Alejandra

Edwin Yllescas

 

Cuando se separaron, Jorge Adolfo Ibáñez escribió una novela de amor. El nombre no viene al caso. Alejandra no se sorprendió; siempre supo (se lo había jurado), que Ibáñez algún día escribiría la historia de su amor. En cierto modo, se sintió aliviada; su vida amorosa, pasional, partidaria, ideológica por fin pertenecía al pasado. Ahora podía buscar, o encontrar una nueva existencia. No es que quisiera ser la mujer anónima anterior a 1979; sabía que entre aquélla y la de ahora había transcurrido mucho tiempo. Tampoco le interesaba el juego del encuentro y el desencuentro desarrollado por la novela. Pensar en lo que pudieron ser y no fueron, era una torpeza. Simplemente, Alejandra miraba ante sí, el féretro de un cuerpo largamente insepulto. Tenía en sus manos lo que fue y lo que ya no era, especialmente, la certeza ambigua que el azar la esperaba en cualquier sitio en cualquier hora en cualquier hombre.

Ibáñez le entregó el primer ejemplar que el editor mexicano puso en sus manos, sin embargo, Alejandra no fue la primera en leerla. Sus temores eran muchos y difíciles de juntar en un solo sentimiento. La puso sobre su mesa de noche, junto a los CD de la Sonora Matancera; al apagar la luz, deslizaba la mano sobre la portada. Ella no era la mujer en el satín verde musgo; pero, ¿sería ella la mujer entre las páginas? En los rasgos que seguramente introducían su carácter, ¿cuáles eran verdaderos y cuáles fábulas del novelista? Las cosas que llevaron al encuentro y al desencuentro, ¿eran las verdaderas, o sólo la imaginación del fabulador? Cada noche, por un año, apagaba la luz y deslizaba la mano sobre el satín verde musgo. Su tacto comenzó a sospechar que el libro contenía varias Alejandra, que eran y no eran Alejandra. Leer la novela para encontrar cuáles eran la verdadera Alejandra, no tenía razón. Alejandra sabía quién era Alejandra. Leerlo para saber cuáles Alejandra no eran Alejandra, tenía menos sentido. Alejandra sabía cuáles Alejandra no eran Alejandra. De la sospecha pasó a la certidumbre; leer la novela le enseñaría de qué forma su ex amante había unido a las tales Alejandra; o qué perversión de Alejandra había prevalecido en la mente de Jorge Adolfo.

Un viernes feriado, con sábado encajonado, comenzó a leer y marcar las ochenta y nueve páginas de la novela. Su forma de anotar fue sencilla. Arrancó las páginas que no eran Alejandra, arrancó las que contenían las Alejandra del novelista. El tercer impulso fue para las circunstancias que unían a las Alejandra falsas con las verdaderas. Se quedó con la primera página de la novela. La releyó varias veces durante varias semanas. Meticulosa, tachó línea por línea los tres últimos párrafos de la página hasta quedarse con el primero.

Un día se topó con Carlos Alberto Servián y este párrafo que sólo transcribo para dar consistencia a las posteriores acciones de las Alejandra verdaderas:

«Este relato podría empezar con alguna leyenda celta que hablara del viaje de un héroe a un país que está del otro lado de una fuente, o de una infranqueable prisión hecha de ramas tiernas, o de un anillo que torna invisible a quien lo lleva, o de una nube mágica, o de una joven llorando en el remoto fondo de un espejo que está en la mano del caballero destinado a salvarla, o de la búsqueda, interminable y sin esperanza, de la tumba del rey Arturo».

[Siguen partes inconducentes]

«También podría empezar con la noticia, que oí con asombro y con indiferencia, de que el tribunal militar acusaba de traición al capitán Morris. O con la negación de la astronomía. O con una teoría de esos movimientos llamados “pases” que se emplean para que aparezcan o desaparezcan los espíritus. Sin embargo, yo elegiré un comienzo menos estimulante; si no lo favorece la magia, lo recomienda el método».

Impetuosa, pero detallista, Alejandra tachó de abajo para arriba, las primeras cinco oraciones del primer párrafo; se detuvo en la oración inicial, la leyó varias veces recordando las anteriores líneas de Servián, y también la tachó de un solo viaje. ―Si la construcción del primer párrafo de Ibáñez ―pensó― no es auténtica, nada puede tener sentido en esta novela. Todas las Alejandra son verdaderas y falsas; verdadera y falsamente unidas. La novela, Jorge Adolfo y yo, no existimos; somos un reflejo proyectado por la imaginación de Carlos Alberto ―.