Es lo Cotidiano

Ensoñación, desdoblamiento y delirio sobre una base racional

Juana Lucía Oliva Bernal

Ensoñación, desdoblamiento y delirio sobre una base racional

 

Morir… ¿Caer como una gota
De mar en el mar inmenso?
¿O ser lo que nunca he sido:
Uno, sin sombra y sin sueño,
un solitario que avanza
Sin camino y sin espejo?

Antonio Machado

 

Hay seres que deambulan igual a embarcaciones carentes de timón, impulsados por vientos desconocidos, movidos sólo por manos extrañas de dioses extraños y, sin embargo, ahí van quizá conscientes o no de ello, quizá aún vivos o a pequeños pasos de las muerte. Pese a la ceguera o maniqueísmo de éstos existen otros para los cuales es prioridad definir metas precisas, vivir bajo circunstancias y actos delimitados en la búsqueda constante del espíritu. Así, los hombres pasivos y hombres que nacen para la poesía, hombres singulares, voces que alcanzan nuestros días y cuyo nombre vale la pena recordar.

Paul Valéry nace en Séte en el año de 1871, observador estricto desde pequeño sigue sus estudios de Derecho (sin éxito) en el Liceo de Monpellier, se interesa por las bellas artes, especialmente por la poesía, y es aquí que desde edad temprana comienza su actividad creadora, mas al pasar pon una crisis emocional en el año de 1892 decide abandonar la carrera literaria para dedicarse al estudio de sí mismo y el pensamiento. Busca alguna ocupación que le permita sobrevivir y en 1894 se radica en París como empleado del Ministerio de Guerra, integrándose luego, en el año de 1900 a la Agencia de Havas.

Se mantiene en ese estado meditativo-reflexivo durante veinte años hasta que se impulsado por su amigo André Gide a sacar a la luz pública sus creaciones de antaño; y mediante los siempre necesarios para él estudios de rigor y corrección surgen a su vez Introducción al método de Leonardo da Vinci (1895) y La velada con el señor Teste (1896); luego de un silencio prolongado, en 1917 se da a conocer el trabajo de cuatro años La joven Parca, poema que junto con “versos antiguos” y “versos nuevos”, agrupados bajo el título de Charmes (1922) entre los cuales se encuentra El Cementerio marino (1920) otorgan a Valéry un estatus y reconocimiento relevantes. Estas y otras muchas obras enmarcan la vida de Valéry, póstumamente se dará a conocer Mi Fausto (1946) entre otros.

Pero es entre este periodo que su vida da un giro decisivo, mostrándonos con ello una nueva y desconocida cara del autor que resulta un tanto contradictoria (no por esto carente de interés) mas volveremos a esta cuestión en su momento.

Por ahora conozcamos un poco la obra de este personaje que en cierta medida es una muestra de nosotros, de lo humano, elevado, caprichoso y cambiante de la figura humana y su creación.

El Cementerio marino. Un viaje a las profundidades del abismo

Enfrentarse a un texto nunca resulta una tarea sencilla para evocar de un momento a otro conclusiones precisas. Las letras siempre llevarán al viajante a infinidades lúdicas e incitantes, ya mediante laberintos, ya mediante claridades sospechosas… afortunadamente es así: la literatura posee la característica de llevar al lector por senderos interminables, ejercita la memoria, impulsa la imaginación y provoca (que es una de las cualidades que me fascinan) la certeza de poder sentir la vida de diversas formas y en distintos matices.

El cementerio marino es un buen ejemplo de ello, al repasar sus voces nos damos cuenta de una realidad latente en muchos, si no en todos, de la búsqueda interminable cuya finalidad es encontrarse a sí mismo, al personaje auténtico, al hombre, al alma o esencia oculta tras miles de sombras creadas, “recreadas” a lo largo de la historia y que espera en las profundidades del agua a ser a su vez revelación.

Podemos pensar en los momentos de gloria, tendernos en la playa confundidos con la arena caliente, viendo cara a cara la inmensidad de un azul que se pierde en la distancia, de un ocaso que va muriendo, al igual que nosotros, para renacer en instantes fugaces. La fragilidad gana al llanto y no pudiendo más que enternecernos somos objeto de traición por lo acuático de nuestra naturaleza en momentos de extrañamiento.

