La sonrisa de Adolfo

Jeremías Ramírez Vasillas

 

Matías se detuvo exhausto. Ya no podía más: sentía un fuerte dolor en el pecho, jalaba aire por la boca desesperadamente. Con la mirada fija en la calle oscura, alumbrada aquí y allá por la amarillenta luz de los postes, trataba de divisar a sus persecutores. Silencio. Debían de estar cerca. Tenía que seguir corriendo. Respiró hondo y dio un paso pero las piernas se le doblaron. Dejó que su cuerpo se tendiera sobre el asfalto mojado. La humedad del suelo le regaló un poco de frescura. Su brazo herido ya no sangraba: la bala seguramente sólo le había rozado la piel. ¿Tendría alguna otra herida? Se tocó el cuerpo y sintió un objeto duro en la bolsa de la chamarra. La pistola estaba en la otra bolsa. Se acordó: era una botellita de ron. La sacó y le dio un tragó. El ardor en los labios le hizo lanzar un gemido ronco. Aventó la botella. Necesitaba agua, no alcohol. Se dio la vuelta y su espalda se refrescó con el piso. Cerró los ojos y respiró profundamente. Estaba muy agotado. Todo lo que deseaba era quedarse dormido.

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Un golpe en el rostro lo hizo reaccionar. Abrió los ojos. Cuatro caras iracundas lo miraban interrogante. “¿No sabías que tu compadre Adolfo era tira?” Matías, sangrando de nariz y boca, meneó la cabeza negativamente e intentó contestar, pero su voz era sólo un gruñido ininteligible. “Habla cabrón, no ladres”. Un nuevo golpe cayó sobre su cara y vio como la luz del cuarto nuevamente se fue extinguiendo.

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Abrió los ojos lentamente. Tenía que seguir corriendo si no quería que lo volvieran a atrapar. Sus piernas débiles se resistían a ponerse de pie. Estaba aturdido por el cansancio y los golpes que había estado recibiendo los últimos días. Trató de orientarse. La escasa luz no le ayudaba. Era El Olivo, de eso estaba seguro, pero no podía reconocer qué calles eran: las casas parecían iguales.

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Lo habían dejado solo pero sabía que ese receso no iba a durar mucho. Y todo se repetiría de la misma manera: golpes, preguntas, acusaciones, descanso. Se iban y después de un tiempo, a veces prolongado, regresaban a repetir la implacable rutina. Sentía los hilos de sangre bajar por el mentón y resbalar hasta el cuello. Respiraba con dificultad. Las sogas le lastimaban las muñecas y los tobillos. Levantó la mirada: vio nuevamente los muebles ruinosos de rincón. En ese momento, gruesas gotas de agua empezar a tamborilear en los cristales sucios de la ventanita superior del sótano donde lo tenían encerrado.

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Había empezado otra vez a llover. Gruesas gotas caían como piedras en la nuca y en la espalda de Matías. Alzó el rostro y sintió la lluvia fría refrescándole los labios resecos y partidos por los golpes. Del desagüe de un techo empezó a escurrir un chorrito de agua. Se puso de pie y se acercó. Abrió la boca tanto como le permitían las heridas en los labios. El chorro entró a borbotones. Después de tomar abundante agua, se recargó en la pared de la casa.

