El rescate de Édgar
Tania Plata
Baja más la voz
Si ves que estoy cerca yo
No quiero enterarme
No quiero volverá a involucrarme
Oso polar, Los Concorde
Entre puestos de enciclopedias, libros de cocina, los mismos hipies artesanos y cuentos infantiles, que coronan la plaza de Armas, me encuentro con Édgar. Es gracioso cómo sólo te detienes por un par de aretes de semilla de chabacano y terminas con el chico que te tirabas en un verano cualquiera. Lo admito, me alegra la vida encontrarlo de nuevo. Nos saludamos como si fuéramos los mejores amigos del mundo, como si estos ocho años de no vernos hubieran sido ocho años de extrañarnos. Édgar es tan distinto, ya no es el mismo niño de dieciocho años con el que me acostaba, ahora es un hombre con dos hijos, de dos mujeres diferentes, tatuado por todas partes, cuerpo de súper héroe de historieta, pero con la misma sonrisa infantil y el mismo piercing en la lengua. La tarde se esfuma entre los recuerdos, nosotros sin ropa, rock en español y la curiosa platica del ¿qué has hecho?
Sin más comenzaron los miércoles de cerveza en la casa de su padre, don Pepe que sigue igualito, a punto de ser un viejito. Por extraño que parezca, aún se acuerda de mí. Supongo que eso es un halago, por lo mujeriego de su hijo y por las muchas que llegaron a esta casa en ese tiempo.
La plática siempre gira en torno del pasado, de las filosofías que abandonamos, los tatuajes perdidos en la piel de Édgar en honor al dilema de la existencia humana y de los años futboleros que, por cuestión de los accidentes en su vida, tuvo que abandonar. Pero hoy es diferente, o bueno, espero que sea diferente, es la despedida.
–Quiero que veas algo –se levanta la camiseta y del lado contrario al águila sosteniendo el nombre de sus hijos con las garras, entre el hombro y el pecho, está la caricatura de una niña con dos colitas, sacando la lengua, con mi nombre simulando estar bordado en el vestido.
–Ahora dirás qué me extrañaste –le doy un trago largo a la pacífico, me acerco para ver mejor el tatuaje, a falta de buena luz.
–Tanto como extrañarte no, pero si te recordé, a veces –extiende el brazo hasta alcanzar el apagador entre los posters viejos de Nirvana. Enciende la luz pero se vuelve a poner la camisa–, lo hice cuando tenía un buen de no verte, sólo le faltaba tu nombre.
–Ja ja. Me gusta más el del águila, pero si tienes otro hijo, ¿dónde pondrás su nombre? –Coloco mi pie descalzo sobre su muslo, él lo acaricia con la yema de sus dedos–, pregunto porque, pues, ya no le queda otra garra al águila, ni a ti mucha piel disponible.
Édgar me observa fijamente, como con disgusto, pero no me dice nada, bebe la cerveza hasta acabársela. Me acerco más a él. Igual y Édgar siempre está dispuesto. Sin ninguna palabra de por medio, acaricio con mi pie su pene por encima del pantalón. Responde con su sonrisa perversa. Es un buen momento para decirle que ya no vendré, que el próximo mes me caso, que ya tengo la excusa perfecta para dejar mi horrible trabajo, pero que eso significa reformar mi vida, sin secretos oscuros como los de él. Y que hoy podría ser la noche de la que siempre hablamos, donde sobrepasaría lo que conozco por sexo y quizá recordarlo toda la vida.
–Diana –hace una pausa que parece interminable, mientras abre otra cerveza–, hoy quisiera que te quedaras.
–¿Te refieres a desayunar juntos? –Eso no es parte del plan. Así que quito mi pie y cruzo la pierna.
–A que me abraces, a que esta noche sea de verdad, nuestra noche –agacha la cabeza, toma mi pie y lo besa–, hoy necesito abrazarte.
–¿Para que te escuche llorar? –Bajo el pie de inmediato, termino mi cerveza y abrocho mis botas, aunque aún espero que sea una broma–. Los miércoles no se tratan de llanto, sino de desemboque hormonal, sexo agresivo y retorcido.
