El Arriero

Rosendo García

 

Se alejaba de San Julián al paso de la manada. Su látigo mantenía las recuas agrupadas sobre la vereda. El rencor, la desconfianza, los celos amacollaban sus temores.

Sus sentimientos de don nadie, de cuernudo, se agigantaban  dentro de él cuando se alejaba del pueblo por varios días.

Se le acusaba de débil complicidad, de poco hombre al dejarle libre al otro la persona más importante en la vida de su querida Antonia. Su paso de arriero lo alejaba de su casa, ese paso la arrimaba a ella al otro. Se llevaba cargando sobre sus encorvados hombros la preocupación, el dolor, la herida, la vergüenza.

Para no tener que pensar ni hablar consigo mismo, sus caminatas eran largas, de un posta a la otra, mientras el cerro de Tolimán se empequeñecía y aparecían las torres  del templo de San Diego de Alejandría. Ese día se le ocurrió que el camino no tenía fin, su vida no tenía razón de vivirla. Caminaba y caminaba. Su vida, pensamiento y  alma dependían de él y al alejarse ya no estaba habitando su nidal, cuidando el nido, a la paloma.

De uno de esos recorridos volvió al pueblo por la Calle Real. Supo más pronto de lo que esperaba lo que estaba interesado en saber: ella estaba preñada. ¿De quién? Nadie supo. De lo que sí estaba seguro es que de él no era.  A él le sobraba tristeza y rabia, a ella la alegría se le salía por la mirada de sus ojos verdes, crecía como el bulto que  hinchaba su barriga, de la que intentaba desviar las miradas de todo el pueblo.

El arriero experimentaba el hastío de vivir sin alegría, de vivir con la tristeza en su corazón. Caminaba y caminaba sin objetivos en la vida, sin nada que pudiera llamar  suyo, ni tan siquiera una esposa. Sin embargo, “para que se acaben de enroscar las víboras del serpentario”, le dio al pueblo la máxima prueba de su osadía y de su amor: llevó al niño al registro y le anunció al juez con voz firme, del que tiene la razón, el deseo y el poder: “Se va a llamar Jesús”, no el nombre de él o que el arriero hubiese elegido. Jesús era el nombre del hombre que ella tanto amaba y de quien el pueblo sospechaba que era el padre.

Él se ausentó. “Que se fue hasta Torreón”, decían los enterados, las crueles consejas del infierno grande. “Debió irse al corral con los otros bueyes”, se mofaban de él, decían sin ningún recato. De tanto caminar, los días se alargaban prolongados por el insomnio; había olvidado las alegrías, sus penas se multiplicaban, se aferraban al presente, no podía sacudírselas, se le pegaban al alma como costras de mugre.

Aquella figura, encorvada por los años y la carga de las penas, se alejaba de San Julián con el látigo en la mano.

Con su paso ligero, al ritmo y la velocidad de las pezuñas recién herradas de los burros. El látigo mantenía la recua agrupada sobre la vereda. El sentimiento que lo dominaba se define con una sola palabra: desolación, es decir, sin sol. Ponía su vida en manos de la noche. El nuevo día era pájaro prieto, cuervo de negritud total. Sus esperanzas se alejaban con el ascenso del sol, volaban en parvadas detrás de la luz.

El arriero se sentía atrapado, en la antesala de la muerte. Esperaba tan solo que se abriera la tapa del cajón. Ya no tendría en qué pensar. De uno de esos recorridos regreso moribundo. “Ay, traen al arriero agonizando”, dijo alguien al principio de la Calle Real. El rumor corrió hasta el final de la calle, seis cuadras, la longitud del pueblo. Allí estaba su casa, en ella su esposa con un niño en la cuna.

Ella cantaba alegremente una canción de amor. “Corre” le dijo una vecina, “tu marido se muere”. “No me interrumpas”, le contestó, “déjame acabar de cantar, para no entristecerme, luego cuido al enfermo”.

En el velorio, sus amigos se alegraban de su muerte. Que no se puede vivir con tanta pena, enamorado de una mujer enamorada de otro. Ése era el tema recurrente. No se podía adivinar qué edad tenía, lo cierto es que sobre la nuca traía una carga de años, pasados y pesados, porque los vivió sin alegría desde antes de que nosotros recordáramos.

 

Rosendo García. San Julián, Jal., 1932). Textos suyos se han publicado en periódicos estatales, como a.m. (donde ha sido editorialista por más de doce años), El Nacional de Guanajuato, Correo y Guanajuato hoy. Es autor de una monografía sobre la ciudad de León y del libro El Amor, antídoto del Cáncer. Relato testimonial (2004), del que ha vendido ya cinco mil ejemplares.