Es lo Cotidiano

¿Tachas?

 

Los elogios prodigados inmerecidamente a los muertos y los honores que sólo por su eminencia se rinden a la antigüedad seguirán probablemente alimentando las quejas de aquellos que, incapaces de contribuir a la verdad, esperan obtener renombre de las herejías de la paradoja; o las de aquellos otros que, arrojados por la decepción hacia argumentos reconfortantes, se muestran dispuestos a esperar de la posteridad lo que el presente les regatea y alardean de que el tiempo les concederá al fin la consideración que por envidia se les niega.

La antigüedad, como cualquier otra categoría que suscite el interés del hombre, cuenta sin duda con devotos que la veneran no desde la razón sino desde el prejuicio. Algunos parecen admirar indiscriminadamente cualquier cosa preservada por el tiempo, sin tener en cuenta que, en ocasiones, el tiempo coopera con la suerte. Todos ellos están acaso más dispuestos a honrar las excelencias del pasado que las del presente, y sus mentes contemplan el genio a través de las sombras de la edad, como los ojos escudriñan el sol a través de un artefacto oscuro. El objetivo principal de la crítica es encontrar los defectos de los modernos y las virtudes de los antiguos: mientras un autor está vivo juzgamos su capacidad por la peor de sus actuaciones, y cuando está muerto, por la mejor.

Sin embargo, a aquellas obras cuya importancia  no es absoluta ni definitiva sino gradual y relativa, a aquellas que no se sustentan sobre principios científicos y demostrables sino que les puede aplicar otro rasero que el de su permanencia en el tiempo y su constancia en la estima. A menudo se ha examinado y comparado lo que la humanidad ha poseído durante largo tiempo, y si su valía persiste es porque las frecuentes comparaciones han confirmado la opinión en su favor. De igual manera que entre las obras de la naturaleza el hombre no puede considerar profundo un río ni alta una montaña sin conocer muchas montañas y muchos ríos, así en los productos del genio no se puede calificar algo de excelente hasta haberlo comparado con otras obras del mismo tipo. La validez de toda demostración se manifiesta de inmediato y no tiene nada que esperar ni que temer del paso del tiempo, pero las obras de carácter tentativo y experimental deben ser juzgadas en relación con la capacidad general y colectiva del hombre, tal y como ésta se nos muestra en una larga sucesión de esfuerzos. Del primer edificio que se erigió, se hubiera podido afirmar ya con certeza que era redondo o cuadrado, pero sólo por referencia al tiempo se pudo determinar si era alto o espacioso. La escala numérica de Pitágoras se reveló perfectamente al instante, pero ni siquiera ahora podríamos saber si los poemas de Homero trascienden los límites de la inteligencia humana salvo por la constatación de que siglo tras siglo, nación tras nación, no hemos sido capaces de hacer otra cosa que reescribir sus episodios, dar nuevos nombres a sus personajes y parafrasear sus opiniones.

El respeto por las obras que han perdurado en el tiempo no obedece, por tanto, a una crédula confianza en la superior sabiduría de tiempos pretéritos, ni a las sombría certidumbre de la inevitable decadencia de la humanidad, sino que es consecuencia de opiniones reconocidas e incontestables: lo que se conoce desde hace más tiempo ha sido examinado en más ocasiones, y lo que se ha examinado más se entiende mejor.

El poeta cuyas obras me propongo revisar comienza ahora a adquirir la dignidad de los antiguos y a reclamar los privilegios de una fama consolidada y de una veneración canónica. Ha sobrevivido con mucho a su siglo, plazo comúnmente admirado como prueba del mérito literario. Cualquier ventaja que pudiera haber sacado alguna vez de alusiones personales, costumbres locales u opiniones pasajeras se ha desvanecido con los años; y cualquier tema de la alegría o congoja que le proporcionaran los usos y maneras sociales ahora sólo oscurece las escenas que una vez iluminó. Han desaparecido los efectos del aplauso y de las rivalidades; la memoria de sus amigos y de sus enemigos se ha disipado; sus obras no procuran argumentos a favor de opinión alguna, ni proveen de improperios para injuriar a cualquier otra facción; no complacen la vanidad ni premian la malicia; se leen sin más motivo que el deseo de obtener placer, y solamente en la medida en que lo proporcionan merecen, por tanto, nuestro elogio. Y así, sin el apoyo del interés o de la pasión, han sobrevivido a gustos y modas, haciéndose acreedoras de nuevos honores conforme se transmitían de generación en generación.

