¿Tachas?

La isla en la que abandonaron a Alexander Selkirk y en la que vivió durante cuatro solitarios años se encuentra en el Océano Pacífico oriental, a 34° de latitud sur, seiscientos sesenta y siete kilómetros al oeste de la costa de Chile. En 1966, el gobierno chileno le puso el  nombre oficial de isla de Robinson Crusoe, en homenaje a Selkirk, el verdadero Robinson Crusoe, en quien se inspiró Daniel Defoe para escribir su famosa novela de 1719.

Pero Crusoe era un personaje de ficción y su isla un lugar imaginario. Selkirk y Crusoe, aunque abandonados ambos en una isla desierta, no se parecían mucho como personas. Para recrear la realidad del abandono de Selkirk, me he remitido al breve testimonio que dejó, al de sus compañeros de tripulación y de quienes lo rescataron, al de escritores coetáneos del siglo XVIII, y a las demandas judiciales de dos mujeres, en las que ambas afirman ser su legítima esposa. También me he fijado en la isla, cuyas tormentas e intimidantes montañas evocan las penalidades de la supervivencia en solitario con mayor intensidad que los archivos de inventarios y declaraciones judiciales, o los diarios de corsarios que recorrieron el mundo sobre veleros de madera en busca de fortuna.

 

La isla

 

Materia fundida
1702

Delimitada por el inmenso Mar del Sur, avistada en la lejanía desde una embarcación de madera, era un destino, un lugar de refugio. A primera vista no parecía más que una borrosa mancha gris. A medida que se avanzaba contra las fuertes mareas y los vientos caprichosos, la mancha borrosa se transformaba en montañas dentadas que surgían del agua. Nubes oscuras se cernían sobre la punta oriental. Era una promesa de arroyos de agua clara, carne fresca y reposo tras las tormentas del viaje.

Al costear a sotavento, buscando fondeadero, los precipicios quebrados y escarpados desvelaban bosques recortados por frondosos valles y regados por cascadas y arroyos. Las bahías de guijarros y cantos rodados se convertían en puertos que ofrecían refugio seguro.

Surgida de las entrañas de la tierra, la isla había sido en tiempos remotos materia fundida bajo la corteza del planeta. Formada por columnas de basalto, era un arrecife de picos montañosos, el más alto de los cuales, tallado como un inmenso yunque, se alzaba mil metros por encima del océano. Las rocas eran grises, escoriáceas, esponjosas, estaban veteadas de olivino y picrita, estriadas por formaciones de cristales de feldespato, aluminio, potasa, cal… Las escarpaduras de la costa, las altas crestas pobladas de árboles y las secas laderas de los valles que descendían hacia el mar eran lechos de lava, reliquias de un torrente magmático: magma, del griego “amasar”. En las orillas había bloques de lava porosa y negra, que recordaban la escoria de hulla quemada, como un fuego apagado.

El fuego podía volver a prender. La isla cambiaba con las nubes que pasaban rápidamente la luna creciente, las lluvias. Los sonidos cuyos ecos restallaban por las montañas avisaban de su asombrosa energía. Los marineros hablaban de la explosión de la tierra, de “un volcán arrojando piedras tan grandes como una casa”, de una columna de humo y llamas que emergió del mar, de cómo el mar retrocedió en inmensas olas que dejaron seca la bahía y luego volvió a irrumpir en ella a tal altura que arrancaba los árboles de cuajo y ahogaba las cabras.

Los estudiosos manifestaron sus opiniones sobre las conexiones geotectónicas entre la Isla y el continente de Sudamérica y el movimiento de las placas continentales. Recogieron trozos de rocas, navegaron de vuelta a casa llevando las cajas, identificaron las vetas de color que contenían esas piedras como augita, magnetita e imantita y especularon sobre cuándo había entrado en erupción el volcán y la manera en que el viento va transformando una cosa en otra. Sus análisis hicieron que la isla resultara menos remota. Si le daban nombre, si la clasificaban, en cierto modo podían poseerla y domeñarla a su voluntad.

Montañas y gargantas
1702

En el esquema general del mundo era un minúsculo pedazo de tierra de cuatro millones de años de antigüedad, algo menos de veinte kilómetros de largo, seis y medio de ancho y casi cincuenta y cinco de perímetro. En la baja y reseca punta occidental sólo crecían árboles enanos (Dendroseris litoralis y Rea pruinata).[1] Junto a un cabo se extendí una bahía rocosa, en forma de herradura, donde un bote pequeño bien podría atracar sobre arena y guijarros.

