jueves. 05.12.2024
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De Poquianchis y otros monstruos

Mónica Navarro
De Poquianchis y otros monstruos

Era una casa vieja, despintada, con un cuarto largo de más de 20 metros. Adentro no había paredes, sino más de una decena de “cubículos” hechos con cortinas de tela. En cada uno de ellos una pequeña cama, y en ella una mujer siendo usada como objeto sexual por un cliente. En una redada de la policía las mujeres fueron detenidas por ejercer la prostitución, ya que no es una actividad legal en nuestro país. ¿Y los clientes? Muy bien, gracias. Se marcharon a sus casas, algunos molestos porque habían pagado y el servicio fue interrumpido. Al fondo, detrás de otra cortina, un grupo de niños de diversas edades era cuidado por los mayorcitos, en tanto sus madres trabajaban. ¿Puede alguien imaginar tal escena? Pues bien, éste no es un caso único ni aislado. La prostitución y la trata de blancas son comunes y nadie parece ocuparse de ello.

Si bien hay personas que por decisión propia venden su cuerpo, eso no justifica que otras hagan uso del servicio. Y no me refiero a elementos moralinos, sino a la esencia del acto: usan a un ser humano para su placer como si fuera un objeto. Se adiciona un elemento más terrible cuando la persona no se prostituye por voluntad, sino es obligada por otras, o por el hambre.

La capacidad de comprensión y nuestra nutrida imaginación no son capaces de concebir qué puede sentir un ser humano cuando es usado, humillado, cuando se comercia a costa de su vida y su cuerpo. ¿Qué siente una niña que es raptada y obligada a ser esclava sexual?

 Ahora que se cumple el medio siglo de haberse desatado el escándalo de las Poquianchis,  los medios harán el recuento de los crímenes cometidos por las hermanas Delfina, María Luisa y María de Jesús González Valenzuela, y nuevamente leeremos expresiones de asombro, desprecio y desaprobación por lo que hicieron, pero aunque ellas fueron juzgadas ante la ley, junto con algunos de sus cómplices, muchos de los partícipes nunca fueron ni serán castigados. Me refiero a la red de funcionarios que solaparon la actividad, y a los clientes, que al usar a las mujeres son tan culpables como la tercia de hermanas.

No trataré de revivir la historia, pero ¿aprendimos la lección? No lo creo. Actualmente  la trata de personas  y la prostitución infantil han crecido. Entre las víctimas de las Poquianchis había niñas menores de 15 años, tal dato espantó a la sociedad, pero no es un hecho perteneciente al pasado.

Hace tiempo conocí a un pequeño que dormía en un camellón. El niño había abandonado su casa a causa del maltrato y la pobreza; no tenía dinero para comer. Su ropa, aunque sucia, era de buena calidad y conocía  playas exclusivas y caras. Relataba que tenía amigos que lo llevaban a pasear a cambio de sexo. Esos amigos tenían dinero, eran elegantes, y decía él que lo trataban muy bien. No concibo cómo un menor que es violado puede creer que es tratado bien, sólo porque lo llevaron a la playa. Pero ése era su mundo y el de miles de menores.

¿Quién y cómo se castiga a quienes hacen uso de la prostitución? ¿Qué pasa por la mente de quienes consideran que cambio de dinero pueden tener sexo con una niña? Esas personas son las mismas que por la noche arropan a sus hijos, al día siguiente los llevan en auto y los dejan en la puerta de la escuela… para protegerlos.

Culturalmente son muchos los  cómplices: se hacen chistes en torno a la violación e incluso repetimos frases tan insultantes como que ese caso sólo debe uno relajarse y gozar, se critica severamente a quienes ejercen la prostitución pero se tolera y acepta quien acude a ella. Un hombre que se sienta a ver a una mujer desnudarse en un table dance ríe con los amigos y comenta sobre los atributos de la mujer como si hablara de un auto, pero lloraría y quedaría destrozado si en la mesa alterna viera a su hija haciendo lo mismo. Esos monstruos son quienes alimentan la explotación de las personas. En su mundo la chica que baila no es una persona; no merece respeto.

Las tres Poquianchis fueron a la cárcel; a una le cayó una lata de pintura en la cabeza y agonizó por días antes de morir. Otra sufrió cáncer hepático y también tuvo una muerte dolorosa. Sólo una salió libre, y terminó sus días como una respetable tendera en Celaya; las personas le llamaban “doña Mary”. Ese fue el destino de esos terribles seres, pero hay otros que en este momento están cerca de nosotros, visten de corbata y los llamamos señor. Es a ellos a quienes debemos temer y combatir.