Luvina

Francisco Manuel López G.

 

El cuento de Juan Rulfo titulado “Luvina” llama la atención del lector por la crudeza de la descripción de una tierra sin provecho y sin esperanza. Luvina es un lugar imaginario donde las plantas apenas están untadas a la tierra, “agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes”. Son plantas que nacen marchitándose, agonizando. En Luvina no hay motivo para celebrar la vida, sino que es un sitio que se erige en lo alto de un monte como un solemne memento mori, como una corona de muerto que recuerda lo fallido de todo emprendimiento humano.

Luvina no es un lugar muerto, sino un lugar donde no se acaba de morir. Un lugar que quedó atrapado entre el anhelo y la desesperanza. Es la tristeza por cualquier lado que se la mire; el nido de la tristeza; el desdibujo de toda sonrisa. La tristeza acompaña al tiempo y de esa manera no hay cambio real: cada minuto es tan triste como el anterior y el que le sigue. El viento es incapaz de mover un solo ápice a la tristeza. Rulfo materializa y des-materializa la tristeza de manera alternada: es algo que sucede en el ánimo del individuo pero también una “cataplasma sobre la vida carne del corazón.” La tristeza es un lastre invisible pero eficaz: ejerce presión contra uno; se puede probar y sentir. 

Mediante frases cortas, Rulfo no da concesiones al lector, el cual es atrapado por la atmósfera de Luvina casi de inmediato. El modo de hablar directo, sin ornatos, propia de la gente de campo alcanza una altura y una profundidad insospechadas para dar a entender el enorme alcance de la aflicción. En esto radica una más de las genialidades de Rulfo: echa mano del habla de un lugar muy específico (sur de Jalisco) para atrapar de manera excepcionalmente bella lo que otros, en otras latitudes y en otros tiempos, ya han referido, esto es, la desolación, la inminencia de lo incierto.

Luvina prometía ser un lugar similar al paraíso, pero devino en un lugar moribundo, lleno de silencios y soledades, sólo coloreado por los gritos de los niños que juguetean fuera de una tienda, pero esta algarabía pronto termina por orden de un adulto. Los niños no tienen rostro, no poseen nombre, no tienen parte en la vida de los adultos.

El olvido es también un elemento característico de Luvina: las nubes, que dejan su lluvia estéril porque sólo remueve piedras, puede que olviden regresar a la vuelta de año. La naturaleza se afana en no respetar sus propios ritmos porque no hay nada que hacer por una tierra sin remedio. Así, sin nada que ofrecer, Luvina es de fácil obliteración en el plano fenoménico y social.

En Luvina todo parece indiferente: nada hay que celebrar porque nada hay que esperar. Se trata de una tierra olvidada por todos, por Dios y por la mano del hombre. Aunque Rulfo no dice nada de la razón de este abandono todo hace suponer que se trata de un destino, y lo curioso es que no se señala abiertamente como un destino de muerte, sino el de una existencia a medias, gris, sin salida: no hay posibilidad de curarse de este mal que es Luvina.

No tratándose de un lugar ubicado en las coordenadas espacio-temporales, Luvina parece más bien un estado del ser, un retraimiento de las cosas cuando se las busca. Una conspiración sin razón o sin motivo de parte de todo lo que hay; la retroversión de lo que de suyo debe ser gratuidad y transparencia. No hay culpa de origen en el tiempo a la cual deba atribuirse este destino y Rulfo, extrañamente, no deja nada al azar en este cuento. Todo es destino, pero no azar. Lo que sucede en Luvina no es fruto de la casualidad, sino que todo está orquestado por una voluntad desconocida, inaccesible, que siempre apunta a la misma dirección o, mejor dicho, a la dirección contraria a lo esperado.   

