Por amor a ti

Hubiera sido un recuerdo cualquiera.

Pero la paz, tras las recientes batallas cotidianas, varias por día, adentro y afuera de la fortaleza en que se ha venido convirtiendo, harían un día diferente. La consciencia late.

 

UNO

El hijo pequeño cumpliría 40 días. Hacía unos cuantos, Hammed se había ido de casa. Y en unos cuantos más, ella también. Agotaron todas las posibilidades. La luna se despidió con un beso del sol que llegaba cuando los amantes estaban sentados en la alfombra a los pies de la cama, con los ojos hinchados de los momentos revividos que les lastimaron, que habían ido erosionando la relación que ante las miradas de las familias era “perfecta”.

El bebé sólo despertaba para alimentarse y ser aseado, el mayorcito estaba extasiado colaborando en su cuidado. Quería dormir a su lado y ayudando a cambiarle la ropa, le acercaba juguetes y besaba y acariciaba con el cuidado que tendría con un gorrión pequeño.

Todo hubiera sido perfecto, pero no tras el segundo intento de suicidio de Hammed.

 

ANTES DE UNO

Una sobredosis de todo lo que había para controlarle el corazón rebelde, la ansiedad, el insomnio, la retención de líquidos, la depresión, las emociones que bloquean las arterias… entre todas, eran casi cuatrocientas pastillas para dejar de soñar. Una semana entre moribundos y muertos, víctimas de la guerra por el control de la sierra y el trasiego de narcóticos; se hicieron diez días en los que su mujer era acusada de homicidio (en grado de tentativa hasta ahora), en contra del “viejito”…

Los alguaciles asignados para la investigación eran como perros rabiosos. Apostados en las entradas, la acechaban de día y de noche. No sabían que ella, como nadie, conocía los accesos del sanatorio. “De la inmovilidad nace la invisibilidad” era su mantra ya entonces. Inmóvil sobre una letrina reservada a los hombres, los oyó orinar cuando como demonios de lujuria planeaban su violación en los separos. “Es que dicen que está preñada…” dijo dubitativo el primero. “No será la primera a la que se lo quitemos”, escupió el segundo en medio de carcajadas ecos del averno que los había vomitado.

Diez días… cuando Hammed, contra todo pronóstico, abrió los ojos. Su voz enronquecida por los tubos con los que mecánicamente lo hacían respirar, con los que habían vaciado el contenido de su estómago luego de haberlo volcado por lo menos cuatro veces sobre su mujer, quien a pesar de las 38 semanas de gestación era imperceptible en su aferramiento a no irse, a no dejarlo solo, a la necedad de que no se moriría sin escuchar lo que él tenía qué decirle.

Era el décimo día cuando el verde selva de sus ojos se abrió lo posible para enfocarla. Lo que las agujas no lograban al ser encajadas en los pies, o en las manos; lo que una campana tañida al oído no obtuvo, la voz de ella lo consiguió:

–¡Cobarde , cabroncete de mierda. A mí no me haces esto!

Él respondió:

–Hola amor. ¿Qué hora es? ¿De qué día?”

–Tres de la tarde de la última vez que me ves. Te lo dije entonces, te lo cumplo ahora. Te dejo. Mis hijos no merecen un padre así, que los abandona. Prometimos quedarnos, juntos hasta el final o el trasplante, lo que llegara primero. Y decides escaparte. Así. Quédate con quien te aguante. Poco hombre. Es martes, el segundo desde que llegaste. Diez días.

–Llama a mis suegros y a tus tíos. A mi papá lo veo luego.

Esa tarde, Pai y el Teacher se fueron a descansar, llevándose a encerrar a Meribá. Diez días de insomnio delator. Una semana más tarde, entró en labor de parto en el Sanatorio de la Beneficencia.

 

DOS

Algo no estaba bien. El bebé no descendía. La rinconera sospechó del cordón anudado al cuellecito de la criatura. Hubo de venir un médico, anciano y docto en maniobras. Metió ambas manos en el canal de parto. Meribá podía sentir los enormes dedos dentro suyo, hasta que con un suspiro del galeno y el dolor más intenso de su vida, salieron el niño y la placenta al mismo tiempo. Ya afuera, vio a la criatura más negra que la tinta… y un sorbo del viejo sobre la boca y nariz del pequeño, que parpadeaba pero no respiraba, fueron suficientes para un potente vagido que puso en actividad a los asistentes. Apenas envuelto en una leve frazada de algodón.

