Un punto de vista sobre el maltrato

Marina Arjona Iglesias

Estoy convencida de que vivimos el maltrato casi diariamente, de que estamos inmersos en la cultura del maltrato, y considero, igualmente, que ni siquiera nos percatamos con claridad de ello.

Es por eso que he creído pertinente hablar ahora un poco sobre el tema. Y a ello me mueve principalmente procurar que las cosas no sigan así: "ha llegado el momento de prepararse para lograr ser expertos, ante todo, en motivar cambios relacionales en la gente que lo necesita realmente. Lo que significa provocar la necesidad [el subrayado es mío] del cambio, además de ser capaces de inducirlo", anota Mara Selvini Palazzoli en la presentación del libro Niños maltratados. Diagnóstico y terapia familiar —Paidós, Barcelona, 1991, p. 13—, de Stefano Cirillo y Paola Di Blasio. Y no es que yo me crea capaz de lograr tal, puesto que lejos estoy de especializarme en eso, pero sí tengo el convencimiento pleno de que si se empieza a mencionar un asunto que a mi entender a todos atañe se conseguirá también que se dé el inicio de traerlo a la conciencia, con lo que desde luego ya hay ganancia. Porque uno de los elementos que creo más importantes en el asunto es el hecho de que por lo general no se reconoce —no se percibe— el maltrato. Muchas veces me descubro explicándole detalladamente a alguien que sin duda fue maltratado, y me encuentro con que tal explicación no es en realidad comprendida —y hasta muchas veces es mal recibida, he de recordar, claro, el destino de los portadores de malas noticias—: parecería que yo personalmente soy en extremo quisquillosa y sumamente exagerada. Pues justamente esto me parece otra buena razón para poner la cuestión de manifiesto.

Pero ¿por qué digo con tanta certeza que se nos maltrata? ¿Qué significa "maltrato"? Pienso yo que cuando no nos tratan bien es que nos tratan mal, de manera que la definición para mí más exacta de lo que el maltrato sería habría que enunciarla en términos tales como que existe un "no buen trato". Porque no me refiero en este momento a la voz "maltrato" como una terminología, puesto que en ese caso se incluyen en ella varias cuestiones —que implican exclusivamente al maltrato infantil, como por cierto hace toda la bibliografía que conozco, que no habla del mismo aspecto en adultos, excepto por el asunto de las mujeres maltratadas (generalmente golpeadas y sexualmente abusadas), que lo son siempre por sus parejas masculinas. Los malos tratos que los adultos (del sexo que sea) reciben fuera de esa situación particular no son motivo de interés para los estudiosos (de profesiones varias) que hablan sobre el maltrato desde un punto de vista especializado. Por eso me atrevo, claro—. Algunas de aquellas cuestiones son, a saber el maltrato físico —que consiste en golpes que lesionan en grados diferentes de gravedad—, la negligencia o descuido —que se aplica al caso de los niños pequeños cuyas necesidades básicas son desatendidas—, el abuso sexual —que horroriza y duele de mencionarse sólo, tanto que mejor no se toca; y de ahí a ignorarlo hay un paso pequeñísimo— y el llamado maltrato emocional —que en los libros que he consultado no termina de especificarse a mi gusto—. Es así entonces que no hablo del maltrato como término técnico exactamente, sino más bien como de una palabra cualquiera que también cualquiera emplea, y con la que sucede lo mismo que con otras palabras: medio sabemos qué significa, la usamos, la oímos y estamos convencidos de que la entendemos —no es, sin embargo, momento éste para que me ponga a hablar de lo que de todos modos hablo siempre, es decir de la falta de precisión y de profundidad de la competencia lingüística del individuo—. Si bien, pues, no estamos muy ciertos de qué quiere decir maltrato sí tenemos una idea cercana de lo que denota. Y de esto es que me ocupo aquí.

De alguna manera podría decirse que el maltrato a que me refiero es el que se ha dado en denominar "emocional", aunque también pienso que el descuido —o negligencia— ha de estar asimismo incluido en el tema que me ocupa: cuando las personas que nos importan, cuando los individuos en quienes confiamos, no toman en cuenta nuestras necesidades o las pasan por alto no nos están tratando bien, y si no nos tratan bien —volvemos a lo dicho— nos maltratan.

