultimo ¡cuac!, he pensado buscar la llave del festín antiguo”.[3] Es aquí donde la niñez luce con un trasfondo añorado, ya que en ese tiempo pudo haber aceptado su papel cristiano; sin embargo, decidió dejarse vencer por el velo de Maya, arrojando a Dios al viento, permitiendo que las imperantes dualidades de su religión materna le incitaran a buscar un nuevo depositario de su fe. Rimbaud, entonces, encontró en la escritura una herramienta, para poder lograr crear ese Dios distinto.

Es curioso cómo el primer poema prosaico Mauvais sang es a manera de reflexión, un panorama general de estas conclusiones manifestadas en sus primeros años, temas presentes en toda la obra. Experiencias de desengaño infantil, sobre la familia, trabajo, religión, personas e incluso él mismo, llevaron al joven escritor a un callejón sin salida, y su principal arma parecía haberse agotado: las palabras. De ahí la importancia de Une saison en enfer, pues son sus últimas frases, donde el autor reinventa, a partir de este viaje por sus edades, el uso de metáforas, sinestesias e imágenes, con el fin de dejar caer su gloria poética (su velo), bajo los pies del tiempo.

 

Tengo de mis ancestros galos […] la idolatría y el amor del sacrilegio. ¡Oh! todos los vicios, cólera, lujuria […] sobre todo, mentira y pereza […] / Es evidente que siempre he sido de raza inferior […] ¡El mundo camina! ¿Por qué no habría de girar?/ Los blancos desembarcan. El cañón. Ahora someterse al bautizo, vestirse, trabajar […][4] 

 

Indagando el porqué de su personal nostalgia de tiempos pasados, junto a la explicación del camino que eligió seguir, forman la totalidad de la escena de su infancia. Dejando paso rápidamente a la pubertad, el clímax de su desmesurada visión, traducida en una forma de vida fuera de la norma.

2. El adolescente profeta

Entrando a los 17 años, sintiéndose independiente del malestar familiar, su genio por fin mutado en mariposa, le abriría las puertas hacia la ciudad parisina con su primer poema El barco ebrio. Carta de presentación ante el intelectual Paul Verlaine, quien le abrió su puerta en todo sentido, tanto para adentro como para fuera. Sé que es muy bien conocida su apasionada historia homosexual; sin embargo, desde mi punto de vista Rimbaud sacó el mejor provecho a esta mundología, ya que sin ella quizá su forma de pensar no se hubiera trasladado al ámbito poético-profético.

Por esto es importante recalcar este hecho, porque es cuando en el poeta chocan dos visiones como un iceberg: por una parte la perspectiva de inmortalidad concebida en años tiernos, por otra lo real; su condición mortal, vinculada con su religiosidad, algo olvidada en aquel tiempo por su falta de claridad poética. La segunda parte de Una temporada en el infierno, se ha especulado que esta exclusivamente dedicada a Verlaine, sin embargo, encuentro con mayor vigor, la ansiedad por dejar clara la necesidad divina experimentada por el poeta, pues, hasta ahora he concordado con Enid Strakie sobre los tres leit motiv que engendraron la obra;

el problema del pecado descubierto en su niñez, el problema de Dios —la necesidad personal del poeta de creer en Dios— al verse perdido, o sobajado por la vida a una condición miserable, mortal, y el problema de la vida, de la aceptación de la vida, donde el hombre deja a un lado su fantasía para intentar encajar en el mundo.[5]

 

 La pubertad es etapa de cambios físicos y mentales, pero en la perspectiva rimbaudiana se traduce en la insaciable búsqueda de lo divino y  en consecuencia la inmortalidad ligada a una mirada simbólica, profética, casi sobrenatural.

        En Delirios I. El esposo infernal, el bardo, traslada su sentir a ojos del eterno femenino, su compañera que imparte una declaración en el infierno, sobre su relación con el esposo infernal. Para algunos críticos no queda claro quién es el esposo, mas lo certero es que el autor ha superado las primeras imágenes simbólicas para conformar un microcosmos, donde queda expresa una sensación desesperada por creer en algo. “Oh Divino esposo, Señor mío, no desaires la confesión de la más triste de tus siervas. Estoy perdida, borracha. Soy impura. ¡Qué vida!”,[6] las confesiones son el resultado de la angustia que inundó a Rimbaud mientras encontrándose en Bruselas, se dio cuenta de que ya no podía conformarse con los preceptos marcados por su compañero poeta.

Ninguna otra alma tendrá bastante fuerza ―fuerza de desesperación― para soportarla, para ser protegida y amada por él. […] Yo estaba en su alma como en un palacio que se ha vaciado para no ver personas tan poco nobles como ustedes: eso es todo. ¡Ay de mí! Dependí completamente de él. […] Nos entendíamos.[7]

 

        En Delirios II. La alquimia del verbo, otro poema correspondiente a este segundo apartado, pretende explicarnos su teoría poética, su máxima principia al convertirse en vidente “por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos”,[8] reparando sus principios morales con la intención de que fueran moldeados a su razonamiento. Palabra que me permite hablar de la siguiente faceta, la cual es culminación calculada de su introspección. 

3. El hombre resignado

Este es el último apartado de nuestro viaje al infierno adolescente de Rimbaud, en el cual se demuestra una decisión concreta en la que aquellas preocupaciones, esos tormentos, fueron superados, aceptados y comprendidos. Mañana y Adiós son la culminación del viaje infernal. El resultado es el hombre resignado que sale a trabajar, para adaptarse a lo que resta del mundo antiguo, correspondiente a los valores que su madre le inculcó. Ahora, corrompido por la miseria, su barco se eleva para terminar en el puerto de la realidad.

La madurez se ve presente, sus postreras palabras “y me será licito poseer la verdad en un alma y en un cuerpo”[9] anuncian dos cosas: su fin poético, junto al acatamiento del instinto humano; en otras palabras, se percató de que estaba determinado como los demás a perecer, amar, temer, incluso doblegarse ante reglas, en otro tiempo puestas por debajo de su genio,  “¡Yo, yo que me he dicho mago o ángel, dispensado de toda moral, me veo devuelto a la tierra con el deber de la búsqueda  con una realidad rugosa para oprimirla! ¡Patán!”[10]

        Para concluir, la idea de regeneración social en palabra de Rimbaud es el trabajo, mas no en el burdo sentido materialista, sino el que es capaz de generar una exaltación espiritual. El poeta siempre supo su futuro, podría decirse que hasta el día de su muerte reflexionó sobre su genio, como su defecto o virtud, enterrada por el desmesurado avance industrial de Paris, por todo esto y mucho más no sorprende su huida a África. Necesitaba atormentarse a sí mismo, arrepentirse por haber probado el fruto prohibido que le alimentó toda su vida: la poesía.      

 

[1] Arthur Rimbaud, Una temporada en el infierno, Fontamara, México, 2007, pp. 13 y 19.

[2] Obra publicada en 1873, es una reflexión introspectiva de causa y efecto. Un dialogo entre el Rimbaud viejo (irónicamente su niñez-adolescencia) con el joven (el hombre mayor decepcionado).

[3] Arthur Rimbaud, op. cit., pp. 13 y 15.

[4] Ibid., pp. 15, 17 y 27.

[5] Enid Starkie, Arthur Rimbaud, Siruela, España, 2000, p. 401.

[6] Arthur Rimbaud, op. Cit, p. 43.

[7] Ibíd., p. 51.

[8] Ibíd., p. 8.

[9]  Ibid., p. 95.

[10] Ibid., p. 91 y 93.