–Sostenlo, que no se resbale. El cordón no está enredado. Es corto.

Meribá lo sujetó por la nuca. Sobre su vientre. Y comenzó la respiración que el yogui le enseñó. El niño arqueó el espinazo y comenzó a reptar, con la placenta a cuestas. Llegó hasta el pezón y ahí suspiró. En tanto, le pinzaban el cordón y cortaban el lastre, que al ser abierto mostró tres protuberancias del tamaño del pulgar del médico.

–La placenta es la Bolsa de la Vida. Si viene mal, habrá problemas.

Nadie prestó atención a las palabras proféticas, porque el pequeño se aferró a La Fuente de La Vida. Y un color rosado invadía poco a poco el cuerpecito indemne.

 

TRES

El mismo día del nacimiento de su hijo, Ahmed se levantó de la cama. Y lo mandaron de regreso a casa. Tres días después, los suegros volvieron a su pueblo. Y esa noche suplicó por otra oportunidad. Meribá le dijo que esperaría 40 días y sus noches.

Y como si de un cuento oriental se tratara, él se hizo casi invisible, casi inaudible. Desde su cama, veía al primogénito atareado en amar a su hermanito. Veía cuán acoplados estaban con la madre. Pero él quería ser parte de ese juego, donde no participaba. Y parecía no hacer falta.

A los cuarenta días cumplieron con los ritos de su religión. Se reunieron las familias a festejar al cada día más demandante y hermoso recién llegado. Pero al despedirse y regresar a casa, había qué afrontar la realidad: Ella se llevaba a sus hijos. Sin mirar atrás. Sin tomarle valor a lo que entre los dos habían conseguido. Por lo que habían luchado. 

–Dame esta noche. Déjame convencerte de que lo que siento es real.” Y le contó cuan feliz se sentía, qué tan hombre y qué tan realizado. Con el primer rayo de sol, Meribá, que había permanecido callada, se puso de pie.

–No te fue suficiente entonces. Si esto valía tanto, porqué suicidarse. Desde ayer están listas las maletas, nos vamos.”.

–Entonces vayamos al Bosque. Llevamos pan, pescado, cerveza. Nuestra última comida como familia. No me lo puedes negar.

Y mientras empacaban en la canasta los víveres, llegó la noticia:

–Ya hay donador. Vámonos.

Y se fueron, padre e hijo; apenas con un beso ligero como despedida a la mujer, atónita.

 

CUATRO

El donador es compatible. Se opera a media noche.

El niño grande quedó al cuidado de la cuñada mayor. El pequeño viajó a la capital con Meribá y su madre. No les permitieron el acceso a la sección de posquirúrgico. Pero al fin hija de las montañas, con un silbo fue suficiente para que Hammed supiera que estaba ahí. Y él respondió igual, como sólo él sabía hacerlo. Así, ella supo que se daba por enterado. Y sin verlo, regresó a su pueblo.

Dicen las lenguas bífidas que es muy fácil dedicarse a parir hijos para dejarlos al cuidado de otras personas, mientras se anda en puterías. Pero lo difícil ya pasó.

 

EPÍLOGO

Meribá inicia el festejo desde hoy, donde comienza la cuenta regresiva para los veinticinco años de la bendición de haber recibido un corazón de 19 años para prolongar 9 meses una vida a la que le quedaba una tarea pendiente: engendrar al primer bebé de un trasplante cardiaco, recibido por un paciente de 33 años (hasta entonces, el más joven y el más grave, de peor pronóstico a muy corto plazo). Latiendo en otro pecho, el acto generoso de la esposa de un alarife, enamorada y embarazada de su primer hijo, permitió a otra casi tan joven como ella, saber que su marido era un luchador que peleó hasta el último minuto. Por amor a ella. Por sus hijos.

Meribá actualmente es abuela de dos nietas. La mayor nació el mismo día que su abuelo. La pequeña, en el aniversario 22. Ella se ha reconciliado con la vida. En el segundo cumpleaños de Farah, una carcajada le hizo saber que por fin, había perdonado TODO. Y que no le hace falta nada para ser feliz.