Uno más de tantos

Tanya González Frausto

La línea que cortaba el horizonte se oscurecía cada vez más. La escalera de piedra que conducía al templo ruinoso comenzaba a helarse. Parecía cobrar presencia únicamente la luz del farol roto que iluminaba los objetos que Hypatía había colocado sobre las huellas. El aire parecía ausente, los objetos inmóviles. Si en aquel momento se hubiera anunciado un evento, sería el de una exposición efímera de memorias absurdas delante de la fachada de un edificio a punto de colapsar.  

Hypatía ignoraba que la noche había caído. Ignoraba incluso el lugar en el que estaba sentada. Había habitado aquella ciudad los últimos tres años. Pero las preguntas que se alojaron aquel día en su cabeza y que la hacían revisar aquellos objetos minuciosamente la ausentaban de aquel sitio, de aquel momento preciso. Aquella tarde regresaba a su casa en el transporte colectivo. Tantas interrogantes la distrajeron de la estación en la que debía bajar. Llegó casi al final de la ruta del vehículo y se quedó afuera de aquellas ruinas.  El último grupo de turistas se retiraba a las seis, como cada tarde. El paisaje todavía era amarillento.

No podía creer que fuera la tercera ocasión que fracasaba el encuentro con aquella persona que la inquietaba.  Por eso decidió colocar aquellos objetos en orden casi cronológico, aquellos papeles que ocupaban casi todo su morral, su mente y a punto de colmar su vida.

El origen de aquellas piezas era claro.  Era una fotografía de una plaza cercana a donde ella se encontraba en aquellos momentos. La había visto entre un montón de avisos pegados en un muro afuera del café al que iba a desayunar todas las mañanas.  Uno más de tantos. Siempre le había llamado la atención esa imagen en una hoja común y corriente, sin ninguna leyenda en especial, con tinta negra impresa en líneas paralelas a lo largo del papel. Le llamaba la atención que la imagen cambiara de lugar, pero nunca desaparecía entre todos los mensajes escritos. Unos anunciaban la renta o la venta de alguna casa; otros solicitaban los servicios de alguna persona; otros vendían cualquier tipo de objetos. Pero aquella imagen no decía nada en especial, y a la vez le comunicaba tanto. Hypatía siempre pensó que cuando abandonara aquella ciudad iba a llevarse con ella sus imágenes. Pero no era ni siquiera una aficionada a tomar fotografías. Eso sí.  Siempre tenía recuerdos lúcidos, retratos fijos de los lugares en los que había habitado a lo largo de sus tres décadas de vida.  Y a partir de ese retrato que encontró afuera del café le seguirían muchos otros distintos, colocados en diversos lugares de Dubrós.  Hypatía arrancó aquel papel tres semanas después de que se percató de su existencia. Al parecer había sido colocado en la madrugada, pues nadie le daba razón de quién lo había pegado ahí.  Pero nadie se atrevía a quitarlo por distintas razones.  En general agradaba, pero más bien parecía que alguna autoridad deseaba que permaneciera ahí.  En un acto anárquico, Hypatía lo quitó y lo guardó entre sus papeles.  Ahora iniciaba una cadena de objetos colocados en aquella escalera. Junto a esta imagen había otras más de calles, plazas, monumentos, grupos de personas o detalles de Dubrós. No eran postales. Eran hojas impresas, pegadas en distintos lugares.  ¿Sería posible que sólo a ella le interesaran aquellas imágenes? Ella era la única que las arrancaba de las paredes. Un día decidió no retirar una de ellas junto a una estación. Escribió detrás de ella: “¿Quién eres?”, hasta que dejó de hacerlo tres fotografías después de aquella pregunta inicial. Siempre recordaría con asombro que la siguiente imagen después de aquel hartazgo no sería un paisaje o alguno de sus detalles, sino un retrato: el de ella misma bajando del colectivo hacia su casa, representado en varias copias pegadas en distintas partes de Dubrós.  No sabía nada de lentes que acercaran o alejaran los objetos para fotografiar, pero intuía que aquella foto habría sido disparada con el fotógrafo casi enfrente de ella. El asombro se tornó en miedo por unos instantes. De nuevo haría la misma pregunta detrás de las fotografías que encontraba. Una a una, estaban formadas a lo largo de aquella escalera. Aquel personaje escribiría un par de veces un sitio y una hora en la cual encontrarse, su nombre y ningún otro dato más.  Hypatía tampoco quería poner sus datos.  La primera vez tuvieron la mala suerte de una apoteósica manifestación en su punto de reunión. El mitin duraría tres días.  La segunda vez el temor de encontrarle era tan grande que la tumbó en cama con un cuadro severo de intoxicación. La tercera vez ya parecía una burla. Esta vez ella propuso el lugar y la hora. Sería aquel café donde encontró la primera imagen. Pero cuando se acercó al lugar acordado la calle se encontraba acordonada; había tránsitos desviando el tráfico, y afuera del café un camión rojo y varios bomberos tratando de apagar el fuego originado en aquel lugar. Entre el humo y el caos no pudo encontrar a la persona que buscaba. Quiso regresar a su casa, pero llegó hasta aquel lugar a colocar aquellas fotografías, una a una hasta que todas sus preguntas fueran contestadas o al menos quedaran en su sitio y no desordenadas en su cabeza.  Hypatía se quedó dormida después de observar su montaje. En la negrura del paisaje se veía una luz rojiza sobre las siluetas de unas fotografías y su única espectadora durmiendo a un lado.  Al día siguiente la despertó el altavoz de un guía de turistas. Todo Dubrós se había puesto en marcha. Las fotografías eran las únicas pertenencias suyas que habían desaparecido. Sintió que sus preguntas habían sido robadas aquella noche sin poder recuperarlas ni contestarlas. No quería ni pensar en la magnitud de aquella pérdida, que comenzaba a crecer. Buscó en los alrededores sus fotos. No estaban.  El barrendero negó haberlas visto. Se sentó nuevamente sobre la escalera. Por unos instantes el sitio quedó vacío. Hypatía escuchó varios disparos de una cámara. Pensó que serían turistas rezagados. Cuando dejó de escucharlos fue cuando volvió en sí. Alzó la vista, encontró a un individuo casi tan asustado como ella mirándola. Con una cámara grande en las manos y un montón de hojas de papel arrugadas saliendo de su equipaje.