–Si no soy un perro que sólo piense en sexo. Sabes, tengo hijos, peleo con la vida…
–Pues por lo visto eras más feliz cuando sólo pensabas en sexo –lo interrumpo, me recargo en el sillón y abro las piernas de forma que vea por debajo de mi falda–, los hombres no lloran y mucho menos tú, un tipo sin moral, por eso me gustas. Con tu pose de súper héroe, con ese olor que despiden tus poros y la forma en que reprimes tus gemidos y dejas que sólo se escuchen los míos… Pero sí, me encantas
–¿Qué no entiendes? –Comienza a llorar, se le quebranta la voz. Pone sus manos heladas en mis rodillas–. En algún momento me perdí. No puedo volver a ninguna parte, porque no hay a qué volver.
–¿Y tus hijos? –No entiendo por qué la plática toma este rumbo, si por lo general Édgar es muy divertido y estos temas siempre son pasajeros.
–Sólo me quedan sus nombres tatuados en el pecho. El sábado fue cumpleaños de la niña y ni siquiera pude verla, es como si no fuera mía. No lleva mi apellido y a otro le dice papi. Y el niño es un lío sin solución. Si no me cojo a Elena no tengo derecho a verlo y ella me da asco. Son unas perras.
¿Ellas? Qué chistoso. Si mal no recuerdo, el miércoles pasado hacía planes de que en un accidente, de esos cuando se te revienta el condón, engendraríamos a su tercer bastardo. Accidente que, de su propia voz, le ha pasado dos veces. Cosa por la que se me escapa esa risa burlona.
–¿Qué?
–Creí que andabas con las dos al mismo tiempo y que tu hija nació en diciembre y el niño en enero. Te cacharon, una te sigue amando y la otra te mandó a la chingada.
–No por eso merezco el desprecio de mi hija –me mira fijamente y abre otra cerveza.
Comienza un discurso de lo infeliz que es. De cómo se convirtió en un perdedor. Definitivamente prefiero al Édgar divertido. Pero tenía que aflorarle lo futbolista, apenas y lo tocan y se revuelca por toda la cancha llorando una lesión que no existe. Como si en estos seis años que tiene de vida esa niña, de verdad le hubiera importado. ¿Por qué hombres como Édgar tienen hijos? Ay, como si me importara.
–No eres el único que sufre. Yo tengo un trabajo mediocre, recibo un sueldo mediocre, donde el título de arquitecto se resume a modificar planos de tienditas y minisúper. Además de enterarme que mi padre sigue saliendo con niñas más chicas que yo; y que mi madre, antes de correrlo a la chingada, prefiere lidiar con la sífilis. Deberías dar gracias a Dios que la madre de tu hija sí tiene bien puestos los ovarios y se deshizo de ti, antes de que les arruinaras la vida.
–Pero de verdad que no entiendes –me mira como si yo no tuviera la razón y comienza a desplomarse ante mí, palabra por palabra–, cada vez es más difícil andar, estar de pie. De cualquier forma termino con la sensación de llevar un alfiler en el corazón. Es la maldición de los desterrados, ni siquiera estando con mil mujeres tendré satisfacción. Estoy cansado. Busco lo que no conozco. Sexo por amor, o amor por sexo. En este punto ya no me puede dar igual.
–¿Qué quieres que te diga? –Me acerco a él, ahora yo coloco mis manos en sus rodillas y mi mejilla junto a la suya.
–Me encanta como hueles, mi niña –rosa su nariz por mi cuello.
En este momento ya no puedo sucumbir ante la lástima, no puedo salvarlo. Él me abraza, se levanta, me balancea de un lado a otro como bailando. Me siento estúpida. Jamás pensé bailar una canción que no existe.
–Si quisiera ponerme romántica, estaría en este momento debajo de mi novio, acariciando su rostro mientras él gime llamándome princesa –Édgar me separa de inmediato, yo cruzo los brazos, no comprendo cómo llegamos a esto–. Lo único que quería esta noche es que te portaras sucio conmigo y te vineras en mi boca.
–Es mejor que te vayas –Édgar abre la puerta de su habitación. Caminamos juntos hasta la calle.
–Deberías hacerle un favor a tu género y darte un balazo en la cabeza antes de que otra perra como yo te vea llorar.
Tania Plata (D.F. 1983) Ha publicado El desierto de diana y otras chicas playboy, Soundtrack, ambos editados por el estado de Durango y Malcriadas miniatura en Nitro/Press. Actualmente sueña con el peinado perfecto.