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Suspiró. Entre los muebles amontonados había un gabinete de cocina destartalado con algunas láminas desprendidas que podrían servirle de navaja. Tardaría mucho en cortar las sogas, pero había que intentarlo. Se balanceó hacia adelante y logró levantarse.  Encorvado, con la silla a cuestas, giró los pies, como si bailara twist, y poco a poco empezó a acercarse. Con sus manos sintió una laminilla que le podría ser útil. Empezó a frotar la soga contra su filo. El esfuerzo le hizo sudar copiosamente. “Desgraciado —se dijo al pensar en su compadre Adolfo—, Tomás nunca me va a creer que no sabía que ese hijo de perra era judas”. A ratos se detenía, agotado. Tenía que apurarse. ¿Lograría cortarlo antes de que llegaran?. De pronto, la soga cedió. Suspiró ruidosamente, satisfecho. Las manos las tenía hinchadas y entumidas. Los dedos le dolían terriblemente. Pero se dio a la tarea de desatar sus pies. Mientras lo hacía pensaba en la mejor manera de escapar: Iba a ser muy difícil. En una silla estaba la chamarra de Tomás. La revisó y encontró una pistola en una de las bolsas: estaba cargada. Un rayo surcó el cielo y el fogonazo de luz pintó de blanco las paredes sucias y amarillentas del sótano.

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El ruido fue estruendoso. El rayo seguramente había caído muy cerca y tuvo el efecto de inyectarle nuevos bríos. En medio del estruendo de la lluvia percibió el débil ruido de un auto. Debían ser ellos. Comenzó a correr. A lo lejos, aparecieron un par de luces. Matías dio vuelta en una esquina buscando un refugio. Al fondo de una calle oscura distinguió un edificio. Parecía abandonado. Estaba cercado por una barda de láminas de metal sostenida con postes de madera. Se acercó corriendo. Otro rayó le permitió ver que el edificio estaba en ruinas. El auto dio vuelta en la esquina y sus luces rasgaron la penumbra. Matías se pegó a la barda del edificio buscando desesperado dónde esconderse. Vio unas bolsas de basura y se tiró detrás de ellas. El auto pasó de largo. Acurrucado esperó unos instantes y luego levantó la cabeza y vio las luces rojas traseras del auto como dos ascuas movedizas que se perdían en la penumbra. De pronto las luces rojas se intensificaron y el auto empezó a dar vuelta para regresar. Se tiró al piso nuevamente para esconderse y descubrió en la parte inferior de las láminas de la barda un boquete por donde seguramente se metían los perros. Se arrastró. El orificio era estrecho y el filo de una lámina le raspó la espalda que, afortunadamente, estaba protegida por la chamarra. Cuando logró introducirse el carro se detuvo. Estaba cerca, muy cerca. Oyó: “Este puede ser un buen escondite para una nochecita como ésta”. Otra voz dijo: “Pregúntale al jefe qué hacemos”. Se oyó que hablaban por teléfono. “Si, sí, entendido”. “Vámonos, el jefe va a mandar al Gato. Si el ‘ratoncito’ está aquí... ya se chingó”. Rieron. El auto arrancó. Matías se apresuró a salir: no iba a dejar que lo acorralaran como a una rata. Pasó la cabeza por el boquete y vio como otro auto se acercaba. Retrocedió. El auto se detuvo. Oyó como llegaban dos autos más. Reconoció la voz chillona de El Gato que daba órdenes a mentadas, como era su estilo. Lo iban a cercar. Había que buscar una salida. “Desgraciado”, pensó. “Si salgo de ésta, no te la vas a acabar pinche Gato”.

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Matías se asomó cautelosamente por la puerta del sótano que daba a una sala. La abrió sin hacer ruido y por la rendija vio a La Víbora que estaba de guardia, sentado en una silla, con sus botas sobre una mesa de plástico, sacándole la mugre a los grabados de marfil de la cacha de su pistola con la punta de un cuchillo. Se preparó para enfrentarlo, pero una puerta se abrió y apareció un sujeto que no alcanzó a reconocer. No lo pensó: abrió la puerta de golpe y jaló el gatillo. El hombre cayó fulminado y de inmediato le disparó a La Víbora que ya se daba vuelta encañonándolo. La bala le atravesó la sien. Matías salió corriendo al patio, se montó a la barda y se dejó caer al otro lado. Detrás de él se levantaba un alboroto de gritos y disparos. Cayó sobre un montón de basura que amortiguó el golpe. Se levantó y corrió cuesta debajo de la barranca sujetándose de los árboles para no rodar. Las balas zumbaban muy cerca. Sintió un quemón en el brazo que le rasgó la chamarra de cuero, pero no se detuvo.

