martes. 24.06.2025
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De eficiencias y esperanzas

Blanca Parra

De eficiencias y esperanzas

¿Por dónde comienza uno a darse cuenta de que las bases que forman el sustento de nuestras convicciones han comenzado a desvanecerse? ¿Que apenas unos cuantos, comparado con el tamaño de la población, comparten 100% de esas convicciones y que son todavía menos los que están dispuestos a hacer lo necesario para salvaguardarlas y procurar reimplantarlas en todos los contextos?

En la comunidad en la que crecí se vivía de una manera en que la inseguridad era apenas una noticia de sucesos ocurridos en algún pueblo –por razones de machismo y pleitos de familias-,  accidentes viales y algún ocasional robo. No recuerdo haber sentido temor de salir sola por la noche, regresar de una reunión caminando de punta a punta de la ciudad, asistir a los diferentes espacios públicos. La noche del 31 de diciembre de 1970, por ejemplo, regresé de una reunión cerca de la casa de mi abuela paterna, pasada la media noche, caminado hasta el centro de la ciudad donde tomé un taxi para llegar a mi casa, en el otro extremo del pueblo; una casa cuya puerta permanecía sin llave durante la noche (nunca tuve ni necesité una) y abierta durante el día.

La escuela alentaba el orgullo por nuestra tierra, “granero del país”, y por el país entero, “cuerno de la abundancia”. No había veneración por el gobernador o el presidente municipal, pero eran reconocidos como ciudadanos que trabajaban para hacer crecer nuestra pequeña ciudad y el estado. Ni ostentación ni lujo. Los funcionarios públicos eran personas con conocimientos y cultura, reconocidos socialmente, e impartían clase, en  la secundaria en la que luego estudié, por el gusto de compartir conocimientos, experiencias y libros. Las maestras que tuve la fortuna de tener en la primaria, con alguna rara excepción, eran también personas valiosas, interesadas en las alumnas y la comunidad. Y no, no estoy idealizando.

No había trabajos pequeños y cada miembro de la comunidad jugaba un papel social importante. El repartidor del agua era, al mismo tiempo, el tenor en las celebraciones de relieve, por ejemplo. Tampoco se marcaban las diferencias de estatus económico. Las niñas del acaudalado tequilero asistían a las mismas escuelas públicas que las hijas del profe Parra, jugaban en la misma calle y compartían los alimentos en una casa o en la otra. La comunidad era, ciertamente, muy pequeña –50 mil habitantes en 1965, más o menos- y propiciaba que todos se ocuparan de la seguridad de los jóvenes.

Aunque sabíamos de las represiones a los ferrocarrileros, a los médicos, etc., en la ciudad no recuerdo un solo incidente represivo ni contra adultos ni contra jóvenes. Los huicholes y coras siempre se movieron por la ciudad mostrando el orgullo de su/mi raza, cuando bajaban a comprar o vender mercancías. Discriminación de la mujer había dentro de algunas familias, no en la mía.

Luego fui a vivir a la ciudad de México y conocí la represión, la intolerancia, el menosprecio por las personas en función de su ingreso, su vestimenta o el género. Llamar indio a una persona en señal de descalificación, llamar gata a la persona que ayudaba en una casa, simular que se tiene un origen “de alcurnia” viviendo en uno de los multifamiliares de la época o proviniendo de una casa familiar en la que no había un solo libro, vestirse o comprar un carro para mostrar que se dispone de recursos monetarios, aunque no haya para comer decentemente, exhibir las tarjetas de crédito para dar cuenta del poder adquisitivo, cuando las hubo. Afortunadamente también conocí personas honestas valiosísimas.

En Tepic no hubo televisión ni televisores sino hasta 1968, para poder disfrutar de la Olimpiada. Todas las noticias del país y los eventos deportivos se recibían por la radio, y los resultados en los periódicos locales. En familias como la mía, con un abuelo y un padre socialmente activos y con un tío ferrocarrilero y revolucionario, las noticias se recibían a través de los líderes que hacían tertulia en la casa cuando estaban de paso por la ciudad, por lo que mi tío traía de los viajes regulares a Guadalajara y las ciudades del Pacífico, y por la radio de mi padre y los periódicos y materiales que recibía de sus amigos americanos que viajaban de/a California y Texas.

La televisión trajo un cambio. Las amigas que fueron a estudiar a Guadalajara aprendieron de la diferencia de estatus. Las personas comenzaron a adoptar los comportamientos y el lenguaje que la televisión mostraba. Los políticos comenzaron a mostrar las riquezas adquiridas en su paso por el gobierno. La pobreza dejó de tener dignidad y la gente comenzó a esperar que el gobierno les hiciera justicia regalándoles cualquier tipo de bienes. Tener para ser.

44 años más tarde, pareciera que no queda nada de lo que, por lo menos en la sociedad de mi pueblo, se consideraba valioso. Nadie empeña su palabra y, si lo hace, resulta un mero formulismo porque ni los contratos se respetan; los políticos han llegado a lo que pareciera ser la cima de la abyección, de la deshonestidad y del descaro. Dejamos pasar las oportunidades de poner un alto a los desmanes de esta especie de casta.

