Lo cotidiano convertido en mucho más
Gerardo Ávalos
En 1963, el otrora argumentista y asistente de dirección de Luis Buñuel, el también exiliado español Luis Alcoriza de la Vega, realizó uno de su más grandes films: Tiburoneros, una de las últimas películas filmadas en blanco y negro con uno de los mejores fotogramas de la historia del cine nacional, aquel donde vemos a una salvajemente sensual Dacia González siendo atrapada de abajo hacia arriba por un viril cazador de tiburones Julio Aldama (acaso el papel más brillante de su carrera como actor), en un paupérrimo muelle en donde los protagonistas sellan con un beso su vívido y latente idilio.
Tiburoneros, lo descubrimos después, es un buen ejercicio que hace Alcoriza de la descripción de la cotidianidad de un pueblo donde aparentemente nada pasa, sólo las horas y los días, que consolida 24 años más tarde con su película Lo que importa es vivir, y en donde los cambios y la acción se centran en la vida interior de los personajes, en sus anhelos y pasiones, sus defectos y virtudes, sus gracias y sus desgracias. De hecho ambas realizaciones contrastan un tanto con Tlayucan de 1962, en donde la paz de un pueblo es alterada por la desaparición de una de las perlas de la virgen.
La cinta narra la vida de Aurelio, el hombre que dejó a su familia en la capital del país para internarse en la costa tabasqueña y convertirse en tiburonero; en ese pequeño mundo transcurre la trama simple que poco a poco va revelando aspectos tan importantes como el sentido de la vida y el apego a un mundo complejamente sencillo y libre en oposición a lo superflua complicación de las apariencias y el qué dirán de una gran ciudad como México, Distrito Federal. Aurelio es un tiburonero respetado, hombre cabal y responsable que capitanea un pequeño barco siendo ayudado por el cocinero Chilo y por el niño Pigua, con quien por cierto se crea un vínculo de padre-hijo. El tiburonero lleva ya tres años lejos de su familia y establece una relación amorosa con la costeña Manela, a cuya familia éste ayuda y protege por el beneficio que a las dos partes conviene.
Aurelio dedica su tiempo y su esfuerzo al trabajo arduo y constante, se lía con Manela, le ofrece independencia y seguridad económica a ella y a toda su parentela y además no deja de enviar dinero a su esposa e hijos allá en la capital. Así vemos a un hombre satisfecho, gozando las pequeñas cosas que esa vida provinciana le ofrece, consciente de sus limitaciones. Vive al día, por eso se abstiene de entrar a la cantina, sin dejar de ayudar al vicioso zorro, quien empeña cada que puede su ojo postizo por un par de copas, ojo que perdiera en un día de caza con Aurelio por descuido del primero. Humano y caritativo echándole la mano a su compadre (Enrique Lucero) abatido por el alcohol y el paludismo, pero enérgico y violento cuando descubre que su enfermizo compadre lo boicotea cortándole por las noches sus redes; o cuando se enfrenta al bravucón y abusivo costeño (Erik del Castillo) sacando su puñal y retándolo diciéndole: “seguro que sí, ¿qué querías, tres cuatro golpes que nos separen y a tomar la copa? No conmigo no hay de eso”.
El día llega en que Aurelio decide volver con su familia, vende su pequeña embarcación, trata de dejar su vida ahí sin cuentas pendientes, pero sabe que eso será imposible, por Manela e incluso por el niño Pigua, quien a la hora de despedirse lo agrede, le dice: “lárguese con su mugre familia” y llorando le desea la muerte de él y de todos los suyos para finalmente bombardearlo con piedras. Su estancia en la urbe es relativamente corta, las cosas no son lo que creía, pronto comienza a extrañar la vida que llevaba en el mar, las impertinencias de Pigua en contraste con lo educaditos y bien portados de sus dos hijos menores, la frescura de Manela ante los prejuicios recatados de su mujer (Amanda del Llano); los horarios de oficina y la vida entre cuatro paredes dentro de un multifamiliar frente al horizonte amplio del agua salada y los días impredecibles de la pesca. Ese contraste que el protagonista experimenta en carne propia determina la resolución que finalmente toma: regresar al mundo de los tiburones de donde ya se siente parte insustituible, dejando el cheque a su hijo mayor para que sea él quien lo invierta en bien de la familia, al fin y al cabo ya es un hombre y llegará el momento en que comprenda ciertas cosas.
Cine sin pretensiones mayores a las de contar una historia sencilla, natural y lo más pegada a una realidad muy propia de nuestro país y del momento histórico que le toca vivir. Tal vez a ello responda la utilización de cortes directos entre escenas para desarrollar la anécdota, así como un cuidadoso casting que remuneró en el acertado trabajo actoral no sólo de los protagonistas, sino también de los actores de reparto y de cuadro, como el caso de Amanda del Llano, Noé Murayama, Alfredo Varela, Enrique Lucero, Aurora Clavel, e incluso Irma Serrano, con una pequeña participación, hace una actuación somera, sobria y discreta, acorde con su personaje.
Aparte de las ya mencionadas, otras películas de Luis Alcoriza que también valen la pena son: Los jóvenes de 1961, Amor y sexo de 1964, El gánster de 1965 con un extraordinario Arturo de Córdova, Tarahumara de 1965, en donde sobresale el trabajo del actor Jaime Fernández, La puerta y la mujer del carnicero de 1968, Paraíso de 1970, Mecánica nacional de 1972, el episodio Esperanza de Fe, esperanza y caridad de 1974, Presagio y Las fuerzas vivas de 1975, A paso de cojo de 1980, Semana santa en Acapulco de 1981 y Terror y encajes negros de 1985 con una memorable actuación de Claudio Obregón; pero es Tiburoneros, sin duda, la obra maestra de este destacado cineasta.