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Matías no veía nada. A gatas rodeó el edificio. Había mucha basura y tenía que ir con cuidado de no cortarse con las botellas rotas y de no hacer ruido. Afortunadamente la lluvia seguía y le ayudaba a ahogar cualquier sonido. Encontró varias rendijas en la cerca pero no podía escapar por allí: vigilaban con las lámparas cada tramo. Había que buscar una salida por las casas aledañas, pegadas al edificio. Quizá desde el primer piso habría forma de saltar a algún patio.

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Desde allí se tenía una gran vista de la ciudad. Adolfo le dijo, en la fiesta que Matías daba en el estreno de su nuevo departamento, que tenía un paisaje espectacular envidiable. ¿Quién lo había invitado? Nunca lo indagó. El tipo era tranquilo y de pocas palabras, pero lo que inspiraba realmente confianza era su sonrisa agradable. Parecía la sonrisa de un animador. Su sonrisa le hacía olvidar sus preocupaciones. Ese día tomaron y platicaron tan a gusto que Matías se alegró cuando Adolfo se presentó el siguiente fin de semana. Abrió la puerta, se encontró cara a cara con la espléndida sonrisa de Adolfo. Quiso advertirle que no había organizado ninguna fiesta o reunión, pero no pudo: “Solo pasaba a visitarte; si estás ocupado, me puedo ir. “No, no, está bien”. “Siéntate, déjame levantar mi tiradero”. Fue a la cocina y le susurró a su mujer que guardara las pistolas que limpiaba en a mesa de la cocina. Pasaron un rato muy agradable. Cuando al siguiente fin de semana llegó Adolfo, Matías ya lo esperaba. En poco tiempo se hizo costumbre que se reunieran cada fin de semana, cuando Matías no estaba ocupado en sus actividades, pero cuidó bien de no revelarle sus actividades. Cuando nació su hija, Adolfo le pidió ser el padrino. Un tiempo después del bautizo, la banda de Matías fue sorprendida por la policía. En la huida Tomás (el jefe de la banda) reconoció entre los judiciales a Adolfo. “Negro: búscame al Matías y me lo traes a como de lugar”, ordenó cuando llegó a una de las casas de seguridad con los que lograron huir. “Sí jefe”, respondió El Negro. “Ese güey me debe una canción”, agregó. Tomas lanzó, como era su costumbre, con el pulgar y el dedo medio, el cigarrillo que fumaba. El pitillo describió una parábola perfecta ante de caer justo en el cenicero de piedra.