La cultura nacional parece no existir. Desconocemos cualquier rasgo que nos identifique como mexicanos y procuramos, hasta donde se puede, adoptar cualquiera de los mecanismos de discriminación hacia los otros, básicamente por el color, el habla, el origen étnico, la manera de vestir. La televisión comercial tiene mucha responsabilidad en este proceso, por supuesto, pero también las mismas instancias educativas y las familias. Escalar social y económicamente parece ser el único objetivo y en ese juego todo, absolutamente todo, se ha utilizado como recurso. Coincidentemente, de 1970 a 1990 se dio el mayor esplendor de las telenovelas en México (con Televisa, particularmente) y  el imperio de Azcárraga alcanzó su cima, según da cuenta el libro México. An Encyclopedia of Contemporary  Culture and History, en la página 492. Esta publicación consigna también la filosofía televisiva de Azcárraga Milmo: “México es un país de una clase modesta muy jodida, que no va a salir de jodida. Para la televisión es una obligación llevar diversión a esa gente y sacarla de su triste realidad y de su futuro difícil”, citado también en Proceso. Tanto en el libro mencionado como en el documento de Proceso se establece muy claramente el compromiso televisivo: “venderle espectáculo a los pobres y, a cambio, garantizarle al sistema la sumisión de los ‘jodidos’ y el control político vía la información teledirigida."

La televisión, los espectaculares, las revistas de chismes, muestran el mundo al que se supone que todos debiéramos aspirar. Y no tener los bienes que se promocionan parece ser la evidencia palpable del pecado de no tener suficientes recursos económicos. La gente con menos recursos, con menos educación, con más carencias de todo tipo, quiere tener los satisfactores exhibidos y alabados. Los ejemplos de todo tipo abundan. La mercadotecnia partidista comienza entonces a funcionar, promoviendo a los candidatos que prometen el cielo y las estrellas a cambio del voto, y reparten todo lo que está a su alcance para satisfacer los deseos del pueblo jodido; lo más reciente, televisores con la frase  gubernamental “Mover a México”, ostensiblemente marcada. La maquinaria funciona como está previsto.  El sistema educativo ha contribuido cumplidamente en limitar las capacidades de lectura y en anular el pensamiento crítico, fortaleciendo la obediencia y la sumisión, no sólo de los chicos sino también de los maestros. Sindicatos y directivos, en general, hacen su parte, como hemos visto recientemente con algunas universidades públicas que han despedido a profesores distinguidos por apoyar las protestas por los hechos en Guerrero; tal es el caso de la Universidad de Quintana Roo, pero no es la única.

Lo que el sistema no desea, por ningún motivo, son insurrectos, gente que piense y que cuestione, gente comprometida con su propia cultura, su propia gente. Las agresiones en contra de las Normales Rurales, semilleros de maestros comprometidos, activos y críticos, no son nuevas. Hace años que vienen siendo desmanteladas o convertidas en escuelas secundarias o preparatorias sin atender al contexto en el que operan (así funciona con todas las escuelas, en todo el país). La Normal Rural de Ayotzinapa ha sido desde siempre la más castigada, tal vez por haber formado a Lucio Cabañas; casi sin recursos, en condiciones que no propician el aprendizaje si no es por la pura voluntad del estudiantado, que cada vez muestra su compromiso, su entrega y su disposición para lograr sus metas a costa de lo que sea, su propia vida en la ocurrencia.

La mayor parte de los ciudadanos que de alguna manera se enteran de lo que pasa en el país, se había mantenido al margen de lo que sucede con estos estudiantes. “Revoltosos”, “vándalos”, “delincuentes”, son algunos de los calificativos que la prensa nacional les ha endilgado sin siquiera conocer lo que sucede en su región, sin hacer referencia al contexto y a la historia. El mismo director de Excélsior, como había yo comentado en otra nota, se refería a ellos como los “ayotzinapos” que deberían de aprender de los alumnos del Poli, para verse obligado a corregir, posteriormente, al irse descubriendo y dando a conocer la terrible historia que no acaba por aclararse, tres meses después de los sucesos.

El año que termina nos deja un país en ruinas en cuanto a credibilidad, en lo económico, en impartición de justicia, en aseguramiento de los derechos humanos, en criminalidad; probablemente sea el año en que con más flagrancia se han dado los saqueos por parte de los funcionarios públicos, comenzando por la mismísima presidencia; el año donde la corrupción de jueces, magistrados, legisladores y gobernantes ha llegado a niveles que ni imaginábamos; el año donde la policía y el ejército han perdido cualquier rasgo de honorabilidad al mostrar su peor cara y su ciega obediencia a quien les paga o los surte de “insumos” ilegales; el año en que los partidos políticos se han descarado mostrando lo peor de sus integrantes, haciendo a un lado cualquier signo de ideología que los haya sustentado.

Queda el ejemplo, que me enorgullece, de los estudiantes del Politécnico, quienes supieron levantar su voz y encontraron la manera de hacerse escuchar para revertir el mayor daño que se haya intentado hacer al Instituto. Quedan las muestras de fuerza ciudadana que se han exhibido en cada una de las marchas en protesta por la masacre de Ayotzinapa y la exigencia de justicia. Queda el reconocimiento internacional de la situación que vive el país, de la responsabilidad del Estado en cada uno de los crímenes que se han cometido, de algunos de los cuales recién nos enteraron, y la exigencia de justicia y legalidad de parte de organismos como la ONU o instancias como el Papa.

El gobierno está siendo muy eficiente en activar el enojo y la protesta de muchos grupos de ciudadanos afectados por alguna de las muchas averías que ha cometido y sigue cometiendo. Falta sacudirnos a Televisa y similares. Falta hacer llegar las notas de prensa valiente a otros grupos de mexicanos. Pero hay esperanza.