miércoles. 24.04.2024
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Floraciones postmeridianas

Yara Imelda Ortega

Floraciones postmeridianas

Inicia un 14 de febrero

I. Donde da vuelta el viento

Agar conocía la vocación de la tierra: era jardinera. Engarzaba miradas en surcos, a fin de cosechar collares de sonrisas. Ella nunca lloraba. 

En cambio Musfatah, el tuareg, jefe del clan tuareg, el mismo caudillo del desierto, era también cacique de la tierra firme, de allá donde ni el viento puede cambiar los destinos de las caravanas; como sucede en el mar, donde las lágrimas sirven para criar peces y ahogar sueños. Igual que en El Verdadero Desierto, donde a pesar de su sequedad, se beben gotas salobres que escapan de las miradas decepcionadas. Él no sabía llorar. 

Una semana antes de que la luna cumpliera la promesa de su excelsa belleza en pleno, Agar mutiló su jardín secreto. Ese que solo ella conocía, donde florecían trozos celestes de luz nocturna. Los ató con cintas tejidas de ilusiones postergadas. Y salió a la  plaza a regalarlas. 

Musfatah iniciaba el dia con el sol. Con su salida, emergía de su tienda, que a pesar de estar construida en la colina, con las piedras lapidarias de la maledicencia,  mostraba en su agreste fachada la mirada lánguida de quien no conoce arraigo. Pretendía ignorar que la noche nace en la tierra para morir en el cielo. Igual a los hombres que se vuelven ángeles.  No estaba preparado para recibir amor. 

Agar llevaba el sol de su tierra en la piel, pero florecía en la sonrisa que la distinguía de quienes (sin mérito) se habían avecindado en Mogador. Recibió de Kwizara un trozo de la raíz que ata los sueños a la tierra. Esta raíz condena a la divina locura mnemótica a quienes la prueban, abriéndoles la puerta a la reeducación de los sentidos. Una raíz que fue dada a los hombres por sus hermanos los dioses, para que recuerden el origen divino que todos ellos tienen. Una raíz que prolonga los deseos de otro en el cuerpo de uno mismo, raíz que nos despierta a las tres de la mañana para recordar el alma en otredad. Al hombre lejano o prohibido. Nunca olvidado. Dichosa Agar; nunca había amado así. 

Musfatah buscaba a la Hija del Amor. No la conocía, pero la ansiaba. No lo confesaba, pero la esperaba. No lo aceptaba, pero la estaba acechando. Su Verdadero Desierto lo llevaba debajo de la djilaba y detrás de la piel. Era el deseo que le quemaba, ardía por los ojos y flameaba en las manos que no podía tener quietas. Era de los pocos conocedores de la gran fuerza de voluntad que un Hombre amerita para negarse a la oferta de abrevar en una mujer la sed. Por eso admiraba a Ahmed. 

Agar no lo sabía, pero la mano de Fatma estaba a punto de tocarla: La izquierda es la que gobierna el pasado, los recuerdos, los pecados idos. La derecha es la promesa del futuro, una mañanica riente, bajo las iridisadas perlas del rocío: El perdón. Entonces fue cuando el viento que viene del desierto, cargado de calor, dando la vuelta en la esquina de la casa de Musfatah; acarició las crestas ancianas de las olas, que en un alarde de paciencia van esculpiendo con capricho y originalidad las rocas, para el deleite de quienes saben mirar el tiempo condensado en objetos que parecen muertos, pero que han sufrido con paciencia el arte de decantar su belleza. Igual que los corazones vírgenes que emergen de allende las fronteras del Verdadero Desierto. 

II. Arroyito y con la pena 

Estando un día Musfatah en su tienda de roca, llegó a la entrada un anciano, de esos que parecen ir cargando todo el tiempo sobre sus espaldas. Alto como el sol a medio día, su rostro acusaba la rigidez con que había vivido. 

–“Si, aquí es. Las mismas paredes, el mismo techo. Aquí vivieron ellas”.- Musfatah no lo sabía, le costaría trabajo entender: ¿Porqué este venerable anciano suplicó entrar a la temible casa, guarida de Sofía, resguardo de Talía, habitación de Themis?. Con pocas palabras, de esas que se tienen que inventar cuando no se puede decir la razón, pero que dejan entrever la verdad, dio a conocer la existencia de un tesoro. No era el clásico tibor de barro que contiene rayos de sol para comprar sonrisas y acallar conciencias. Era un ataúd, repleto de luna cuajada y sol condensado en barras. Un juramento entre los tres idos y el visitante les comprometía a la restauración del Viejo Imperio, o morir en el intento. Y ya lo habían intentado. 

Musfatah era el caudillo que el superviviente había elegido para la aventura. El se negó, no por temor. No era cobarde. No por falta de gente: a una palabra suya, cada grano de arena sería una cabeza a sus órdenes. Le faltaba pasión. Sin ella, ni la mejor decisión es factible. 

Ofreció al viejo la mitad de la riqueza, a fin de que muriera en la comodidad que durante la vida no había conocido. Sólo había que decir el emplazamiento exacto. Un juramento de sangre impedía que el forastero hablase.  Pero no mencionaba la prohibición de la mirada; que fijó en un rincón. Era el único de la casa que estaba hecho con adobe, y en la semana en que ninguna luna rielaba las alturas, fosforescía para el temor de la escolta de Musfatah. Llamas de fuego líquido, flamas verdes que se convertían en una corona de manos. Caricias lumínicas en la pared de la noche. 

