Palabra viva

Un recuerdo bonito

Vincent G. Velázquez Flores

Hace casi un año, mientras estaba sentado leyendo el periódico en una banca del jardín de San José Iturbide, llego un anciano de aproximadamente 75 años.  Con su voz cansada  me pregunto: "¿me puedo sentar un ratito a platicar con usted joven?" por supuesto que sí-le contesté-. Acto seguido,  se sentó a mi lado y comenzamos a charlar. Después de abordar mutuamente  algunos lugares comunes (el estado del clima, nuestro lugar de origen, etc.) ya entrados en el calor de la plática soltó una frase que jamás olvidaré: "joven...yo me puedo morir tranquilo porque dejé recuerdos por donde quiera".. al escuchar esto, en tono de broma le pregunté: "qué,¿ tuvo muchos hijos o qué onda?", soltando una carcajada me contestó: “no joven, bueno.. Si tuve algunos, pero aparte...yo toda mi vida fui albañil, ahorita ya no puedo trabajar… pero sabe… ¿ve esa construcción de allí enfrente?... yo estuve allí trabajando con otros compas, también estuve en la casa de fulanito de tal en la calle rayón; en las colonias Nicolás Campa y  la Cantera estuve haciendo casas hace más de 20 años, en Querétaro ni se diga;  allá en California chambié a principios de  los años 90´s en la construcción y la jardinería”.  Con una sonrisa dibujada en los labios me dice: “no es por nada pero hay jales que nos quedaron ¡bien bonitos!".  Después de hacerme un largo recuento de  construcciones en las que dejó su sudor y trabajo, suspirando   me abrió más su corazón: “el tiempo pasa, joven. Ahora  ya soy un anciano, ya no me sirven las rodillas, ya no miro bien,  pero cada que paso por alguna obra en la que estuve trabajando me siento muy contento de haber podido dejar un recuerdo bonito en las demás personas, de no haber andado de oquis por esta vida, y es que  a eso venimos al mundo, a dejar un recuerdo bonito, ¿no cree?”.

Hasta el día de hoy, aquel encuentro fortuito me conmueve. Y es que tales palabras en boca de   quien se sentía contento de lo que había podido realizar en su vida, reafirman en mí la convicción de que todos venimos al mundo con un destino creador que nos toca cumplir para nuestra satisfacción, pero también para el bien de los demás; hay quien nace para cantar, otros para curar, hay quien tiene la habilidad de enseñar,  otros saben cocinar, etc. y esa suma diversa de colores va pintando el maravilloso lienzo que es la existencia, de ahí la importancia que tiene la conciencia y el saber aprovechar al máximo nuestro breve paso por este planeta: riendo, luchando, soñando, apasionándonos por algo, divirtiéndonos, pensando e indignándonos ante los hechos que nos lastiman como individuos o colectividad. Y es que sería muy triste llegar a la edad de aquel anciano viéndonos  convertidos en simples  peones de ajedrez, en  náufragos sin esperanza que renunciaron a sus sueños y   consumieron lo mejor de sí en la  rutina, el egoísmo y  la apatía. En estos 27 años de caminar he aprendido que la magia de la vida se halla lo mismo en un cielo lleno de estrellas y en los ojos de un niño, que en los encuentros inesperados como el que le dio pabilo a este relato; encuentros en los que la palabra viva fluye con sabia y deslumbrante sencillez desde lo más hondo del corazón, revelándonos claves que nos ayudan a descifrar el misterio insondable que es la existencia.

Después de charlar por un buen rato, yo, que estaba entrando apenas en el segundo o tercer tramo de mi vida, me despedí de aquel hombre que caminaba ya por el último. Ni a él ni a mí se nos ocurrió preguntar por nuestros nombres. Nunca quizás nos volveremos a encontrar, pero la manera como celebró junto conmigo  “el recuerdo bonito” que creía haber dejado de su paso por el mundo, quedará guardado en mi corazón, junto con  la certeza de que:

 

Vivir con pasión la vida

es un diario aprendizaje,

remanso, infinito oleaje,

dicha en paz o abierta herida,

es actitud asumida

con sus rayos y centellas…

y entre las prendas más bellas

cuando hay amor y ternura,

la noche es menos oscura

y brillan más las estrellas.

 

La vida está en el presente

y hay que merecerla de hecho

e incrustárnosla en el pecho

como brasa incandescente,

sólo apasionadamente

vale la pena vivir

y cuando haya que partir,

como árboles dando fruto

hay que llegar al minuto

en que nos toque morir.