Pero dado que el juicio humano, pese a avanzar gradualmente hacia la certidumbre, no es nunca infalible, y la aprobación, aunque continuada en el tiempo, puede ser únicamente fruto del prejuicio o la moda, resulta  conveniente preguntarse cuáles son los méritos con los que Shakespeare ha alcanzado y mantenido la estima de sus compatriotas.

Nada satisface más ni por más tiempo que las representaciones de la naturaleza universal. Sólo a unos pocos les es dado conocer las costumbres particulares y, por tanto, sólo estos pueden juzgar el grado de fidelidad con el que son imitadas. El deseo de novedad que despierta la vulgaridad de la vida puede verse temporalmente satisfecho con las invenciones extravagantes de una mente caprichosa, pero los placeres del asombro se agotan en seguida y el espíritu sólo puede entonces reposar en la firmeza de la verdad.

Shakespeare es, por encima de todos los escritores —al menos de los modernos—, el poeta de la naturaleza, aquel que ofrece a sus lectores un espejo fiel de las costumbres y de la vida. Sus personajes no están moldeados según los usos de lugares concretos sin vigencia en el resto del mundo, ni por las peculiaridades del oficio o del estudio que sólo se manifiestan en unos pocos, ni por las contingencias de modas pasajeras y opiniones circunstanciales: son hijos legítimos de una humanidad común, tal como el mundo siempre nos los proporcionará y en la forma en que nuestros ojos siempre podrán encontrarlos. Sus personajes hablan y actúan movidos por esas pasiones y principios universales que inquietan a todos los espíritus y que mantienen en movimiento el sistema de la vida. Con demasiada frecuencia en las obras de otros poetas, un personaje es sólo un individuo; por lo general, en las de Shakespeare, es una especie.

Es de esta amplitud de miras del ser humano de donde se deriva tanta enseñanza; es aquella la que llena las obras de Shakespeare de axiomas prácticos y sabiduría doméstica. Se decía de Eurípides que cada uno de sus versos era un precepto; de Shakespeare se podría decir que sus obras cabe extraer un código de prudencia en lo social y lo económico. Y, sin embargo, su verdadera fuerza no se aprecia  en el esplendor de pasajes concretos sino en el desarrollo de su trama y en el tenor de sus diálogos; y aquel que pretenda recomendarlo mediante una selección de citas actuará como el pedante en Hierocles,[1] que mientras tuvo su casa en venta llevaba de muestra un ladrillo en el bolsillo.

Sólo por comparación con otros autores podremos entender hasta qué punto destaca Shakespeare al ajustar sus sentimientos a la vida real. En las antiguas escuelas de retórica se hacía patente que cuanto más aplicado era el alumno, menos preparado estaba para la vida, porque allí no encontraba nada con lo que pudiera tropezarse en ningún otro lugar. Otro tanto cabría decir del teatro, a excepción del de Shakespeare. A las órdenes de otros, los escenarios se pueblan de personajes jamás vistos, que hablan en una lengua jamás oída sobre temas que jamás surgirían del teatro entre humanos. Pero, a menudo, los diálogos de este autor están tan determinados por las circunstancias que los desencadenan y se desarrollan con tanta naturalidad y sencillez, que, más que reclamar los méritos que a la ficción se deben, parecen celosamente recogidos de conversaciones y acontecimientos cotidianos.

En cualquier otro escenario, el principio universal es el amor, cuya fuerza organiza el bien y el mal y acelera o retarda toda acción. Introducir en la historia un amante, una dama y un rival, enredarlos en compromisos contradictorios, confundirlos con intereses opuestos y atormentarlos con la violencia de deseos irreconciliables, unirlos en delirantes encuentros y separarlos en dolorosas rupturas, colmar sus bocas de apasionado alborozo y espantoso dolor, afligirlos como ningún ser humano haya sido jamás afligido y salvarlos como ningún ser humano haya sido jamás salvado, es la tarea del dramaturgo moderno. A tal fin se fuerza lo probable, se falsifica la vida y se corrompe la lengua. Pero como el amor es sólo una de las muchas pasiones, y no ejerce una gran influencia en el conjunto de la vida, ocupa poco lugar en las obras de un poeta que extraía sus ideas de la realidad y mostraba sólo aquello que veían sus ojos. Él sabía que cualquier otra pasión, ya fuera atemperada o desbordada, era causa de felicidad o desgracia.

