MEMORIAS DEL SUBDESARROLLO

Aquellas otras navidades

Renato Leduc

 

Entre los múltiples y diversos espíritus chocarreros surgidos y característicos de la no tanto materialista cuanto materializada y metalizada sociedad de consumo, se cuentan el espíritu de clase y el espíritu navideño, o spirit of Xmas, como le llaman de allá de aquel lado. Desentendámonos del espíritu de clase, que en realidad sólo existen en las mafias de concanacos, concamines y similares, y en las bandas de hampones de toda índole (no está por demás, recordar, entre paréntesis, que el fino sentido analógico de los antiguos teólogos helénicos colocó a los ladrones y a los comerciantes bajo el patronato del mismo dios: Hermes, el de los pies alados).

En cuanto al proclamado y aplaudido espíritu de clase del proletariado organizado, solamente lo he visto manifestarse de modo patente y decidido en una ocasión. Fue a las puertas de un hotelucho de paso del rumbo de la Tlaxpana. Un muchacho, con inconfundible tacha de fogonero del ferrocarril, jaloneaba a una jovencita, con inconfundible catadura de obrera de la industria textil que se resistía bravamente a entrar al hotel. Desesperado y furioso el fogonero le lanzó al rostro esta frase hiriente: “Lo que pasa es que tú no tienes espíritu de clase”. El reproche fue como un fuetazo para el orgullo proletario de la obrerita, que con los ojos flameantes de rabia, empujó a su amigo dentro del hotel, al mismo tiempo que le amenazaba: “Ahora te voy a enseñar si tengo espíritu de clase o no”.

Desentendámonos pues de tal espíritu y ocupémonos del más difundido y actual espíritu navideño, que en este mes de diciembre flota y se difunde como un jubiloso, espeso y dispendioso esmog por todos los ámbitos del mundo libre, occidental y cristiano, según he podido observar en mis viajes y aprender en mis lecturas. Tal vez por lo que tenían de pueril los festejos navideños de la primera década de este siglo, la presente temporada (Merry Xmas y esas cosas) me lleva como de la mano a los postreros años del porfirismo de los que don Vicente Salado Álvarez, parodiando a Talleyrand, escribió: “Quien no conoció los últimos años del porfirismo no sabe lo que es la delicia de vivir”.

El siglo 19 —estúpido, le calificaron unos; de las luces, le llamaron otros—, y algunos de sus usos y costumbres sociales se prolongaron hasta los años veinte de la centuria que estamos viviendo. La Revolución, degenerada ya en gobierno, no tenía entre sus hombres uno solo que supiera hacerse el nudo de la corbata, ni portar frac o jacquet¸ni soportar zapatos de charol ni polainas (como no fueran las de la caballería) para servir decorosamente en el cuerpo diplomático y servicios sociales y protocolarios similares. Entonces hubo de echar mano de algunos ex funcionarios porfirianos idóneos, de los más jóvenes y menos contaminados de ideas rancias, poetas los más ellos. En lo tocante a celebraciones y festejos caseritos y sociales —onomásticos, matrimonios, pésames, bailes y cenas de Nochebuena, Año Nuevo, rosca de reyes y otras—, el ceremonial y la forma de los años postreros de la dictadura continuaron hasta los años veinte.

Convienen pues a las fiestas de aquellos tiempos, en los que floreció mi lánguida y deslucida infancia, las descripciones y comentarios que el erudito pero ingenuote don Antonio García Cubas consagra a las mismas fiestas —pero del siglo anterior— en el Libro de mis recuerdos. Tan ingenuote era que no resisto la tentación de fusilarme el delicioso párrafo con que, a propósito precisamente de las Navidades, evoca los años floridos de su juventud, que debe haber transcurrido hacia mediados del siglo pasado. Echaos pues este trompo a la uña:

Yo fui joven… ¿Por qué, caro lector, te causa admiración esto que te afirmo? ¿Piensas acaso que vine al mundo ya grande y encanecido? ¿Qué en mi calendario no tuve mis abriles y mis mayos y que todo fueron noviembres y diciembres? ¿Crees que broté del seno de la Tierra tan hermosote como nuestro Citlaltepec, con flores en el vestido, fuego en el corazón y nieve en la frente?

Verdad es que hay vejetes que se vuelven jóvenes, como nos lo ha contado aquel gran señor llamado Goethe, y como observamos todos los días, con sólo la diferencia que antes hacía la transformación un gran diablo coloradote de borbónica nariz, cejas angulares, barbas de chivo y orejas del mismo. Lujosamente vestido y ataviado de trusa y capa, gorra con una gran pluma de ánade muy enhiesta y espada al cinto… y hoy la ejecuta un gracioso diablillo, que está casi desnudo, con venda en los ojos y bellas alitas de mariposa en la espalda. Lo que no has visto ni verás es lo contrario: jóvenes que se vuelven viejos, porque no hay diablos que hagan la transformación, ni gentes que se dejen. Es verdad que hay muchos jóvenes que parecen viejos; pero fíjate bien en la expresión.

 

Ahorrémonos el resto de la parrafada fisiológico-moralizante de don Antonio sobre las causas del envejecimiento prematuro de la juventud viciosa, retomemos el hilo del relato en el punto en que nuestro autor salta del tema de su sana juventud al de las fiestas navideñas de su tiempo, que en muchos aspectos son idénticos a los de nuestra niñez y adolescencia. Escribe el señor García Cubas:

 

Ya que hemos convenido en que fui joven, y no de esos que tontamente abrevian la carrera de su vida, entro en materia haciéndote saber que de todas las festividades del año ninguna me hizo salir tanto de mis casillas como las jornadas o posadas. Esta festividad constituía la época más alegre y animada del año, y con razón, como que es aquella en que se celebra el acontecimiento más grato que registran los fastos de la humanidad: la venida del Salvador.

 

Aunque las jornadas o posadas no fueron en su origen y no siguieron siendo, ya después, adulteradas, sino ese rito católico que curas y beatas llaman un novenario, es dudoso que en los años juveniles del señor Cubas, o en los de nuestra propia infancia y adolescencia, semejante rito entusiasmara tanto a los participantes nada más por festejar la venida del Salvador. Hay pues que buscarle otras causas y motivos al hecho insólito de que sacara de sus casillas al honesto don Antonio y excitara tanto a sus coetáneos.

Los recuerdos del señor García Cubas, consignadas en su famoso libro, y nuestros propios recuerdos, no consignados en ninguna parte, nos ponen en camino para determinar esas otras causas o motivos. El novenario en cuestión —repetimos—, repetimos, originalmente un simple rito católico, se convirtió, con el transcurso del tiempo y el relajamiento de las costumbres, en una divertidas quiniela de beatería y pachanga, o como escribe don Antonio en culto caliche de su época, en mezcolanza de ópera y sermón, en algo que poco o nada tenía que ver con el advenimiento del Redentor. No eran las personas sesudas, sensatas y devotas las que mayormente disfrutaban de tales festividades, sino “los novios y los niños”, alcara nuestro autor, y explica: “aquéllos por las gratas emociones que a cada paso les proporcionaba el amor, y éstos por la inocencia y viva ilusión de los juguetes”.

Es muy difícil imaginar en medio del destrampe y del libertinaje sexual en que vivimos actualmente, las penalidades y amarguras que sufrían los enamorados en aquella sociedad puritana, mojigata, despiada y tan cerrada de cabeza que consideraba que el mayor tesoro de una familia era el honor que los barbajanes y feroces varones —padres, maridos, hermanos y aun tíos y sobrinos del clan— ubicaban en la entrepierna de las infelices mujeres, que una vez mancillado no se lavaba con agua y jabón, porque era pecado, sino con sangra, particularmente, cuando ajena a la condición eclesiástica, la sangre menstrual dejaba de fluir del honor de la desventurada hermana, hija o sobrina de familia. Las doncellas, presuntas novias o amantes, salían a la calle custodiadas por el indispensable cancerbero, institutriz o madre. No había más comunicación entre enamorados que la del balcón o vidriera, banqueta mediante: una especie de telegrafía digital o alfabeto de ciegos con el que los infelices amantes se hacían pendejos creyendo que conversaban.

Con el mismo propósito de hacer pendejos se inventaron en aquella época diversos sucedáneos de la telegrafía digital: el lenguaje del pañuelo, el del abanico, el de las flores. Un viejo poeta, observador y crítico de aquellas costumbres ingenuas, arcaicas y bárbaras escribió: “¿Quién no insinuó a su amada con violetas / u otra flor / esperanzas tan concretas / cual dormir una noche entre tetas?” El mismo viejo poeta observador publicó y criticó un opúsculo hoy totalmente perdido y olvidado del que conservamos en la memoria algunos párrafos como éste:

 

La sádica costumbre cuando había hijas casaderas de traer al infeliz pretendiente todo el año como perro de carnicería, esto es, contemplando la carne (en el balcón o tras la reja) y lamiéndose el chile (en plena acera) para aflojarle la rienda en esta temporada (las posadas) permitiéndole manoseara las nalgas y las tetas a ritmo de vals o de mazurka en los bailecitos navideños, es una hábil trampa para que a la novena posada el novio enardecido se diga: “A esta me la echo yo, antes de que me vuele la carne otro cabrón”, y no habiendo para ello otra salida, la pide en matrimonio. Así, con la alcahuetería de las posaditas, muchos caballeros cristianos y decentes y sus interesadas cónyuges salen cada año de su maíz podrido.

 

Ahorramos a los lectores la descripción que don Antonio hace de los sistemas de financiación y organización del alegre novenario y de la secuela de cada una de sus funciones. Éstas han llegado hasta nuestros días y no hay inquilino de vecindad de barriada —aún quedan muchas—, o de los multifamiliares que las han sustituido, que no las conozca. La financiación se hace por coperacha, la organización es netamente democrática, pues en ella intervienen hasta las porteras. La secuela del festejo es la misma de hace un siglo. Procesión y cánticos con los santos peregrinos a la cabeza; petición de posada y jubilosa obtención de ella, rezos y reparto de colación —confites, canelones, cacahuates— en cestitos de pasteo o de plástico, y reompimiento de la tradicional piñata. Para amenizar la noche nunca faltaba ni falta una dama pechugona que canta En el fondo del mar nació una perla, o Estrellita de Manuel M. Ponce, un bien un culto e inspirado demócrata que declame El brindis del bohemio, Tierra Baja o “En un charco de sangre ahí estaba tendida…”

Cierta fría noche de posadas, nostálgicos de nuestros años mozos, el Vago Salazar y yo rondábamos por la barriada del Carmen en busca de una posadita de vecindad en donde gorrear un ponche caliente. Los recuerdos juveniles fluían de la memoria: ¿Recuerdas —decía yo— aquellas posadas en que le ofrecían a uno ponches y pambacitos —ya no hay de esos pambacitos— mientras un truculento melenudo recitaba aquello de “En un charco de sangre ahí estabas tendida”?... ¡Tiempos aquellos!

“Sí —musitó lentamente el Vago—. Dichosos aquellos tiempos en que había charcos de sangre, y ahí estaban tendidas mujeres”.