Necesitamos atención, cuidado, cariño, valoración, protección. Si no recibimos eso es que no estamos bien tratados, estamos maltratados.

Pero bueno, en una sociedad —y no hablo de un lugar geográfico en particular, sino de muchos— que ni siquiera tiene claro el gravísimo peligro que implica subestimar la importancia —cuantitativa y cualitativa—­ del fenómeno del maltrato —ahora sí en su sentido terminológico— ­infantil, dificilísimo resulta querer abordar el problema de los adultos que no son bien tratados.

Y sin embargo estoy del todo convencida de la trascendencia enorme del maltrato cotidiano a que estamos inevitablemente sometidos. Cuando tenemos que hacer antesalas de horas nos maltratan (claro ejemplo es lo que sucede al intentar obtener la visa yanqui: tan denigrante experiencia resulta incluso difícil de relatar), cuando llamamos por teléfono y nos dejan esperando nos maltratan, cuando nuestra pareja finge no advertir nuestra presencia después de una discusión nos maltrata, cuando el jefe se apropia de nuestras ideas —y hasta nos las explica!— nos maltrata, cuando la mamá nos dice que "estoy muy bien, no tengo nada" nos maltrata, cuando nos usan —¡cuánto!— ­nos maltratan, cuando nos ven sin vernos, cuando no nos hablan, cuando no nos saludan, cuando no nos preguntan nuestra opinión en cosas que nos conciernen, cuando no nos oyen, cuando nos dicen que estamos muy viejos —o muy altos, o muy gordos, o muy feos—, cuando nos apartan, nos castigan, nos hacen sentir culpables, no nos entienden, nos ignoran, nos descalifican, nos malinterpretan, nos callan, cuando todo eso nos maltratan. ¿Ven por qué digo que sucede todos los días? ¿Quién vive uno solo de los suyos sin que algo de esto le pase?

Yo sé que puede parecer que exagero, que pido demasiado, que busco una utopía. Pero no es así. Porque no estoy planteando —¡y hasta me disculpo por ello! ¡Es increíble!— que hemos de vivir en una sociedad que nos permita ser muy felices. Sólo hablo de que ésta nos vuelve sumamente infelices y nos daña irremediablemente desde edades muy tempranas. Y que tal situación obedece en gran medida al maltrato cotidiano. Es simple lo que pasa, en realidad. Resulta que si no nos tratan bien algunas veces no hay daño, pero el asunto está en que nos tratan mal todos los días —y hasta varias veces diarias— y además nos tratan mal no únicamente las personas que no nos conocen o las que no nos quieren —o incluso nos odian— sino también las que sí nos conocen —muy bien, es más—, las que sí nos quieren, las más cercanas, las más importantes. No existe entonces una gran diferencia entre el maltrato que nos inflige un desconocido, un enemigo o nuestra propia madre o hija —menciono especialmente estas dos posiciones porque en mi experiencia son las más propensas a propinar (¡propinar!, he de querer decir "proporcionar") el maltrato en cuestión—. No es difícil inferir que las consecuencias de recibir el mismo tipo de trato —malo— por personas a quienes tenemos clasi­ficadas en casillas no sólo distintas sino incluso opuestas y contrapuestas son muy serias, debido a que conducen a una confusión severa, y cuando las cosas no son claras es mucho peor que cuando sí lo son, aun cuando tal claridad sea de una cuestión negativa: quiero decir que si bien es siempre malo que no nos traten bien tal es de esperarse cuando interactuamos con individuos que son nuestros enemigos, y el hecho de esperarlo aminora en cierto modo el daño, pero si quien nos maltrata es a la vez quien nos quiere las implicaciones de estar sometido a ello son terriblemente negativas, porque el impacto es ahora doble —si usamos las matemáticas puras, porque si queremos acercarnos más a la realidad no es únicamente doble, dado que su penetración, su profundidad, es considerablemente que eso.