Elegir o fijar perfiles tan amplios y generales no es tarea fácil, y tal vez ningún poeta haya logrado jamás singularizar con tanta claridad sus personajes. No diré como Pope[2] que cada parlamento pueda ser atribuido a un locutor específico, pues muchos de ellos no tienen ninguna nota característica, pero aunque en rigor quizás alguno pudiera atribuirse a cualquier otro, resultaría difícil encontrar uno que pudiera ser adecuadamente transferido de su actual propietario a otro pretendiente. Cuando hay un motivo para elegir, la lección es siempre certera.

Otros dramaturgos sólo consiguen llamar la atención con personajes exagerados o desmesurados, con muestras de vicios y virtudes fabulosas sin parangón, al modo en que los escritores de historias bárbaras cautivaban al lector con un gigante y un enano. Aquel que pretenda formarse una idea de la naturaleza humana a partir de esas obras verá frustradas por completo sus expectativas. En Shakespeare no hay héroes; sus escenas sólo están pobladas por hombres que hablan y actúan como el mismo lector siente que actuaría y hablaría en tales circunstancias. Incluso cuando el motivo es sobrenatural, el diálogo conserva su llaneza. Otros escritores disfrazan las pasiones más naturales y los hechos más comunes de tal forma que quien los observa en el libro no los reconoce en el mundo. Shakespeare aproxima lo remoto y vuelve familiar lo extraordinario; el acontecimiento que representa no ocurrirá jamás, pero si se produjera sus efectos serían seguramente los mismos que él le atribuyó. Cabría decir que ha representado la naturaleza humana no sólo tal y como se comporta en situaciones reales, sino como lo haría en circunstancias a las que en rigor no puede ser expuesta.

Éste es, por tanto, el mérito de Shakespeare: su teatro es el espejo de la vida. Aquel que haya visto perturbada su imaginación persiguiendo los fantasmas que otros escritores crearan, puede sanar de sus delirios con la lectura de unos sentimientos humanos en un lenguaje humano, o con escenas a través de las cuales hasta un ermitaño podría alcanzar a conocer de asuntos mundanos y un confesor predecir la evolución de las pasiones.

Por su apego a la naturaleza universal ha quedado expuesto a la censura de los críticos que fundamentan sus juicios en principios estrechos. Dennis y Rhymer[3] consideran que sus romanos no son lo bastante romanos; Voltaire censura sus reyes por no ser absolutamente regios. Dennis se siente ofendido porque Menenio, un senador de Roma, actúa como un bufón, y Voltaire quizá juzga que se trasgrede la decencia cuando el usurpador danés es presentado como un borracho. Pero Shakespeare siempre hace prevalecer lo sustancial sobre lo accidental y mientras logre aprehender el rasgo básico no se preocupa demasiado de matices sobrevenidos y adventicios. Su historia necesita de reyes o romanos, pero él sólo piensa en hombres. Sabedor de que en Roma, como en cualquier otra ciudad, había hombres de toda índole, buscando un bufón acudió al senado, donde sin duda lo encontraría. Su intención era mostrar un usurpador y un asesino no sólo odioso sino también despreciable, y por ello añadió la dipsomanía a sus otras cualidades, consciente de que los reyes aprecian el vino igual que el resto de los humanos y de que el vino también ejerce sobre ellos sus poderes naturales. Mezquinos reparos de mentes mezquinas: un poeta pasa por alto los aspectos fortuitos de un país o de una condición social del mismo modo que un pintor, satisfecho con la figura, olvida los ropajes.

Samuel Johnson

 

[1] Hierocles de Alejandría, filósofo neoplatónico que vivió hacia mediados del siglo I d.C.

(Todas las notas que aparecen en este libro son de la traductora.)

[2] El poeta inglés Alexander Pope (1688-1744) editó en 1725 las obras dramáticas de Shakespeare; según la crítica, fue uno de sus proyectos menos destacados.

[3] John Dennis (1657-1734), dramaturgo inglés más conocido por su faceta de crítico. Entre sus ensayos sobresalen sus Three Letters on the Genius and Writings of Shakespeare (1693). Thomas Rhymer (1641-1713), critic e historiador ingles, cuyos ataques a Shakespeare en A Short View of Tragedy (1693) MERECIERON MÁS DESPRECIO QUE APROBACIÓN.