Valéry nos muestra en su poema un comienzo azul, de cielo, ciertamente, que penetra todo como una extensión de mar, la conjunción perfecta entre aquello que podemos tocar y aquello de lo que deseamos al menos, rozar instantáneamente.

¿Por qué elegir cielo, mar? Porque en cierta medida sabemos que esto nos pierde, es una especie de melancolía en todo ser que hace, al mirar el azul, la profundidad, adentrarse en el mundo de los sueños para desplegar las alas de lo oculto, el remolino de las dudas. Igual a lechos idílicos, el azul tiende su poder hipnótico hacia el que mira, invita, hechiza y pierde.

Recordemos aquel texto de Virginia Woolf La fascinación del estanque en que todo tipo de pensamientos y espacios se conjuntaban en ese lugar común, otorgándole cierto poder poético, hechicero, al poseer los hilos de un suspiro, pedazo de vida que robaba a cada observador. Así al final el personaje experimenta esa fascinación atrayente que poco a poco lo va perdiendo, pues siente que en el fondo siempre hay algo más que esas otras historias, un algo más, es decir él mismo… su reflejo.

Al traer al presente esa bella historia, cobra especial relevancia el hecho de que la muestra transcurra frente al mar, en esa conjunción nostálgica que lleva al caminante a ansiar vehemente «la calma de los dioses».[1] El poeta presenta los contrarios luz (sol) y abismo (mar) como dos tentaciones que son unidad de voces, especie de ying yang, indivisible uno de otro. Por eso resulta tentador dejar de lado la cárcel temporal y querer fundirse ya que «soñar es saber» y sabiduría es luz, sol, deshacerse de la máscara de la ficción.

He aquí que el hombre requiere un golpe de realidad para entender su función en el universo, adaptarse significas entonces reacomodar elementos íntimos, piezas de un rompecabezas que coincidirán con la ya naciente cara de actualidad cuyas exigencias se modifican siempre. Y las entrañas de la conciencia se revuelven, guerreras, dentro de la crisálida triste.

Jung nos dice en Los arquetipos de lo inconsciente colectivo que cuando el espíritu recae en pesadez se convierte en agua; he aquí que somos esencialmente líquidos, susceptibles de perdernos, bajar a nuestro abismo y encontrarnos con nuestro yo.

Perderse en un sentido de ensoñación implica una lucha interior:

En los sueños y las fantasías, el mar o cualquier gran conjunto acuático significa lo inconsciente, en tanto lo último (en especial en el varón) puede ser invocado como madre o matriz de la conciencia.[2]

Vemos al observador dentro del mundo de terrenal, mas ya se siente atraído hacia ese sueño, vuelve al matiz, siempre al azul que envuelve toda existencia, lo asimila para sí, ansía ser tragado por la profundidad en donde el alma se concentrará; se muestra la inversión conocida de que para lograr cualquier especie de luz o conocimiento es necesario pasar por oscuridades de guerra. Entonces:

«Sobre casas de muertos para mi sombra pasa
Sometiéndome al blando ritmo de su vaivén»

Sombra como alma caminando entre vida y muerte, el viajante sabe que llegar a conocerse es trabajo arduo, que la máxima de la luz puede ser cegadora y lastimera… toda oscuridad posee una luz, toda luz posee oscuridad. Cuán difíciles resultan los recónditos del ser cuando el hombre experimenta perderse: el fluir del agua duele, va cayendo y el líquido le devuelve su propia sombra, aun en la negrura inmensa hay vida. Sentir perderse resulta evocador, cómodo, tentativo a la permanencia eterna que es insensible cadáver:

«(…) Qué frente me subyuga hacia esa tierra ósea?
Un resplandor en ella medita en mis ausentes.»

