Muerte del guarura

José Pérez Chowell

 

Nos vimos de frente, los dos deshechos, sin que asomaran aquellas lágrimas que un quince de septiembre sellaron nuestra alianza.

Todo había terminado, políticamente hablando, para el señor. De nada valió que me hubiera batido como lo hice, para conservarme a su lado. De nada valió la muerte de Tereso o la de mis compañeros de toda la vida. Todo acabó cuando el odio fue más fuerte que la convicción política de quien creíamos llevaba las riendas del gobierno.

La guerra desatada en mil novecientos sesenta y ocho no podía terminar en mil novecientos setenta y siete. El enfermo de poder aún gobernaba, aún decidía quién sí y quién no. El hombre a quien no se me permitió aniquilar cuando era oportuno, aún estaba insatisfecho, no concebía que alguien le hiciera sombra, que alguien pudiera delatarlo, y dio un golpe más, un golpe que, como todos los suyos, fue artero.

El señor volvía al retiro, obligado por el odio y el rencor de un enfermo mental que manipulaba el poder constituido, al amparo de las reglas del juego del bien revolucionario.

¡Me cago en la revolución y en los revolucionarios! Me cago en los pusilánimes y en los mangoneados.

–Déjeme matarlo, señor.

–Olvídelo, Lara, no podemos hacer nada.

–Señor, no puede usted aceptar esto; no le dé gusto a ese hijo de perra; déjeme acabar con él.

–¿Con qué lo haría?

–Buscaría la manera.

–¿En París?

–Donde fuera.

–Olvídelo, Lara, ya no tenemos nada que hacer. Debo disciplinarme a las disposiciones del partido. Olvídelo.

¿Hasta dónde puede cegarse un hombre? ¿Qué razones me esconde para no querer hacer lo que la lógica más elemental aconseja?

 

–Señor, ese hombre no va a descansar hasta verlo muerto.

–Si así ha de ser, ¿qué le vamos a hacer?

–¡Señor! No puede cruzarse de brazos a esperar que lo maten.

–¿Y qué puedo hacer ya?

–Mucho, señor, puede hacer mucho.

–No, Lara, ya no hay nada que hacer.

–Hable entonces con el presidente.

–Basta, Lara, no sabes lo que dices.

–Inténtelo siquiera, que le den una explicación.

–Para qué si ya la sé. Violé las leyes del juego. No soy diplomático, no soy un buen político.

–Pero lo conocían, sabían como era y lo llamaron. Ahora que lo sostengan.

–Ya retírese, Lara.

–No señor, discúlpeme pero no me voy hasta que no me autorice a hacer lo que es mi obligación.

–Su obligación principal, una vez más se lo digo, es plegarse a mis órdenes.

–Señor, trate de entenderme.

–Lo entiendo y no comparto su punto de vista. Es todo.

–Señor...

–Lara, si de verdad quiere servirme, deme un tiro.

–Eso no lo haré, señor.

–¿Por qué? ¿Tiene miedo?

–No es eso, señor.

–¿Entonces ya no quiere obedecerme?

–Lo obedezco, señor.

–Pues deme un balazo.

–No a usted, señor, usted no es quien lo necesita.

–Si lo pido es porque sé que lo necesito.

–Pero no se lo voy a dar, señor.

–Entonces me lo daré yo.

–¿Qué haré después, señor?

–Buscar acomodo por ahí, no le faltará dónde.

–No piense en tonterías, señor.

De pronto ya no éramos amo y criado. Éramos hombres, sencillamente hombres. Se acabaron los protocolos. Sacó su pistola, yo saqué la mía, y los dos sentimos el frío del cañón en el paladar.  

 

 

José Pérez Chowell
Abogado de profesión. Llega a Irapuato proveniente del D.F a principio de los años ochenta del siglo pasado y se dedica al periodismo y la docencia. Fue colaborador de la extinta revista Impacto. Varios libros publicados. Falleció en el año 2011.