viernes. 19.04.2024
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Dos veces humo

Juanjo Cabello

Dos veces humo

Ray esperaba dentro del coche. Un radiante Ford Coupé del 32  recién salido del concesionario. Se quitó el sombrero, lo depositó con mimo en el asiento de al lado y encendió otro cigarrillo. No sabía qué hacía allí. El mensaje que le habían dejado en el ‘Gallo Rojo’ era escueto y enigmático:

A las ocho de la mañana en el kilómetro 72 de la carretera a Red Mountains. No faltes.

Estaba amaneciendo y el paisaje desprendía una paz inquietante. Los primeros rayos de la primavera iluminaban el bosque de coníferas y calentaban la espera. Pero Ray aún sentía algo de frío y se bajó del coche para estirar las piernas. Se subió el cuello de la gabardina, sacó del bolsillo una petaca de plata a mano cambiada llena de whisky y le dio un trago. Torció el gesto, la volvió a guardar y empezó a caminar de un lado a otro del arcén sin separarse del auto. Lo miraba con orgullo. Lucía como una bella  modelo tumbada en aquella solitaria carretera.

Las luces de unos faros en mitad del asfalto le pusieron en guardia. Se apoyó en la puerta del conductor, estrelló tres veces otro Chester sin filtro contra el cristal de su reloj de pulsera y lo prendió mientras bajaba la cabeza para comprobar que llevaba la pistola en la funda. Un Ford A del 29 con placas de Illinois se acercaba lentamente. Un hombre solo. Eso le calmó. Abrió de nuevo la puerta del carro para recoger su sombrero. Y agarró también el posavasos del ‘Gallo Rojo’ con el mensaje en el anverso. Lo leyó de un vistazo y lo dejó caer. Hizo un gesto para sacar la llave pero decidió dejarla pegada al volante. Volvió a apoyarse en la puerta, dio tres interminables caladas e hizo volar con elegancia la colilla con su dedo índice. Sabía que un tipo con cara de gángster de poca monta le miraba fijamente mientras detenía su vehículo justo detrás del suyo.

El tipo, un hombre alto y corpulento, bajó del auto y se le acercó tranquilo dando pequeños sorbos de un termo. Por las manchas negras de sus labios supo que era café.

-Hola Ray, fría mañana de Abril.- dijo mientras le tendía la mano y le guiñaba un ojo haciéndose el simpático.

-Muy gracioso para ser de Chicago y beber esa basura negra -contestó Ray. -¿Cómo sabes mi nombre?-

El recién llegado sacó de la cinta de su sombrero un portavasos del ‘Gallo Rojo’ idéntico al suyo y lo leyó sin más preámbulos:

A las ocho de la mañana en el kilómetro 72  de la carretera a Red Mountains. Allí estará Ray. Él sabe lo que tiene que hacer. No nos falles otra vez.

Ray se quedó pensativo. Empezaba a entender el juego.

-Está bien, amigo, crucemos  al otro lado de la carretera. Te explicaré el trabajo por el camino.

-Espera, espera- dijo el grandullón. -No me adentro en el bosque con un desconocido a menos que sepa de qué se trata.-

-Tranquilo...- dijo Ray haciendo una pausa. Sus ojos se clavaron en la mano izquierda de aquel forastero. Le faltaban dos dedos, amputados a la altura de los nudillos.

-Johnny, me llamo Johnny...  Johnny El Zurdo.-

-Tranquilo Johnny. Hay dos personas en una cabaña a un kilómetro de aquí a las que tenemos que liquidar. Tú simplemente cúbreme las espaldas y olvida todo lo que veas.-

-Está bien Ray. Te sigo.- apostilló  El Zurdo, confiado, sin soltar su aparatoso vaso negro.

Ray y su acompañante cruzaron el asfalto en paralelo, observándose mutuamente, y se adentraron por una vereda. O, más bien, por lo que quedaba de ella. A paso rápido y sin volver a mirarse compartieron eternos segundos de angustiosa monotonía. Andaban con dificultad entre la maleza, más abrupta a cada paso. Habían recorrido ya unos quinientos metros cuando Johnny se detuvo.

 -No veo ningún camino, Ray. Esto no me gusta. ¿Estás seguro de que es por aquí?-

-¿Tienes miedo, Johnny? ¿Te asusta andar entre alimañas? Pues imagínate a mí, que tendré que volverme solo- respondió  Ray.

-Es broma- prosiguió sin dejar hablar al Zurdo, petrificado entre los pinos.- Humor mormón. Soy de un pequeño pueblo cercano a Salt Lake City. Apuesto cien  pavos a que llevas una pistola adosada al calcetín. Vas disfrazado de matón, amigo. Deberías cambiar de sastre.

Johnny sonrió tras el susto. Estiró la pierna y le mostró el arma calibre 22 que viajaba pegada a la espinilla.

-Muy agudo, Ray. ¿Queda mucho?

-Te dije un kilómetro, Johnny. La guarida de los hombres de Salpeni está en una vaguada tras aquella pequeña colina. Es un escondite, no un salón de belleza. Por eso no hay letreros. Prepárate para matar y no te impacientes.-

Recorrieron en silencio el último tramo. Johnny, dando pequeños sorbos al café. Ray, disfrutando de la naturaleza. De repente, Ray levantó la mano. Le hizo un gesto al Zurdo para que se separara unos metros de él y avanzara a su derecha. Estaban frente a una coqueta y descuidada cabaña de madera. A unos 50 metros el uno del otro. Pero estaba claro quién daba las órdenes. Ray manejaba los dedos con una sutil habilidad. Y le hizo señas a su acompañante para que rodeara la casa.