De esta manera, cuando no nos maltratan con mucha frecuencia y cuando son los que nos quieren quienes nos tratan mal es difícil que no tengamos la tendencia de pensar que la culpa es nuestra, que nosotros provocamos el maltrato, que hay algo en nuestro comportamient­o que suscita que no nos traten bien. Vamos, pues, por la vida, creyendo que el maltrato se justifica porque está motivado por nosotros mismos. Y si somos merecedores de ser tratados mal es que no somos gran cosa, no valemos mucho, no tenemos importancia. La autoestima y la seguridad individual se ven incontrovertiblemente afectadas, y afectadas muy seriamente. ¿Qué pasa con una sociedad que está llena, pletórica, de personas que no sólo dudan de su valía sino que están seguras —y es ésta su única seguridad, además— de que no tienen ninguna? Pues lo que pasa es que se convierte —y no paradójicamente, desde luego— en una sociedad maltratadora, con lo que el círculo es perfecto. Porque, claro, si nos maltratan, maltrata­mos. Y no por venganza, no. Ni porque se trate del único comportamiento aprendido —como dicen algunos—. Lo que pasa es que si no tenemos autoestima ni seguridad firmes y de consideración no podemos construir un carácter con sensibilidad —sería muy doloroso— y con valor —sería muy arriesgado—. Y ciertamente que se necesitan valor y sensibilidad para evitar el maltrato. El que sea: el que recibimos y el que damos.

La solución desde luego es extremadamente difícil, porque el hecho de poseer las características que permitirían contrarrestar el maltrato entraña el riesgo —y no remoto— de sufrirlo insoslayablemente —quiero decir de que duela mucho más—. Yo creo, sin embargo, que unas cosas van por otras, y que bien vale la pena padecer conscientemente que dolerse sin saber claramente por qué, y sobre todo si la tal conciencia finalmente traerá consigo la liberación —por parcial que sea, que no están las cosas para pedir grandes trans­formaciones.

El caso es que estoy convencida de que ocultar la verdad nunca es bueno para nadie —excepto en situaciones muy específicas y restringidas—, pero que ocultársela uno mismo es todavía peor.

Reconozcamos, pues, el maltrato cuando nos alcance —que será muy pronto—, y para reconocerlo ha de bastar con llevar a efecto un pequeño ejercicio mental que consiste en que si creemos que nos están maltratando es que nos están maltratando. Saber que en verdad sucede, que no lo inventamos, que no somos "delicados", "suscep­tibles" o "paranoicos", realmente ayuda a dar un primer paso —un paso enorme— para librarse del daño. Lo que sigue es verbalizarlo, decirlo, expresarlo, a quien sea que consideremos adecuado —incluido por supuesto el maltratador en turno— o a nosotros mismos, simplemente —he de anotar de paso que se subestima la potente fuerza de las enunciaciones autodirigidas (de hablar solo, para ponerlo en términos simples)—. No puedo menospreciar, desde luego, la importancia de enfrentar a quien nos maltrata, sin embargo estoy cierta de que esto tiene menos eficacia de la que por lo general se le concede —y el considerable riesgo de ser maltratado de nuevo cuando más débil se está por ser el tema de la conversación precisamente la vulnerabilidad propia, razón que a mí me parece más que suficiente para desaconsejar la práctica, si no es en casos particulares—, además de que no cumple de ningún modo el cometido de que el infractor no incurra otra vez en el mismo comportamiento, porque he de subrayar que pretender que alguien reconozca que maltrató es por lo menos ingenuo, y sin el reconocimiento correspondiente el arrepentimiento también correspondiente es imposible, como lo es, por ende, cualquier cambio de conducta al respecto.

Quedémonos, mejor, cuando nos maltraten, con el convencimien­to pleno de que nos maltrataron y con la voluntad de expresarlo muy claramente. Casi sin percatarnos, el hábito del reconocimiento y la verbalización nos llevará a conseguir evitar el maltrato, sobre todo por la vía —¡tan simple!— de no exponemos a él —¡cuántas veces, cuántas, lo sabíamos de antemano!—, pero también —y de manera igualmente eficaz— por el camino de no perpetrarlo nosotros, de modo que podamos decir "por lo menos yo no". O muy poquito. Poquitito. Hasta que de verdad ya no.