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Las cenizas incandescentes se esparcieron por el suelo mojado. “Ya llegó Tomás”, se dijo Matías al reconocer el estilo de aventar los cigarros de su jefe. Sin pensarlo más se metió al edificio. A tientas subió las oscuras escaleras. En el primer piso, por los huecos de las ventanas sin cristal, trató de escudriñar las casas contiguas, pero la oscuridad, apenas rota aquí y allá por una que otra ventanita iluminada, no le permitía distinguir qué había junto al edificio. “Desgraciados, por qué no dejan la luz de los patios encendidas”. Se mordió los labios. No podía esperar a que rompiera el alba: tenía que escapar ahora. Camino hacia el fondo de la estancia, y se sentó en el piso para ordenar sus ideas. No sabía qué hora era, tal vez ya era de madrugada. Se recargó y la pared se movió. Intrigado la palpó: era una puerta. Entró y cerró. Luego, sacó su encendedor y vio que era una especie de closet o un cuartito de descanso. Había una cama angosta y un silloncito. En uno de los extremos de la diminuta estancia había un tubo del cual colgaban algunos ganchos con fundas de plástico; y en un pequeño estante había sábanas o toallas. Todo estaba tapizado de polvo. Al parecer, nadie había entrado a este lugar desde hace mucho tiempo. Luego descubrió que la puerta tenía un cerrojo visible sólo por dentro, que permitía trabar la puerta. Además, su ensamblaje con la pared hacía que pasara inadvertida. Apagó el encendedor y salió. Le hubiera gustado revisar por fuera la puerta. La tormenta arreció. Y un rayo largo y estridente le permitió descubrir que por fuera la puerta no era notoria, que se camuflaba con las junturas acanaladas de las maderas que cubrían la pared: sin duda, era un escondite. ¿Sería seguro? No lo sabía, pero la oscuridad y su cansancio le obligaron a tomar lo que parecía su única alternativa. Iba a encerrarse. Otro rayo luminoso le hizo descubrir sus huellas. Había que hacer algo. No podía borrarlas; entonces se puso a caminar a tientas y a arrastrarse por todas las partes, acentuando las marcas en algunos lugares, y finalmente remató en una ventana: “Ojalá y abajo esté un patio —pensó—, así creerán que por allí salté”. Se quitó los zapatos y dejó huellas de lodo en el pretil de ventana. Luego regresó caminando para atrás y se encerró en su refugio. Instintivamente sacudió el colchón y se dejó caer. El sueño lo venció de inmediato.

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¿Era una pesadilla? Sí, fue una verdadera pesadilla verse de pronto rodeado por sus propios compañeros mientras le compraba un videojuego a su hijo en un Game Planet. La acción fue rápida y silenciosa: el niño no se dio cuenta de lo que pasaba, y menos aún cuando todos los rostros le eran conocidos. Uno de ellos, El Chachalaco, llevó al niño de regresó a su casa. ¿Qué andaba mal? se preguntaba Matías. Sus compañeros guardaron silencio ante sus preguntas. Se enteró más tarde al ritmo de los puñetazos sobre su rostro. La primera sesión duró casi una hora hasta que se desmayó.

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Las voces lo despertaron. Las ranuras de su escondite marcaban finas líneas de luz.  Ya era de día. “Pendejos, con sus patotas ya ocultaron las huellas”, dijo un sujeto que Matías no alcanzó a reconocer. “¿Ya lo encontraron?”, oyó decir a Tomás. “No jefe, pero, mire jefe, parece que de aquí brincó para esa casa”. Tomás se asomó. “Sí... chance —dijo Tomás—, pero aquí no había luz anoche y abajo no se ven huellas… Y ese güey no es tan güey. Busquen otra salida, o... —se detuvo— quizá está por aquí escondido como rata”. Matías oyó el ir y venir de pasos, voces, mentadas, durante más de dos horas: no lo encontraban. El escondite era bueno. ¿Quién lo construyó? ¿Para qué? Tenso, temía que de un momento a otro lo descubrieran. Por un pequeñísimo orificio que había en la puerta Matías trataba de ver qué pasaba. A pesar de sus esfuerzos sólo descubría, de vez en cuando, un cuerpo, una cara que pasaba como un manchón. Temblaba: no tardarían en encontrarlo. Sin embargo, no fue así. Pasaron tres días de tensión y miedo; tres terribles días; tres días de hambre y una sed insoportable; tres días temiendo que se aflojaran sus intestinos y de que el aroma lo delatara; tres días angustiado en que a pesar de que no roncaba, su respiración se pudiera escuchar; tres días de asedio del incansable “Gato”.

“Que pasó Gato, lo encuentras o no”. “Pus no jefe, pero me late que éste de aquí no ha salido. Deme un poco más de chance, tiene que salir. Ta’ cabrón tres días sin tragar y sin agua”. “Te doy un día más —grito Tomás—. No lo olvides: lo quiero vivo, tengo qué saber quién más chingaos está con él”. “Sí jefe”. “Ya comiste”. “No jefe”. “Ándale, bájate, los muchachos están preparando carne asada”. “Si jefe”.