Todo proyecto se frustra, todo objetivo es un esfuerzo fallido en Luvina. Esta temática es ya conocida en el libro bíblico del Eclesiastés: “Me volví a mirar bajo el sol que no es de los veloces la carrera, ni de los valientes el combate, ni tampoco de los sabios el pan, ni aun de los inteligentes la riqueza, ni siquiera de quienes conocen el favor, pues el tiempo y la suerte alcanzan a todos ellos.” (Ecl 9, 11).  En este contexto teológico-religioso Rulfo hace notar que la iglesia, el edificio donde habitualmente se llevaría a cabo el encuentro entre Dios y el hombre es sólo un “jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como por un cedazo”. Así es, la iglesia de la localidad no es otra cosa que un monumento al vacío, el testimonio de una ausencia: la de Dios. Ahí se va a rezar, pero con plegarias que no tienen destino. El viento que por siglos ha evocado en la mentalidad religiosa al Espíritu Santo es, en Luvina, una retahíla de aullidos largos que entran y salen por los huecos socavones de la iglesia. El viento de la iglesia no es pacificador sino violento: golpea con vehemencia las cruces del viacrucis. A su vez las cruces hechas de palo de mezquite están vacías, carecen de representatividad porque están desvinculadas del Crucificado. Sólo son palos de mezquite que rechinan como el rechinar de dientes. No se debe olvidar que esta figura retórica “rechinar dientes” remite al contexto bíblico de la desesperación, del dolor indecible que han de padecer los excluidos, los que no podrán tomar parte en el Reino de Dios al final de los tiempos, de acuerdo al Evangelio de Mateo (8,12) y su texto paralelo del Evangelio de Lucas (13,28). Rulfo intensifica la imagen de la desesperación al señalar que no son los que ahí se congregan los que rechinan los dientes, sino los signos mismos de salvación: las cruces. Sombría y llena de horror es la imagen de esta iglesia de Luvina que vuelve a apuntar a la negación de la esencia del ser divino: el que es amor por antonomasia no se revela, no es gratuidad, y sus signos para el creyente no son otra cosa que la negación de Dios por Dios mismo, no en el sentido de la identificación Dios-Nada, sino en el sentido de “negación” en tanto ausencia. Dios no es más un Dios que se deja encontrar, sino un Dios que desde hace mucho tiempo ha mudado su lugar de residencia, marchándose sin avisar sobre su nuevo paradero. Si Dios se ha marchado de su creación, entonces, ¿qué es lo que queda en su lugar?

Lo que queda es una voluntad ciega, de negación sistemática, que no tiene su origen en un querer consciente y libre por parte de Dios. Esta voluntad ciega es el principio y sostén de todo. No es una voluntad derivada de los afectos, por ejemplo, querer algo o  alguien hacia quien se tiene “buena voluntad”, sino de un “dictado” que se impone a todo proyecto del hombre. Por eso esta voluntad tiene el rasgo de desgarramiento, decepción y dolor. Parecería que esta voluntad es el descontento del “ser” ante sí mismo, y su insatisfacción es la obliteración de todo fin último según las previsiones “normales” o de sentido común. Esta voluntad se encarga de mostrarle al hombre su existencia bajo la forma de una amable promesa pero frustrada en sus resultados: el  hombre deviene pero desde y en un extraño “des-devenir”; se convierte en un ser que pretende aferrarse a un sentido real y una presencia sensitiva en el mundo pero éste se diluye bajo de los pies de aquél para sustraerle la sensación de firmeza. 

