Los regalos de don Vicente

David Ibarra Torres

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La ingeniería de poco le valió a Vicente Leñero. Fue un caso de vocación errada quizá. Su existencia cotidiana le llevó a dejar el lenguaje técnico y preciso de las estructuras, de los mecanismos y de la mecánica o la física, relativos a su carrera, por el lenguaje vivo y rico, para hablar de la vida. De la vida del mexicano, sobre todo.

En la carrera de Ciencias de la Comunicación, en el periodismo, me acuerdo, se hablaba de Vicente Leñero como si fuera una “vaca sagrada”, el gran gurú que tenía la última palabra y a quien había que hacer una reverencia al mencionar su nombre.

Pero nada más lejano de la realidad. Don Vicente fue el sencillo y generoso maestro de todos quienes estamos en este ejercicio, tanto por el Manual de Periodismo que escribió con Carlos Marín, y que fue curiosamente presentado originalmente como un curso de periodismo por correspondencia en 40 lecciones, como también por sus obras, pero además por la conducta intachable e insobornable, que representó para todos un ejemplar testimonio de vida.

Brincó de la talacha periodística al preciosismo de la literatura, siempre en la delgada línea que las separa. Ha sido el autor mexicano que nos demostró con sus textos, que nunca estuvo mejor ejemplificada la relación de parentesco por afinidad entre las dos disciplinas.

A Vicente Leñero le pasó como a Julio Scherer, por ejemplo, quien primero quiso ser abogado y luego estudió Filosofía, o a Gabriel García Márquez, que también comenzó estudios de Derecho, pero finalmente fueron absorbidos por el periodismo.

Sobre todo, le observamos una trayectoria con una alta ética profesional y el rigor del profesionalismo y la honestidad que le dio la congruencia. Estableció la disciplina de no mezclar las opiniones con la noticia, y evitar cualquier asomo de practicar un periodismo frívolo.

Nos compartió el lenguaje del barrio, de la vecindad, de las calles por las que pasamos todos los días, de la gente a la que nos encontramos a la vuelta de la esquina, de quienes hacen cada día lo que pueden y hasta donde les alcanza, por sobrevivir.

En las construcciones literarias que nos regaló Vicente Leñero, detrás (o en las tripas de las palabras y las frases, o la “carpintería” como la llamaba García Márquez) está la realidad que vio. La tragedia de los desposeídos, de aquellos a quienes les cae la desgracia por estar en el lugar y la hora equivocados, o de personajes a los que les queda ese dicho popular: “Pobre del pobre que al cielo no va… lo friegan aquí y lo friegan allá”.

Más que el poder, el dinero o las influencias, el centro de interés de don Vicente fue la gente, verdadera protagonista de su ejercicio periodístico y literario.

Podemos agradecer a don Vicente, donde quiera que esté, por compartirnos la visión de un país sin mitos, esa precisa manera de atizar las palabras y los verbos que, más que lógicos, le calzaron a la medida a la miseria, al dolor, a la injusticia, a la corrupción, pero también a las personas de carne y hueso, muchas veces con humor y sin solemnidades, en la búsqueda de una vida más pareja y libre para todos.