El hombre solo respondió: - “El polvo de esta ciudad reclama sangre. Aquello que fuera hermoso, será horrible tal vez: Una bella guerra para nosotros, ahora no aparece en los anales de historia. Si el sonido de la batalla pudiera construir la armonía de la paz, ahora yo estaría muriendo en medio de una bendita canción. Todos cayeron alborozados, dando el rostro al sol, con los manantiales de su sangre brotando de pechos morenos. Construían una patria para sus hijos, pero los sobrevivientes fueron castrados. Se da lo que se tiene, lo que cuesta: Dimos la vida para la causa. Repartimos lo que sobra. Toma el dinero, y gózalo con quien ames”. – Y se fue. 

El polvo comenzó a estallar con la fuerza de la pólvora. Disparos de agua estampían entre las rocas del empedrado. El verano se rebelaba contra el calor diurno, carcajeándose de la cicatriz evaporante que dejaba en la banqueta. Pero la lluvia ganó; a base de tenacidad, batallones de gotas cerraron filas calle abajo. Un arroyito brincoteaba buscando la Plaza, ansiosa como una mujer joven. Negras nubes arrebozaban Mogador, desde el Cerro Grande. Ni el oro, ni la plata. Ni siquiera el placer de un arcoiris sacaría a Musfatah de su pena: la única mujer que lo había amado sin reserva estaba muriendo. Un cangrejo atenazó sus pulmones. Ya no alcanzaría ni a decirle adiós. 

Realmente había sido amado sin condiciones. ¡Qué difícil aceptarlo!

III.- Dies irae. 

Un portador de palabras decía hace mucho tiempo “que estamos hechos de polvo de estrellas. Que cuando las estrellas envejecen y mueren se comprimen por su propia fuerza de gravedad, provocando así un último estallido que las convierte en una nube de luz y polvo, último testigo de su existencia”. 

Por el cielo llegan constantemente diminutas partículas de estrellas, a veces hasta es posible verlas durante las tardes lluviosas. Esos pequeñísimos pedazos de luz y materia pueden ser observados por quienes han aprendido a sentir el tiempo. Los pueblos primitivos le han puesto el nombre de arcoiris. La forma semicircular se extiende en proporción de la voluntad del testigo. Son hilos mas delgados que las telarañas, y que tejidos muy cerrados atrapan momentáneamente las pequeñas escamas que una vez fueron parte de las estrellas. 

Las tradiciones de los pueblos del Norte, donde la luz danza sin control en las noches en que la fiera del aire corta la carne, penetra los huesos y duele el alma (igual que la soledad), dicen que los dioses están enojados. Sacrifican doncellas para aplacar su ira, y poco a poco las auroras dilatan cada vez menos, luego de seis meses de casi oscuridad, llegan otros seis meses de casi luz. Ellos también creen que donde se ancla “el arco del flechador”, se esconde un abundante tesoro. Es una olla rebosante de oro. La vigilan terribles ogros de la codicia humana. 

Se necesita algo mas que la voluntad para poseer ese tesoro.  Hay que conocer el conjuro, que se hallaba perdido en viejos libros escritos en sánscrito por los ancianos hijos del Mogador que se conoció como Arcadia: Agar los encontró. Fueron redactados mientras los amantes dormían, antes de que el deseo les despertara. Y después de que el mismo deseo les acunara. Traducidos, decían algo así de incomprensible: 

“Yo, que imaginé un sueño, he roto mi piel, he estado esperando por ti. El lado donde mi piel tiene un agujero a donde perteneces, y que ha estado esperando por ti. Vamos, ven y quédate en lo alto de los mares, no puedo creer que tomes mi corazón para pertenecerte. Ven y toma un  tiempito, ven y toma un llantito, pero ven mi Inmerecido, y mantenme vivo, sostenme del agujero hacia fuera, hey cadena quédate mientras dura, mantenme y sóplame hacia fuera, córtame, pero ven mi Inmerecido. Las palabras son deja vu, juro que así son, palabras en mágica confusión que afloran desde los dedos. La lujuria en la nieve suena como el cielo. Ven mi Inmerecido, mantenme vivo, hey niño, sostenme y sóplame a través del agujero estelar. Ven, mi Inmerecido”

No era el significado. El fondo se halla en el significante. Para Agar era un tesoro. Para el hechicero era un tesoro aún más grande. Y ambos hicieron el conjuro con toda la fe, pero eran tan fuerte que con la intención sola hubiera bastado: Al enunciarlo por vez primera, una hebra cayó delante de Agar. La fue siguiendo por el laberinto de las calles, en tanto repetía el hechizo con furor. Un pez de luz centelleaba con sus doradas escamas, sobre las piedras de la banqueta de un barrio de Cerro Arriba. Para ella y para Musfatah, que si bien conocieron algún día la lujuria, esa noche tuvieron acceso al tesoro de un Verdadero Amor. Supieron la ternura. Orión centelleó en sus bocas, dejando un rastro de polvo estelar en sus pieles. Ahora ya eran Uno. Se llamaron Arcoiris. Y su forma semicircular permaneció en forma de sonrisa en la boca del otro.