La iglesia de Luvina es un lugar y un símbolo que remiten ambos al tema del desamparo por parte de la trascendencia; la iglesia no es más un lugar que da protección ante lo desconocido, ante las fuerzas sobrenaturales y hostiles al creyente, sino un lugar que infunde miedo hasta los niños más inocentes que pretendían dormir bajo el techo de la iglesia: “Los niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mujer, tratando de retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin saber qué hacer.” Esta consideración de inoperancia hacia la iglesia va a aparecer en otros pasajes de la obra de Rulfo, por ejemplo, en el cuento “Talpa” y en la novela Pedro Páramo. En ésta última la iglesia, en tanto institución, es vista como una instancia ineficaz para dar respuesta satisfactoria, definitiva, a problemas humanos tan acuciantes como el motivo del dolor y la muerte para el pobre, para aquellos que no tienen resuelto el problema de la subsistencia y aspiran a una salvación terrena y eterna. Para ello basta recordar el diálogo entre el padre Rentería y María Dyada a propósito del tipo de muerte de Eduviges Dyada. La iglesia es, por decirlo breve, el lugar de la angustia existencial; el eco de una pregunta sin respuesta y el golpe denodado a las puertas del paraíso para saber si alguien –ahí adentro– está realmente interesado en lo que al creyente le acontece. Obviamente, la toma de postura de Rulfo respecto de la respuesta por parte de la institución religiosa a la angustia existencial y todas sus cuitas que la caracterizan oscila entre la decepción y el escepticismo. Esto es, quizá, un eco de la tragedia que envolvió a la familia del escritor desde muy temprana edad: la muerte de su padre “don Cheno”  (un hombre justo y bueno), así como la muerte poco tiempo después de su madre “doña María” (una mujer piadosa y de principios morales probados de acuerdo a la religión católica) a causa de este pesar, sembraron en Rulfo la duda sobre el real valor protector de las institución religiosa (iglesia católica) y de la eficacia de sus ritos o sus dogmas. Una cosa es cierta para el escritor jalisciense: los méritos y sacrificios como la penitencia, la participación en los ritos sacramentales, no aseguran el interés por parte de Dios y tampoco son remedio eficaz para resolver lo más elemental de las necesidades humanas. Para Rulfo la iglesia no fue capaz de responder a la pregunta: ¿en quién o en qué están las manos del destino humano? Una vez más es necesario volver al libro bíblico del Eclesiastés para comprender lo que pensaba el escritor jalisciense: “Y dije en mi corazón: ‘La misma suerte del necio me alcanzará a mí también; ¿para qué, pues, me he hecho yo entonces más sabio?’ Y dije en mi corazón que también esto es vanidad; porque no goza el sabio de recuerdo por siempre, parejo con el necio; pues, llegados los días, todos son olvidados. ¡Que a una muere el sabio con el necio! Y odié la vida, porque malas son para mí las obras que se hacen bajo el sol, pues ¡todo es vanidad y empeño vano!” (Ecl 2, 15-17).        

Si la figura divina es la de alguien que está ausente, Luvina es un proceso constante de fuga y despoblamiento humanos. Luvina se convierte paulatinamente en un lugar cada vez más vacío: la plaza está vacía, las calles desoladas. En este panorama sólo dos elementos parecen moverse a sus anchas: el viento, el cual es recurrentemente mencionado en el cuento, y el silencio. Curiosamente ambos elementos son empleados por Rulfo en otros cuentos para dar la impresión de amplitud en el espacio y en el tiempo; el agrandamiento de estas coordenadas termina apuntando a que lo demás, las cosas, se pierden en su propia pequeñez. Esto no es otra cosa que la proclamación de la nimiedad y la contingencia. El viento y el silencio son precisamente eso: la imagen de lo fugaz, de lo vano, lo indiferente y lo leve por esencia.

Ante la falta de certezas ontológicas, esto es, en torno al “ser” que de suyo debía sustentar todo lo que hay, la muerte en Luvina es una esperanza. Pero, para Rulfo, ¿es posible morir del todo? Sea como fuere, en el cuento “Luvina” Rulfo amplía el alcance del término tristeza. Efectivamente, Rulfo rebasa el significado de la experiencia individual de soledad y melancolía para ampliar el horizonte: la tristeza no tiene origen en la mente o el corazón del hombre, sino en la negación del ser a ser gratuidad transparente y nítida; en la condición avara de todo lo que hay, es decir, en su reticencia inamovible a ser gratuidad y donación.  Todo orden de cosas está trastocado en San Juan Luvina, que “sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades”.

El lector del cuento “Luvina” termina por entender que la tristeza sale al encuentro –paradójicamente– en el retraimiento de las cosas. Éstas aparecen, sí, pero casi simultáneamente se retraen hacia sí mismas. La tristeza no es sólo un fenómeno del alma, sino del ser, que da origen y pervivencia gris a todo. Luvina amplía sus fronteras semánticas para dejar de ser “lugar” y convertirse en una “experiencia”. O, si se prefiere, Luvina se convierte en un “lugar” que describe otros lugares donde el ser se niega a mostrar su benevolencia y su gratuidad. Por eso: “No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina”.

 

Francisco Manuel López G. (Guadalajara, Jal.) Estudió filología (teológica) y obtuvo un doctorado por la Universidad de Innsbruck (Austria). Maestro en Artes por la Universidad de Guanajuato. Es investigador en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Guanajuato.  Fundador y director de la Revista “Pandora cultural” (2005-2007) (distinguida por el CONACULTA con el premio “Edmundo Valadés”), en la cual ha publicado parte de su poemario.