El Zurdo siguió la orden. La cabaña sólo tenía una ventana junto a la puerta de entrada. Cuando Johnny volvió a tener a la vista a Ray, éste ya había recopilado un buen montón de hierbas secas y pequeñas ramas. Se agachó, las acomodó en la puerta tras rociarlas con el líquido inflamable de su petaca y acercó a ellas su Zippo de la Marina. Cuando giró la cabeza para ver a Johnny, éste estaba atónito. No esperaba asistir a una Barbacoa a esas horas de la mañana. Ray le indicó con las dos manos que se alejara y empezó a retroceder de espaldas sin dejar de apuntar con su pistola a la puerta.

Cuando llegó a la altura de Johnny la escena era cómica. Dos hombres de traje, gabardina y sombrero, apuntando a una cabaña en llamas.

-Ya podemos irnos- indicó Ray con una sonrisa de satisfacción en el rostro.

-¿Cómo sabes que están ahí dentro, Ray? Ni siquiera se les oye gritar- dijo el Zurdo.

-No hagas tantas preguntas y toma un trago.- Ray sacó de nuevo la petaca del bolsillo a mano cambiada mientras mantenía la pistola apuntando a la cabaña con la derecha.

En ese momento Johnny guardó su pistola para poder beber. En la otra mano tenía el termo. No lo había soltado desde que se bajó del coche. Cuando iba a dar el primer sorbo Ray le voló la cabeza a quemarropa. Levantó la vista al cielo y recogió el recipiente que yacía junto al cuerpo inerte de aquel hombre. Le cerró los ojos con delicadeza y encendió otro cigarro. Cogió también la petaca ensangrentada y la vertió sobre aquel enorme vaso negro que aún permanecía caliente. Se lo bebió de un trago, rezó su salmo favorito, como hacía siempre, y arrastró el pesado cuerpo de Johhny hasta la cabaña. Esperó a que las llamas borraran su rostro y emprendió el camino de vuelta al coche recogiendo flores. El primero de abril era el cumpleaños de su mujer y Ray, por encima de todo, era un hombre detallista.

Cuando llegó de nuevo a la carretera había un auto de policía estacionado del otro lado de la calzada.

-¿Quién va? Acérquese con los brazos en alto.

Ray salió de la maleza y pisó el asfalto con las flores en la mano. Nunca un agente del condado había visto a un hombre tan apacible.

-Es usted Raymond Jeremías Levy, de Salt Lake City- preguntó el agente en posición de disparo con un Colt calibre 32 en una mano y la documentación que halló en el coche en la otra.

-Un servidor de usted y de Dios- respondió Ray, arrodillándose sin soltar el ramo. -Me detuve para llevarle a mi mujer un detalle el día de su cumpleaños. Ha sido un momento. Ni siquiera despegué las llaves del volante.-

-¿Y el otro coche?-

Un disparo recorrió el aire. Y luego otro. Y otro.

Ray bajó el arma escondida entre las flores y se arrastró hasta el coche. Llevaba un balazo en la femoral. El agente yacía bocarriba en mitad de la carretera con un gran charco de sangre bañando su cabeza. Ray estaba herido. Herido y  molesto. Esta vez no pudo rezar por su víctima. No había tiempo para ceremonias. Perdía mucha sangre. Se recostó sobre el asiento y arrancó con dificultad su radiante Ford Coupé del 32 recién salido del concesionario. Avanzó unos metros en zigzag, perdió el conocimiento y se estrelló en la primera curva. El vehículo ardió de inmediato.

Cuando llegaron los primeros agentes del FBI dos columnas de humo ocultaban el sol en el kilómetro 72 de la carretera a Red Mountains.

***

Juanjo Cabello

Nació el 12 de enero de 1968 en Granada (España) y vivió su infancia en El Aaiún, capital del Sáhara. Estudió Periodismo en el Centro de Estudios Universitarios San Pablo de Madrid y se licenció en el III Master de Radiodifusión Santillana. Diplomado en Filosofía por la Universidad Iberoamericana, se graduó en Derecho Comunitario y Cooperación al Desarrollo en el Centro de Investigación y Formación Europea (CIFE). Inició su carrera como periodista en 1990 en el diario El Mundo de Madrid, donde estuvo ocho años. Antes de unirse al equipo fundacional de La Opinión de Málaga vivió un año en San Petersburgo (Rusia), donde asistió como reportero al desmoronamiento de la Unión Soviética. Y otro en México, donde formó parte del proyecto de Información del SJR (Servicio Jesuita a Refugiados) en Campeche y Chiapas. En La Opinión trabajó nueve años y ocupó el cargo de Redactor Jefe de Cierre. En 2009  planificó el lanzamiento del primer diario digital independiente de la Costa del Sol. Tras ejercer dos años como director de Ymálaga.com se trasladó de nuevo a México. Desde enero de 2012 ocupa el cago de director editorial de la Revista Cultural Alternativas.