Y encontramos un punto de unión en tanto que andando entre las tumbas, a su vez, puede andar entre olas sin sacrificar la depresión que va ganando. Experimenta atracción hacia lo inmóvil. Recordemos que el alma nada entre aguas propias y le es reconfortante hacerlo, implica una lucha, es cierto, mas encuentro es finalidad. Al dejarse llevar por la acuosidad acariciante se rememora el seno materno, por ello se está tranquilo. La cuestión del hombre es regresar al origen, multiplicarse “Fundirse en el elemento fundamental es un suicido humano necesario para quien quiere vivir un surgimiento en un nuevo cosmos”.[3] Así:

«En la embriaguez de ausencia al fin la vida es vasta
Y la amargura es dulce, y el espíritu claro.»

Se comprende y añora la muerte, se experimenta la envidia por aquellos que ya duermen en el seno de la tierra. ¿Qué somos sino figuras mortales? ¿Qué sino polvo, aire, fuego que han de consumirse en la fatalidad? ¿Habrá trascendencia? Entonces recordamos «La materia no se crea ni se destruye, sólo se transforma». Valéry expresa en su poema el constante reciclaje de que somos víctimas, victimarios. La vida es constante maraña de dudas, quizá ésta sea el centro de todo, nuestra tiniebla. Víctimas porque la tierra y la misma vida se alimentan de la muerte; sobre la tierra donde reposan cadáveres nace la flor, sobre el cuerpo inerte «Las larvas hilan hilos donde se forma el llanto», al final la muerte se traga todo. Círculo interminable que se repite segundo tras segundo. Victimarios porque al robar a la naturaleza lo que en principio le pertenece, otorgamos las armas para la auto aniquilación.

«No hay nadie que no sepa y nadie que no huya
De ese cráneo vacío y de esa risa eterna»

La vida es sueño, diría Calderón de la Barca; todo se pierde, ese cráneo se queda sin conocimiento, esa risa resulta una irónica, cruel burla. Y ese círculo representa el infinito, porque si bien se sabe que al final hemos de perder es como si en cada muerte hubiese un comienzo y en cada vida, en cada hombre se repitiera la misma historia: dejarse comer por un gusano.

He aquí que el poeta al encontrarse con la revelación, se pregunta a qué responde el viaje emprendido «¿Es el amor acaso, o es odio de mí mismo?» Vemos que la búsqueda implica no aceptarse del todo y, sin embargo, buscar un sentido implica lucha, especie de amor en el que se comprende que no hay vida sin muerte, la maraña se va destejiendo. El viajero ha tocado fondo; perdido, no logra salir, ha conseguido la luz (conocimiento), hay pesadez acuosa, el alma no avanza:

«¡Oh, sol, oh sol!... Qué sombra, qué sombra de tortuga
Para el alma, este Aquiles que marcha y no se mueve»

Entrar al agua, a ese espejo que clama desde las profundidades ha concedido al viajero renacer cual una ola se construye de otra; se separa del mar:

«¡Bebed, oh seno mío, este nacer del viento!
La frescura del mar, por el mismo exhalada,
El alma me devuelve… ¡Oh salada potencia!
Corramos a las ondas en renacer viviente»

Esta separación es muy significativa, ya que las imágenes presentadas son de una profundidad sorprendente, esa exhalación es como el puente entre el agua y la corporalidad terrena (el alma) entre dos vidas, la primera inmensamente más grande que la segunda, el mar escupe un nuevo ser en su presentación más pura. Muerte para llegare a la vida un concepto que si bien rememora cierta religiosidad encierra una de las claves primordiales para la sobrevivencia; la metamorfosis se vuelve necesaria, nacer cada día implica recomenzar, el yo surge de entre cenizas.

«El viento se levanta… ¡Vivir es necesario!
El aire inmenso abre, cierra y abre mi libro,
Y desde las rocas saltan olas pulverizadas.
¡Alzad el vuelo, páginas, páginas deslumbradas!
¡Romped, olas! ¡Romped las aguas jubilosas
De ese trecho tranquilo que picotean los foques!»

Vivir es necesario, dice el poeta, vivir el ofrecimiento de poder reintegrarse en el universo y, si se quiere, una vez más hacia las profundidades del yo y de la madre naturaleza. Cuanto más puro y más claro el impulso vital la muerte será más placentera.