Los acantilados orientales se elevaban perpendicularmente desde el mar. En la arista del talud, donde rompían las olas, crecían musgos y algas. El mar socavaba la pared costera y la ahuecaba formando cuevas. A lo largo de la costa suroriental había matas de hierbas con altos tallos (Stipa fernandeziana). Las cataratas arrastraban hasta el mar tierra que teñía la rompiente de sepia. Junto a una pequeña bahía, salpicada de lechos de lava y surcada de arroyos pedregosos, se alzaban dos montañas, esculpidas con torrenteras que llevaban agua después de cada aguacero.

Los vientos marinos llegaban a la costa, se elevaban por encima de las crestas de las montañas, luego se enfriaban, se condensaban y caían en forma de lluvia que empapaba las cumbres, brotaba en torrentes montañas abajo, y en los frondosos valles verdes se transformaban en arroyos que fluían veloces. Las nubes envolvían las montañas mientras el sol bañaba las colinas occidentales. Ráfagas de viento penetraban en los valles en violentas rachas. En la húmeda primavera, el arcoíris se alzaba sobre las bahías. El verano llegaba en diciembre y duraba hasta marzo.

En los bosques que cubrían las laderas de las montañas había sándalos aromáticos con corteza marrón oscura, pimenteros de Jamaica de hojas relucientes y bayas picantes, grandes árboles mayu monte con las raíces al descubierto, palmeras de color verde oscuro marcadas de cicatrices, con largos troncos rectilíneos. Había árboles arrancados de cuajo debido a los vientos borrascosos y la fina tierra de la montaña. En las gargantas los juncos crecían fuertes con hojas de ensiformes y flores blancas. La Gunnera masafuerte desplegaba hojas de pergamino. Helechos arborescentes de un metro de altura, con frondas verde oscuro, crecían en arboledas en los valles oscuros. Helechos trepadores crecían sobre rocas y troncos caídos, y colgaban de árboles y ramas. Helechos transparentes de tonos verdosos llenaban los claros, las orillas de los arroyos, las paredes húmedas de los acantilados.

Rosetas amantes de la luz crecían en las rocas más bajas. Tres veces al año florecían de un color azul oscuro. Mirtos de hoja perenne con flores blancas adornaban la linde del bosque, los ciruelos florecían en primavera. Había maleza en los salientes rocosos y líquenes sobre las piedras. Un musgo exuberante acolchaba los cantos rodados a los pies de las cascadas. Colonias de plantas y flores formaban matorrales. Hierbas de toda suerte crecían vigorosas junto a los arroyos del valle.

En un valle de verdes praderas, atravesado por un torrente, había un pequeño puerto donde los cantos rodados se movían bajo el fuerte oleaje. Con un mar en calma, un bote podía atracar bajo una roca saliente, ahuecada como un túnel. La roca conducía a una cueva a casi cinco metros por encima del nivel del mar. Era un lugar donde podía refugiarse un hombre.[2]

Pero sólo una amplia bahía ofrecía a un gran buque un buen fondeadero en aguas profundas, permitiendo a sus botes llegar a la orilla. Esta bahía estaba rodeada de altas montañas cortadas por riscos. El valle se extendía en una pradera resguardada por sándalos y regada por arroyos. Era un lugar de ecos y fragancias: acogedor al alba y al crepúsculo, hostil con vientos racheados. Junto a sus arroyos crecían nabos y rábanos, hierbas, avena silvestre y pastos. Al fondo del valle se abrían gargantas entre altas paredes, densamente pobladas de helechos arborescentes y Gunnera peltata de hojas gigantes. De las gargantas caían cascadas. A través del espeso bosque, un empinado sendero llevaba al lado sur de la isla. En la cumbre, tras una ardua subida, un hombre podía escudriñar el mar circundante. No le pasaría por alto ningún barco que se aproximara a la Isla. Con el tiempo, esta cima se conocería como el Mirador Selkirk.

Más allá del valle y ante él, se extendían casi veinte mil kilómetros de océano. El océano protegía la Isla. Mantenía alejado al hombre (Homo sapiens). Sólo conducía a su orilla rocosa y agreste a los audaces o desesperados. Sin la intervención del hombre, la Isla vivió sus épocas de florecimiento y de reposo.

Lobos marinos y colibríes
1702

La isla atendía a cuanto ser vivo llegaba a ella por azar. Los vientos racheados traían moscas y abejas. El plancton sobrevivía a los huracanes. Las arañas y las crisálidas de mariposa atravesaban ilesas en maderos a la deriva vastas extensiones de océano. Los gusanos llegaban en los zapatos de los marineros de paso, los gatos y las ratas saltaban a tierra de barcos anclados. Había cuarenta y seis clases de moluscos y cincuenta tipos de helecho.

Una boa constrictor llegó enroscada en el hueco de un tronco cortado. Había viajado desde Brasil durante siete semanas por el mar picado. El árbol tocó tierra con el ir y venir de la marea. La serpiente se deslizó por las rocas de la bahía y se introdujo en el valle boscoso. Encontró comida —pájaros, crías de foca, cabras—, cobijo y sol, pero ninguna compañía. Mudó de piel y bailó sola.