Matías se acercó al orificio y vio la cara de Tomás. Sintió escalofrío. A lo lejos se oían las voces de los otros, seguramente estarían comiendo y bebiendo hasta hartarse y él aquí. No sabía porque hasta su escondite no subieran los aromas, pero el estómago lo fustigó aún más ferozmente por el recuerdo. Sentía la lengua gomosa y reseca y le ardía la garganta. No podría aguantar un día más sin agua. En la cara de Tomás vio que su gesto habitualmente duro se había acentuado por la barba de varios días, barba que hacía que sus ojos pequeños y rencorosos se vieran aún más temibles, como los de un animal furioso. De pronto, Tomás clavó la mirada en el orificio por donde Matías lo observaba. Matías se sintió descubierto e impulsivamente dio un paso hacia atrás. Su pie pisó algo blando. El chillido de una rata brotó debajo de su zapato y no pudo reprimir un grito. El miedo le recorrió como las venas fuego y se acercó desesperado nuevamente al orificio. No se veía nada, ni se oía nada, ni las voces de los que comían en la planta baja, sólo un ligero viento que recorría los pasillos levantando algunos papeles sueltos. De pronto oyó la voz de Tomás: “Qu’ibo. Qué dijiste, estos güeyes ya me los chingué”. Matías no respondió: aferraba desesperado la pistola intentando adivinar la ubicación de su jefe para tratar de ganarle con un balazo. “Así está mejor Matías, que te estés calladito”, dijo Tomás. Matías acercó tembloroso su pistola a las tablas de la puerta para hacer el disparo, pero antes de que pudiera jalar el gatillo un balazo rompió el silencio y abrió un boquete en las tablas de la puerta de su escondite, por donde entró un agresivo rayo de luz, y se tiró al piso. Un torrente de disparos cayeron implacables sobre la puerta de madera abriendo nuevos orificios. Sintió sus ropas húmedas. Se tocó: no le dolía nada. Por la delgadísima ranura de luz de debajo de la puerta distinguió un riachuelo rojo que entraba silencioso. Luego escuchó la voz de su compadre Adolfo: “Al fin caíste, desgraciado”. Oyó la voz de un norteño que se acercaba: “Así que éste es el famoso Tomás, alias el pinchi Tigre”. Y agregó: “Pus, así como está, no parece tan bronco. ¿Tú qué crees?” “Sí —contestó Adolfo—, así sólo es un costal de mierda, una rata que ya no nos va a estorbar. A ver muchachos, cárguenselo”.

Matías oyó cómo arrastraban el cuerpo de Tomás y la voz de Adolfo que preguntaba: “¿Qué pasó con los demás? ¿Ya están listos? “Sí, ya están”, contestó la inconfundible voz chillona del “Gato”. “Así que éste es el soplón”, se dijo Matías. “Ahora ya nada más falta pescar a Matías” —agregó Adolfo— “Estos imbéciles creían que estaba aquí. Yo conozco a Matías, esa rata está en otra parte; también lo vamos a pescar, pero primero había que tronarnos a éste”.

Los pasos y las voces se fueron alejando. Cuando el edificio quedó en silencio, Matías aún se esperó varios minutos y luego entreabrió lentamente la puerta y el cañón de una pistola entró por la abertura dándole la bienvenida. Detrás de la pistola descubrió la sonrisa agradable de Adolfo.

 

 

Jeremías Ramírez Vasillas (México D.F) Estudió la licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha escrito tres libros: Comunicación educativa,  Antología de cuento brevísimo y Arañas sobre el silencio: minificciones, (Ediciones La Rana, 2011). Ha dirigido diversos cortometrajes. Recibió el premio al concurso permanente de cuento brevísimo de la revista El Cuento, No. 135, 1997; ganador del concurso de cuento de junio de 2009 Las Historias de Alberto Chimal y finalista en el Virtuality Literario Caza de Letras 2010. Gana en 2013 el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández.