Reflexiones sobre la peste/vida
Fátima Isabel Olvera Salas
En aguas negras de Sodoma y Gomorra, y en el prepucio de un fascista sidoso, en vómito peligroso al olfato, y en el fundillo de un obispo gordo, […] en sangre de letrinas de putas lujuriosas —y quien no me entienda que se haga pendejo—, sean fritas las lenguas envidiosas.
Arturo Meza[1]
Por aquí. Por allá. Escurridiza, camina la peste. Nunca muere. Está contigo y conmigo. Nadie está a salvo. Cruza los puentes por donde caminas. Se sienta en el coche, a tu lado. Dondequiera. Peste. A cualquier hora. En misa. En un concierto. En una orgía. En un salón de clases. En un plato de comida. En el soplo de las palabras. En el del viento. En las manos que acarician. En las que golpean. En la puerta que tocas. Está en el río en que te bañas. No desaparece. Espera silenciosa. Existe. La crees lejana. Pero te acompaña. Es fiel. Vela tu sueño. Seca tu sudor. Enjuaga tus lágrimas. Ahí está. A tu lado. Mírala. Contémplala. Estás tan acostumbrado a ella, que no la ves. Siéntela. Vívela. Disfrútala. Súfrela. Ahí está. A tu derecha. O a tu izquierda. Se mete en ti. ¿No te das cuenta?
Más que por hacer surgir la paranoia, escribo este texto para crear conciencia, sí, así como los ambientalistas. Para hacerte pensar a ti, amigo que me lees, que éste podría ser el último día de tu vida o de la de tus hermanos y padres, o de tu tierra completa; que puede que mañana despiertes con fiebre, que te duela insoportablemente la cabeza, que de tus ingles broten enormes ampollas, o que de repente te des cuenta de que te ha matado la peste. La peste es la vida,[2] en tanto que tiene mucho de absurdo, de simple y sin sentido, y que está, inexorablemente, destinada a la destrucción. Mientras tú y yo buscamos riquezas, bienestar, grandeza, ahí está ella para decirnos quiénes somos —y hasta lo que no— y cuál es nuestro lugar en el mundo. De dónde venimos y a dónde vamos. Y nos encuentra de golpe, ahora, o una hora después.
Tanto el Dr. Rieux, como Tarrou, Grand, Cottard, entre otras personas que fueron partícipes de la peste que azotó la ciudad de Orán, saben lo que es amanecer con la incertidumbre de no saber cuántas personas morirán durante el día, de no saber si alguna de esas personas serán sus hermanos, sus mujeres, madres, o ellos mismos. También son testigos de la indiferencia y del egoísmo que impera en las sociedades, donde ni siquiera la desgracia abre paso a la solidaridad y la empatía, “Al principio, cuando todo esto sucedía, se veía a los curiosos detenerse en la calle a escuchar, pero después de tan continuada alarma, parecía que el corazón de todos se hubiera endurecido, y todos pasaban o vivían al lado de aquellos lamentos como si fueran el lenguaje natural de los hombres”.[3]
Además de lo anterior también se puede inferir que el hombre es muy susceptible al cambio y que se acostumbre fácilmente. Se aclimata. Que lo que una muerte provoca —aflicción, dolor, reflexión— se vuelve nada cuando se halla tan cotidiana y tan a la vuelta de la esquina, como lo está en casos de epidemias, guerras, terremotos, donde mueren miles en una sola semana. Pero, déjame decirte que no sólo en esos casos tienes a la peste acechándote. Ahora mismo viene hacia ti. Te está viendo. Te huele. La peste es la vida, llega y se va de un soplo. Llega y te asesina. No es como la peste que encontró a Grand, buscando la perfección al escribir una novela[4] o a Tarrou, habiendo terminado sus trabajos ayudando a la gente y cuando la ciudad ya se creía a salvo de la peste.[5] Siempre te encuentra, tarde o temprano.
En el ambiente está la peste. Y está tu respiración y la mía. Mezclándose. Está tu olor y mi olor. Están nuestras esencias juntas. Bailando en el viento para ser inhaladas otra vez por ti o por mí, o por cualquiera. Está tu egoísmo tratando de aislarte. Está tu perversidad que quiere que me hunda. Y está tu generosidad intentando ayudarme. Pero todo está sin que lo sepamos. Somos parte de un solo mundo. Estamos juntos, aunque te encierres en tu cuarto. Eres vulnerable aunque te creas invencible bajo las cobijas de tu cama. Aunque creas que no necesitas a nadie. La peste llega con distintas caras. A los pobladores de Orán les llegó de la manera más clara. Se percataron todos de que existía. Les salieron bubones en el cuerpo. Quedaron postrados. Sentían mucha sed. Tenían los ojos enrojecidos y fuertes dolores de cabeza.[6]
Imagino la escena grotesca. Lo débiles que somos y lo frágil de nuestro cuerpo. Pero entre tú y yo existe algo aún más grotesco. Algo que provocaría vómito si se le viera. Si tuviera cuerpo. Es la peste. Eso que provoca que delires. Que provoca que escupas sangre. Que tus actos sólo estén animados por la envidia. Que te estés muriendo. Siempre. Por no intentar vivir de verdad. Esa es nuestra peste. Eres tan individuo que nunca vas a sobresalir. Pero lo deseas. Y lo haces con tanta vehemencia. Que no te importa hundirme. O hundir a otros. Vamos. Así es esto. Estamos acostumbrados a muchas muertes. Aquí donde me encuentro, más de dos o tres hemos sido calcinados por la peste. Esa que escupes. Esa que ronda por las calles a todas horas.
La peste es la vida. Y nuestra vida ahora es esto. Un ir desbaratando el camino que alguien más se ha forjado. Unos pocos, como en Orán, se unen y trabajan juntos. La gran mayoría busca su propio y único beneficio. Unos cuantos más buscan verse reconocidos. Ésta es nuestra peste. Un puñado de ratas propagando veneno con sus hocicos. Un montón de gente indiferente hacia las desgracias ajenas. Que tienes dinero. Qué bueno. Que tienes inteligencia. Qué bien. Que posees el don de la belleza. Bien por ti. Que posees enorme talento para las artes. Perfecto. “Bien sé que el hombre es capaz de acciones grandes, pero si no es capaz de un gran sentimiento, no me interesa”.[7]
Es así. Nuestra peste es nuestro egoísmo. Es nuestra envidia. La peste es la hipocresía. De quienes te sonríen de frente y te vuelven un malvado a tus espaldas. Sí, a ti te hablo, amigo, a ti que me escuchas ahora. La peste se nota en el rostro. Se te nota. En la cara de amargura. El propagar esta peste, desgasta. No son ahora bubones en el cuerpo. Es amargura total. Coraje. Te come por dentro. Es lepra. Te come las entrañas. No hay escape. Pero se intenta huir. Aunque “cansa mucho ser un pestífero. Pero cansa más no serlo. Por eso hoy día todo mundo parece cansado, porque todos se encuentran un poco de pestíferos”.[8] Más vale no luchar, ahí está y nunca muere. Esa peste que de la que cada uno de nosotros porta un poco.
Ahora bien, si la peste bubónica acabó con la tercera parte de la población europea e hizo que cambiarán en gran medida los ideales y los pensamientos de las personas[9], si en La peste, de Albert Camus, se relata que se unieron muchas personas en brigadas para ayudar a la gente en problemas, en qué terminará la peste a la que nos enfrentamos. Cuál será el desenlace. Desde tiempos muy remotos se sabe de su existencia y de su perpetuidad, pero no me cabe en la cabeza que, aun sabiendo los medios por los que se contagia, sigamos siendo tan débiles ante ella. Porque, “lo que es natural es el microbio. Lo demás, la integridad, la pureza, si usted quiere, son resultado de la voluntad, de una voluntad que no debe detenerse nunca”.[10]
Tanto el Dr. Rieux,[11] como yo, sabemos que hasta el momento en que te des cuenta de que la peste está arribando a tus calles, seguirás siendo egoísta, que sólo pensarás en ti; que no te importará, hasta esos instantes, si alguien necesita algo que tú tienes de sobra y que podrías compartir. Tú lo sabes mejor que yo. Te das cuenta de que eres ególatra y las cosas de las que te vanaglorias, algún día, cuando menos lo esperes, no sirvan de nada. Lo sabes. Haces como que no te importa. Pero te importa, sí, y te importa mucho. Descalificas a cualquiera que crees que no está a tu nivel. Pero en él hay algo que envidias. Envidias su vida. Su risa. No porque no tengas risa propia, sino porque en tu ser está el envidiar. Estás infectado.
Para terminar, después de mucho de estar exponiendo sobre la peste interminable que nos atañe a todos. A mí en lo personal. A ti, que me lees. La última razón que encuentro para que la peste de la envidia se siga propagando. Y que ayuda a que se filtre por todos lados la murmuración —que no es otra cosa más que el fruto de dicha envidia— y que el Dr. Rieux expone con tanta claridad, es que quienes portan el virus “ignoran, más o menos, y a esto se le llama virtud o vicio, ya que el vicio más desesperado es el vicio de la ignorancia que cree saberlo todo y que se autoriza entonces a matar”.[12]
Eso fue todo. Cuidémonos de la peste. Nadie sabe cuándo. Ni por donde. Ni en qué condiciones llegará. Sí, amigo, tú que has leído esto. Vive. Deja vivir. Ten voluntad. No dejes que la peste te atrape. Como dije al principio, quiero crear conciencia. Así tenga que creármela a mí misma. Te dejo con un pequeño mensaje. Como el Dr. Rieux, Tarrou, Grand, Cottard, muchos trabajamos hoy en día, no ya para luchar, sino para ayudar a bien morir y a bien recibir la peste cuando ya ha golpeado a alguien. Si ya eres portador, no te quedes con esa cara de amargura. Pide ayuda. Escucha música. Sé feliz. Es lo mejor que te puedo recomendar, desde acá. Desde la lejanía de este texto. Ah, abrígate, que hace frío. Y aliméntate sanamente.
[1] Letra de canción “Lenguas viperinas” de Arturo Meza, en: http://www.musica.com/letras.asp?letra=1743419, consultada el 25 de noviembre de 2013.
[2] “Pero, ¿qué quiere decir la peste? Es la vida y nada más”: Albert Camus, La peste, Sudamericana, México, 2012, p. 253.
[3] Ibid., p. 92.
[4] Casi durante toda la novela, Grand se la pasa buscando cómo podría sonar mejor el primer párrafo de su novela. Él no muere por la peste. Pero cuando es atacado por ésta, manda quemar sus papeles. Al final se recupera y no vuelve a comenzar su texto.
[5] Tarrou sí muere, es la última víctima de la peste de la que se tiene razón.
[6] Cfr. con Albert Camus, op. cit., p. 38.
[7] Ibid., p. 138.
[8] Ibid., p. 210.
[9] Arquehistoria, La peste negra en Europa, en http://arquehistoria.com/historiasla-peste-negra-en-europa-384, consultada el 25 de noviembre de 2013.
[10] Albert Camus, op. cit., p. 210.
[11] El Dr. Rieux fue una de las personas que estuvo más al tanto de lo que ocurría con la peste y de la organización de las brigadas para ayudar a los infectados.
[12] Albert Camus, op. cit., p. 112.