lunes. 13.01.2025
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Los infiernos y los paraísos personales de la lírica

Eduardo Santiago Rocha Orozco

Los infiernos y los paraísos personales de la lírica

 

Conocerse un poco,
entender la razón de los motivos que se tienen
para tener motivos no tiene objeto.
Hugo Gutiérrez Vega, Dormir debemos una noche eterna.

 

Antes de hablar de la obra de Veremundo Carrillo, es importante partir de una idea, puede que no todos los poetas sean místicos, pero sin duda, la poesía, en general, tiene que serlo para valer algo; de otro modo, sería una necedad el que alguien se dedicara a escribirla, y en este supuesto, ya de leerla ni hablamos. La poesía entonces tiene como misión ser trascendental, acceder a lo divino, pero sin tornarse nunca un dogma. La poesía es el medio que lleva a una revelación, es la ceguera que nos permite, tal vez no develar el mundo pero sí, divisarnos bajo nuestra propia superficie.

La obra de Veremundo, más allá de sus elementos religiosos explícitos, sigue siendo mística, es poesía. La similitud fenomenológica entre la religión y la experiencia artística es una cuestión manifiesta, casi podría hablarse de sinónimos pero, no por eso, de la misma cosa; existe una pequeña línea crucial en la distinción de ambas. Al respecto, Octavio Paz apunta que son dos caminos que, en esencia, responden a una misma necesidad: “La experiencia poética, como la religiosa, es un salto mortal: un cambiar de naturaleza que es también un regresar a nuestra naturaleza original.”[1]

En esa búsqueda por la esencia de lo humano, Paz divisa una triada elemental, aparte de la poética y la religión, suma un tercer elemento, la experiencia amorosa; y es en esta trinidad donde muchos filósofos y poetas han divisado un umbral hacia lo sublime: pero esta puerta a la gloria siempre se percibe vedada para el ser humano. ¡Gran decepción!, el umbral se torna una ventana cerrada, entonces, el ser divisa su insignificancia ante el mundo, y surge una gran angustia al divisar que la vida termina y que por lo tanto, vivir es morir.

La poesía es la invocación de un segundo ausente. En el Caso de Veremundo Carrillo vemos que ese otro a menudo suele ser Dios, ya sea como una entidad innombrable que se funde en la voz poética, o que, al contrario, se nombra abiertamente para suplicarle,  de manera descarnada, su presencia y protección. Los poemas de Veremundo son eso, el redescubrimiento de la orfandad y la desnudez lírica, es el “ser ahí” de Heidegger, el dasien frente a la certeza de su muerte. Así es que la voz poética de sus obras suele aludir a la imagen del Cristo sacrificado, un elemento decisivo que proyecta la cosmovisión occidental en el orden de la salvación. Lo sublime sólo se alcanza luego de recibir un tormento inmerecido y, después de eso se aspira a acceder a un estado de gracia y misericordia.

 

Mi aridez ha salido
A buscar las veredas del consuelo.
Alárgarse mi queja como una  mano escuálida:
¡Piedad para mis ojos pordioseros![2]     

 

El poeta en sus creaciones encuentra un punto donde los contrarios firman una alianza, una unión que sólo se da y puede existir en el poema mismo. En la poética de Veremundo los contrarios recurrentes son el desamparo y la promesa de salvación, un binomio que se espejea en el yo poético y una escisión del mismo, él yo conoce al otro yo, el Dios oculto.

 

Hoy dije: “Esta es mi sangre” y en mis venas
Estalló una tormenta de delicias.
Viento, pájaros, sol, venid a verme:
Hoy me han crucificado cinco sílabas

 

Ya no sé ni siquiera si mi voz
Es ajena o es mía…
Hoy los labios me escuecen de milagros.
¿Qué más me da la paz o la agonía?[3]

 

 El encuentro de estos dos extremos supone un estado de fascinación, toda distinción se suspende y entonces los entes de este mundo dejan  de existir, se deduce un enfrentamiento frente al vacío pero en la esfera de lo elevado, coma si de una nada oriental se tratara. El poema anticipa que esa unión a Dios o lo divino, hay una pérdida del yo. Sin embargo, como buenos occidentales, ese enfrentamiento a la nada no se da sin resistencia, y existe un miedo ante el desprendimiento del sí mismo y la unión con ese otro que nunca se ha visto. El narcisismo difícilmente nos permite renunciar, de buena gana, a nosotros mismos.