Cabe resaltar el uso que se hace en el poema de los elementos, tenemos que aire, tierra, fuego, agua, funcionan como complemento uno de otro. En principio el aire funge como medio de difusión de mar y cielo; así, este matiz, cambiante, claro está, logra dominar el espacio del poema, aumentando con ello una especie de abismo azul que resurge al final clarificado.

La tierra en su presentación espacial de lecho para los muertos, recuerda que todo ha de fundirse en su seno dando así a perpetuidad a extensiones mortales, extensiones de las que es elemento fundamental nuestra corporalidad.

El fuego funciona como símbolo de fatalidad que, sin embargo, puede dar impulso o representar el ímpetu de la vida humana; sería el espíritu en su presentación primigenia antes de haberse reducido a agua, según Jung.

Y el agua, como ya lo vimos, representaría el espejo de nuestro yo que servirá de medio para llegar al fondo de la esencia misma.

El Cementerio marino ofrece bastantes símbolos, se habla de los dioses, el mar, cielo, sol, este último como el conocimiento o el impulso:

Los místicos nos enseñaron que esa comparación (creador es sol) no es un mero juego de palabras: cuando al recogerse en sí mismo descienden a las profundidades de su ser, descubren en su corazón la imagen del sol, encontrando así su propia “voluntad de vivir”, que con derecho (…) llaman sol, puesto que éste es fuente de energía y de vida.[4]

Recordemos la parte en que el viajero toca fondo, hay una luz que es señal de término-inicio, hay gran significación en ello: el alma ha llegado al conocimiento supremo, ha tocado a su propio dios, su dios es él mismo.

Éste y otros muchos símbolos se encuentran presentes en el poema, Valéry supo construir de manera sorprendente, precisa y lúdica su obra, no en vano:

Dedicó toda su vida a estudiar el funcionamiento de la mente humana, el drama de la creación poética, el dualismo de la palabra escrita y la actitud central a partir de la cual las empresas del conocimiento y las operaciones del arte son igualmente posibles.[5]

El cementerio resulta así una caracola llena de voces, la ola nos incita a desvanecernos en delirio extático, a perdernos como el viajero en la delicia del azul.

El señor Teste

Yo soy varios
Valéry

 

Las obras trascienden en cierta medida por aquello que dejan a generaciones venideras, recordamos títulos, autores, citas… y es donde nos damos cuenta de la existencia de algo así como una maquinaria colectiva en la cual se conjugan hechos, sensaciones, intereses, personalidades; somos fruto de la diversidad y como tal desplazamiento realizado a lo largo de una vida se vuelve efímero, fragmentario, somos uno y cientos, volvemos la cara hacia el espejo y ya se es otro, instantes determinados se quedan en nuestra esencia, de tal manera que cuando llega uno nuevo cambiamos, siendo así el resultado de la secuencia instantánea cual nubes desplazadas por la brisa.

El señor Teste no se ha clasificado como perteneciente a un género preciso, es por ello quizá que al leerla nos encontramos dentro del texto formando parte de ese andar por el mundo, sumergidos en la propia naturaleza del ser; tenemos salidas fuera de la esfera propia, podemos fundirnos con el todo, divagar un poco, hay libertad para distraerse pero también hay momentos muy reflexivos.

El narrador (que a su vez es personaje) experimenta la compañía, el misterio y entorno meditabundo que envuelven a Teste. Conocemos a este último por aquello que nos cuenta el narrador y la esposa (en una carta). En pequeños momentos pareciera que nuestro personaje toma una figura definitiva, es a pequeños pasos de lograr bosquejar una imagen cuando ésta se difumina para dar cabida a nuestros misterios.