Los seres vivos que no necesitaban pareja para reproducirse colonizaron la isla de un modo imposible para la boa. Las semillas sobrevivían al paso por el aparato digestivo de los tordos, se pegaban a las patas de los albatros, y viajaban de una punta a otra de la Isla atrapadas en el pelaje de los ratones.

Los lobos marinos finos o de dos pelos (Arctoecephalus phillippii), de color pardo, eligieron la Isla por sus bahías pedregosas, las aguas profundas cerca de la orilla y la abundancia de pescado. Ágiles en el mar, se zambullían, se deslizaban en el agua y se dejaban llevar sobre sus lomos con las aletas plegadas. Sobre las grandes rocas costeras y por los islotes se movían pesadamente y se revolcaban al sol. Su pelaje húmedo se confundía con las oscuras piedras volcánicas. A veces parecía que lloraban. En noviembre subían a la orilla para procrear. Cada madre daba a luz a una única cría cubierta de una pelusa negra.

Había enormes leones marinos (Otaria jubata) de seis metros y medio de largo con hocicos poderosos. En la ritual estacional para afirmar su dominio bramaban, se peleaban y se herían con saña. Las cicatrices de la batalla sexual ornaban sus gargantas. El triunfador engendraba una manada.

Sobre cada roca bañada por el mar corrían los cangrejos. Bajo esas rocas, se alimentaban las langostas. Éstas vivían décadas y crecían hasta alcanzar casi un metro de largo. Los lucios se movían en grandes lucios por la superficie del mar y por la noche parecían volar, la arena olía a desove en las algas marinas, las percas se escondían cerca de las rocas en busca de cangrejos, los bacalaos se reproducían en las aguas profundas junto a la costa septentrional, los besugos arrancaban algas de las rocas con sus dientes afilados. También había caballas, y anguilas manchadas y con lunares.

Las cabras llegaron en barcos españoles. Los marineros soltaron unas cuantas en el valle junto a la gran bahía, pues querían carne mientras carenaban sus buques. Las cabras eran pequeñas de color marrón oscuro con cuernos ondulados y señales blancas en las frentes y hocicos. Se dirigieron a las colinas y se multiplicaron.

La iglesia estaba habitada. Alojaba, protegía y mantenía a sus huéspedes. En la maleza del valle había ratas (Rattus rattus), ratones (Mus musalus), gatos (Felis domestica). La Isla ofrecía sol, agua, comida y cobijo a cuantos se refugiaban en ella. Proporcionaba los medios de vida.

Las estrellas guiaron a los pájaros. Los colibríes con el pecho cobrizo y estrechos picos que parecían alfileres probaban el néctar de las flores de color naranja y tejían nidos colgantes en los helechos. Un pájaro que resplandecía como el metal construyó su nido de musgo en los bosquecillos de helechos y puso huevos blancos. Petreles grises y blancos cambiaban bruscamente de dirección al volar sobre el mar. Los papamoscas volaban veloces por los valles. Miles de parejas de frailecillos excavaban madrigueras en los acantilados. Confundidos por una tormenta, llegaron también dos cisnes de cuello negro. Sobrevivieron pero no procrearon.[3]

La Isla nunca estaba en silencio ni en calma. Se oía el gorjeo y el zumbido de los colibríes, los ladridos de los lobos marinos, los chillidos de las ratas, el susurro de las olas, el viento en los árboles. Había sonido de satisfacción, de muerte y de catástrofe fortuita. Un ave marina nocturna, la fárdela, chillaba por la noche como un niño asustado.

Diana Souhami

 

 

[1] La clasificación de la flora y la fauna de la isla se inició en el siglo XIX. Las expediciones fueron dirigidas por un horticultor escocés, David Douglas, en 1824; un botánico italiano, Carlo Bertero, en 1834; un botánico chileno, Federico Johow, en la década de 1890; un científico sueco, Carl Skottsberg, en los primeros años del siglo XX. La tarea continúa gracias al trabajo de un botánico francés, Phillippe Danton, y de un botánico chileno, Clodomiro Marticorena.

[2] Se llama “La Cueva de Selkirk”, aunque éste nunca se refugió en ella ni permaneció en la bahía donde se encuentra, ahora denominada Puerto Inglés.

[3] Según parece es frecuente que haya pájaros que llegan a la Isla por accidente. En diciembre de 1999, mientras me encontraba allí, un pingüino vapuleado por la tormenta fue arrastrado hasta la costa, y un cisne negro, que había sido acarreado por el viento desde un lago al sur de Santiago, fue devuelto a casa en avión.