La experiencia que Veremundo recrea en su poema “Sílabas” es la repulsión o la revulsión de la que habla Paz,[4] en ese “echar hacia fuera lo interior” hay una experiencia desgarradora, se podría decir que demoniaca, pues supone un encuentro con el infierno personal y la nada, el infierno colectivo. Eso extraño que es lo demoniaco, en efecto, es lo desconocido y sin embargo no es algo exótico y autónomo como a primera vista creemos, antes bien, es la revelación de nuestra condición original, “nuestra insuficiencia original”, como apunta Octavio Paz[5].

Se trata de una insuficiencia que ya se ha vivido y cuyo trauma permanece oculto como una posibilidad a posteriori, por poner un par de ejemplos: el amante ya conoce el despecho y la soledad antes de haberse enamorado; y el recién nacido conoce la orfandad antes de sentirse el hijo de alguien. A grandes rasgos, podría decirse que no hay fin que no esté anticipado, el retorno al principio crea una nostalgia por lo presente.

 

Ámala y gózala porque es fugaz;
Bella y fugaz como una travesura
Alma, embriagante ahora de blancura
Porque mañana ya no la tendrás.[6]

 

 El poema, “Nieve” recrea un paraíso bucólico, es la aparición de la feminidad celestial y efímera. Los paisajes que evoca son momentáneos, la nieve que con su blancura y perfección vela al mundo, esconde la opacidad y la presencia de aquello que lo sórdido y lo monótono en el mundo.

Entonces, la visión de ese Edén terreno se disuelve con la certeza de su fragilidad, el momento único e irrepetible se contrapone al devenir constante y uniforme de la intrascendencia. La voz poética no se pregunta si en algún futuro volverá a acontecer una experiencia semejante, el paraíso no existe en el espacio, sino en el momento, el instante decisivo que se convierte en una experiencia única al haber marcado al individuo, es el deterioro que se padece ante la vida, “la braza en el corazón” y la nostalgia por ya no poder ser lo que alguna vez se fue; es en este punto donde germinan los infiernos y el paraísos personales.

  La experiencia de lo sublime entonces es un pasmo y un ahogo que al final deben resultar en el encuentro con un mismo y sus posibilidades que, según San Agustín, son la caída o la salvación. La poesía de Veremundo es un viaje dantesco, se sumerge en emociones del sinsentido y la nostalgia para ver una esperanza a través de la nada, ya sea a  través del deseo de eternizarse en un recuerdo o de amar al amor mismo, la poesía permite la salvación del espíritu, templa la sensibilidad e incita la introspección.

Puede que en términos pragmáticos la poesía sea inútil, y no hay que negarlo, en efecto lo es, pero mientras en el mundo exista alguien con la necesidad de leerla y escribirla, es signo de que aún vale la pena vivir, y en ese sentido, yo también  digo… “que no es árida la vida”[7].

 

 

[1]  Octavio Paz, El arco y la lira, FCE, México, 2008,p. 137.

[2] Veremundo Carrillo Trujillo Obra Poética 1953-2003, Instituto Zacatecano de Cultura «Ramón López Velarde», México, 2003, p. 78.

[3] Ibid., p. 69.

[4] Octavio Paz, op.cit., p. 139.

[5] Ibid., p. 145.

[6] Veremundo Carillo, op.cit., p. 38.

[7] Haciendo referencia al poema “Miércoles de Ceniza“, Cfr., ibid., p. 71.