Curiosamente el narrador cuenta que sólo logra ver a su amigo por las noches (cuestión de tiempo, tal vez) pero me detengo sobre este punto, porque siempre que están juntos, charlan acerca de cuestiones complejas, filosóficas, un tanto oscuras en el sentido de la fugacidad de la misma obra. Llama la atención la noche porque es una de las constantes en algunas creaciones del autor, en ésta en particular funciona nuevamente como especie de viaje interior, odisea lúdica, maniqueísta que se extiende por tiempo indeterminado “(…) no son más que los que no buscan nada los que no encuentran nunca la oscuridad”.[6]

Esta oscuridad en busca de aclaración racional-lógica nos permite dar paso a series de circunstancias sospechosas que dejan al descubierto ese desdoblarse de los personajes en los que pareciera su yo y aquello que pueden o quieren llegar a ser:

El señor Teste dice: Mi posible no me abandona jamás.
Y el Demonio le dice: Dame una prueba. Demuestra que eres todavía el que has creído ser.[7]

Se muestra la complejidad del ser humano, la enorme capacidad de organizar y distribuir los conjuntos de ideas desde un detalle como una mirada (el señor Teste casi nunca lee con sus propios ojos, son éstos para un uso interior).

Son muy bellos sus ojos; me gusta que sean un poco más grandes que todo lo que hay de visible. Nunca se sabe si todo se les escapa o si, por el contrario, el mundo entero no les es solamente un simple detalle de todo lo que ven, una mosca que vuela que puede obsesionar, pero que no existe.[8]

En cuanto a fundirse con el todo, especie de desdoblamiento material, hay una imagen bastante interesante donde se compactan narrador-personaje y los otros (aquellos que él observa):

Nos callamos, nos fijamos, ansiosos de no ser un fragmento de multitud. Pero a mí el inmenso otro me empuja de todas partes. Él respira por mí dentro de su propia substancia impenetrable. Si sonrío es como si un poco de su pulpa encantada, no lejos de mi idea, se torciera y por esta modificación de mis labios, me siento súbitamente, sutil.[9]

En sí dentro del texto se encuentran aspectos muy propios de Valéry, esta constante preocupación por entender la naturaleza humana; incluso, el final nos recuerda un poco el cementerio, la imagen presentada es la muerte del señor Teste y habla de un fin intelectual como si la cuestión única del hombre fuera el pensamiento mismo. Nos recuerda ese cráneo vacío y esa risa eterna.

Mas dentro de lo sensorial-poético hay otra imagen muy acertada:

El dolor es una cosa muy musical: casi se puede hablar de él en términos musicales. Hay dolores graves o agudos, los hay andante y furioso, los hay de notas prolongadas, de puntos de órgano, arpegios, progresiones, silencios bruscos, etcétera.

Valéry cuenta en uno de sus ensayos que dentro del grupo simbolista se buscaba en sí provocar algo parecido a lo que hacía la música, este género, sentían, estaba robando un poco la atención hacia la literatura. Vemos en la cita anterior un poco de ello y la capacidad de comparación quizá buscando lograr esa finalidad.

Corona & Coronilla. Delirio y poesía

Es en esta parte donde retomamos el hilo que dejamos de lado al hablar de Paul Valéry como hombre. Anteriormente se le había contemplado en vida y obra desde una perspectiva muy propia de él, bastante lógico, rígido, filosófico, hasta calculador, si se me permite el término.

“Poeta a pesar suyo” como él mismo dijera, tomando al acto literario de creación no como necesidad sino como constante ejercicio, sin base alguna de inspiración (pues ésta es sólo algo momentáneo, el germen que sirve de base para la creación); se torna una figura digna de interés, sobre todo en esta parte de su existencia, ya que para él, poeta debe ser equiparable a Dios-creador y aquellos que se sirvan sólo de la musa serán meros entes pasivos. Otorga, con razón, primacía al poema, la voz sale de ahí, se diversifica, nunca acaba de crearse sino que se le abandona.

Es importante decir que el origen germen de Corona & Coronilla es gracias a una mujer: Jeanne Loviton (Jean Voilier), que aparece en la vida de nuestro autor cuando éste contaba ya sesenta y siete años (ella tenía treinta y cinco). Mantienen una relación en la que Jean se convertirá en base y todo del poeta, si bien su vida estuvo enmarcada por varias mujeres, sin mayor relevancia (salvo aquella por la cual abandona la literatura durante veinte años), Jean será el centro de su última etapa vital: la que marcará la inversión del autor lógico al autor inspirado.

