Josué
Jaime Panqueva
La noche es verde como las botellas que arrojan los ricos frente a sus mansiones custodiadas por alarmas y seguridad privada. Resplandece con la suavidad de los terciopelos y sedas con los que visten a sus esposas y concubinas; pero la calle es dura como el pan del pobre, pesada como el hambre que se atenaza a su espinazo, filosa como la hoja de la tramontina que Josué enrolla en un jirón de la camisa y oculta cerca del abdomen para poder echarle mano en el momento oportuno. Es el día de su quincena: el salario de los demás le dará para comer durante algunos días, a él y a su familia. Este día abre un ciclo que se cerrará cuando se haya gastado el último centavo.
Amenazan con caer esas gotas de lluvia, ácidas como las lágrimas de sus víctimas que muchas veces gimen al recibir el primer golpe, cuando le ruegan que no las hiera o que les deje lo suficiente para tomar el autobús. Que no, que la muerte no, porque tenían tanta o más familia que él. Lágrimas como las que rodaron por las mejillas de Judas o de Pedro, lágrimas de pecador a punto de ser ajusticiado por su tramontina. Acerbas, como las que escupen los párpados los niños sin padre, como lo fue él. Lágrimas intoxicadas por la gasolina, los pegantes inhalados o los baretos de bazuco. Lágrimas de soledad podrida en la ciudad que le golpea, que le muele los huesos día tras día.
Llueve, son las once. Josué espera recostado contra la reja de la vitrina de un almacén que anuncia rebajas de todos sus precios y un amplio surtido de productos importados. Se oyen unos pasos. Un hombre mayor se acerca, parece concentrado en la lectura de un papel con una dirección, distraído, una presa fácil. Las luces del alumbrado público le hacen ver como un mártir, un San Sebastián con la mirada perdida en la contemplación de los dinteles altos de las tiendas. Pero no es más que un ratón que olisquea el queso de la trampa que le quebrará sus vértebras.
Josué lo ve pasar a su lado, cuenta rápido hasta dos, y lo atrapa rodeando su cuello con el brazo, le pincha un costado con suficiente fuerza para asustarlo, pero sin atravesar su ropa. El hombre traga una bocanada de aire y se abstiene de gritar intimidado por el chorro de improperios que mana de la boca de Josué. Éste lo empuja con firmeza para sumergirlo en la oscuridad cómplice que le ofrece el portal de una venta de lotería. El cliente parece pasmado, sólo le pide que no lo mate, lo usual. Josué siente de nuevo el poder de ser juez, jurado y verdugo; el acusado es un conejo que pende de sus patas. Muy poco en la billetera, hijo de tus progenitoras, un reloj barato, mierda para ti y tu familia, ni siquiera la chaqueta o la corbata parecen tener valor. Chille que chille, que dónde está la lana, que no me haga nada, que soy trabajador, que ya la deposité en el banco, que no tengo nada más, que tenga piedad por el amor de Dios. Josué se harta de oír siempre la misma cantaleta, sabe imitarla y divierte con ella a sus hijos en las noches, cuando no hay nada bueno en la tele o cuando se sientan junto al arbolito de navidad, ya con algunos regalos, y sus risas resplandecen al compás titilante de las series. Mierda, no hay lana. Pues esta vez llevas por pendejo. Y la tramontina cae aquí y allá con la precisión que da el azar y refuerza un triste destino; se desplaza como un pez metálico que salta en un estanque. Salpica la sangre, tan escandalosa como siempre. El hombre no puede gritar, sus pulmones se anegaron. La tramontina no descansa, mientras Josué disfruta de su oficio, las cosas amables de la jornada. Y con ese filo se desquita de esa noche verde, de aquella suavidad, de la dureza, de la acidez, de las risas y las luces, del ciclo que no ha podido abrir con esa víctima, pero que sabrá cerrar a puñaladas.