Y digo Autor inspirado ya que al leer su poesía madura encontramos una especie de Fausto: todo ese trabajo de intelectual de juventud, ese cálculo mental de la existencia movida por hilos racionales parecen desaparecer en Corona & Coronilla; se percibe una poesía más fluida, natural, intimista, que deja una extraña sensación de delirio y satisfacción que no raya en tonos rosas sino que transmite una madurez muy jovial, seductora, poética.

(…) si, cada día… Pero aún mejor las noches:
apenas acaba de apagarse mi lámpara
la sombra se despierta, y mis miradas fingen
lo que verán y vieron en tus ojos (…)[10]

A través de sus páginas el lector se pierde entre imágenes evocadoras hasta entonces desconocidas. La obra atrapa como telaraña encantadora y es a través de ese juego idílico-sensual que conocemos a Paul Valéry en su faceta terrenal. Él, dios-creador que dejaba volar sus obras por el mundo, poeta que no creía en el poderío de la inspiración ha caído de su estado divino para entregarse a esa mujer:

Me importa un rábano por otra parte que esta bora deba permanecer entre nosotros. Eres tú quien me importa… y yo. Nosotros somos TODO. El resto sólo existe más que por error.[11]

Tampoco se piense que hemos perdido al hombre racional (nótese el tono de la cita anterior) eso sería imposible, sumergido en el delirio amoroso se ha dejado llevar como todo mortal en su momento por impulsos naturales. Mas aquí reposa lo interesante, Valéry supo conjuntar este delirio con su característica racionalidad, así, encontramos en sus poemas a ese Sol (conocimiento), al Espíritu, la Noche (especie de delirio acuático) que denotan la plena lucidez en que se encontraba. El poeta se torna poesía en tanto que llega a vivir desde sí, provoca, transmite, logra perder al lector.

Todo ciclo culmina y el de nuestro autor se cierra en 1945, Jean le deja para casarse con otro y Valéry no resiste la perdida, muere dos meses después.

El paso por la historia de personajes “cuyo nombre vale la pena recordar”, nos hace contemplar la delgada línea que hay entre realidad y ficción. Podemos ser uno y muchos, poetas y poesía, creadores y criaturas. Valéry supo desdoblarse en varios, fue estricto poeta, trabajo mental en sí; empero, vemos que al final de sus días se volvió poesía, criatura en manos de una mortal de la cual fungió como adorador, criatura mortal que descendió del intelecto para tornarse sensibilidad, Fausto predilecto de los dioses sencillos, atroces; presa del amor supo tomar a la musa, plasmarla, dominar sus movimientos y sensualidad (en la ficción).

En ella aprendió de la vida, mediante ella amó la poesía y conoció la fascinación de la locura, del dejarse llevar por el sin sentido, cual espuma que se tiende sobre la arena para morir allí, feliz… poéticamente.

Jean se marchaba y con ello sus ojos azules se vuelven agua para sumergirse en la opacidad, en un sueño del que no despertaría jamás.

 

 

[1] En lo que corresponde a este apartado, las citas extraídas de El Cementerio marino estarán entre estas marcas «» y son tomadas de la edición de Ancora, Bogotá, 1993.

[2] C. G. Jung, Símbolos de la transformación (del “Capítulo V: Símbolos de la madre y el renacimiento”), Paidós, Madrid, 1982, p. 231.

[3] Gaston Bachelard, La poética de la ensoñación (del capítulo “Ensoñación y cosmos”), FCE, México, 2004, p. 307.

[4] C. G. Jung, op. cit., p. 135.

[5] Contraportadas internas de El cementerio marino, edición consultada.

[6] Paul Valéry, El señor Teste, FCE, México, 1972, p. 72.

[7] Ibid., p. 101.

[8] Ibid., pp. 33-34.

[9] Ibid., p. 78.

[10] Paul Valéry, Corona & Coronilla. Poemas a Jean Voilier. Hiperión, Madrid, 2009, p. 99.

[11] Ibid., p. 383, del Postfacio, “La historia de Corona” por Bernard de Falllois.