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OTRAS HISTORIAS

De la cuenta del tiempo

Yara Ortega

De la cuenta del tiempo

Yo aprendí de mis padres que las Fiestas Patrias ya se vienen cuando el sol entra sin ser invitado hasta el sillón cabezal del comedor, cubierto éste con un paño español de Manila desde que faltó mi padre, que de la gloria de Dios goce.

Y de por esas fechas, me acuerdo que platicaban todavía mis tías, sentadas en la banca de la entrada de la casa de la calle de Rosicler (luego “calle de Cocheras”). Allí comenzaron mis coqueteos con las matemáticas: cuántas mujeres jamonas, hijos y nietos caben en una pieza de mezquite que abarca veinte cuadritos de baldosa, menos los descansabrazos? Cuántos chismes de gente que no conozco pueden contarse simultáneamente entre las que están mirando a la calle y las que platican diversos asuntos, y sin embargo, no perder el desarrollo de ninguno? ¿Cuántos niños pueden beber de un cántaro de agua con un solo jarro? ¿Cuánto dilata cada uno en saciar su sed antes de volver a jugar a los encantados? ¿Cuándo hace más calor; en mayo a medio día entre semana o los domingos de la infraoctava de Navidad, a la mitad de las posadas? ¿Cómo a estas mujeres que no paran de hablar no se les reseca el galillo, si a nosotros nos agarra la tosedera antes de que se metan diez goles (aunque la cuenta se perdía cuando pasábamos de los veinticinco)?

Y las del millón: ¿Por qué todos mis primos juegan, y yo no? ¿Por qué se enferman tan poquito? ¿Por qué yo no voy a la escuela y ellos sí? ¿Por qué llueve de arriba abajo? ¿Por qué pregunto tanto?

¿Por qué cuando les pregunto cosas a las maestras, no me contestan? ¿Por qué dicen que no pueden conmigo, si estoy flaquita? ¿Por qué no me gustan los juegos de los niños? ¿Por qué las niñas son tan aburridas? ¿Por qué me escondieron los libros verdes sin monitos? ¿Por qué Zamora se escribe con z? ¿Por qué no puedo dormir en las noches? ¿Por qué les tienen miedo a las ratas? ¿Dónde están los pájaros que se mueren en la jaula: en el cielo en el infierno, en la tierra o en todo lugar? ¿Por qué si cierro los ojos ahí los veo, no de a uno como llegaron; sino juntos cantando y jugando como si estuvieran en el mercado en la misma jaula, al mismo tiempo?

¿Por qué mis primos juegan con lodo y piedras y no tienen juguetes? ¿Por qué a mi no me bañan, pero a mis muñecos siempre los lavan con alcohol? ¿Por qué cuando vamos al río me tapan la boca y nariz con el pañuelo de mi papá y no puedo andar correteando? ¿Por qué me sale sangre de la nariz? ¿Por qué el sol va caminando primero adelante, luego por la ventanilla, luego por atrás del carro? ¿Por qué no veo las estrellas en el techo de mi cuarto, si es tan oscuro como el patio cuando está apagada la luz? ¿Por qué hay “Corpus” y “Reyes” una vez cada año? ¿Por qué no me compran un pastel de los que tienen merengue rosita, azul y verde de la “Tomi”, en vez de que los haga mi mamá? (Ésta si me la respondieron. Nomás dijeron que es porque los de mi mamá son más sabrosos. No lo dudo, pero mis primos dicen que los de la vitrina de la Tomi tienen moscas secas. Aún no les creo.)

¿Por qué no me dejan tomar de la leche de don Chava, el gachupín del establo? ¿Qué son los pajaretes? ¿Por qué vuelan las cometas? ¿Qué es un papalote? ¿Por qué los chinos inventaron la pólvora, pero aquí tenemos “castillo” y cuetiza? ¿Por qué caen en mi tejado los palos de los cuetes? ¿Por qué mis primos juegan con ellos a las espadas y yo no? (“Porque te sacas un ojo, pendejaaa”. Esa también la contestó mi papá.)

Aún no entiendo por qué un año, cuando cumplí seis, los “Reyes” dejaron tantos juguetes en mi casa, con papelitos que decían mi nombre. Ese año fuimos mucho a México a que me sacaran sangre del cuello, porque de los brazos ya no daba. Me jincaba mi mamá una botella de leche con chocolate y un huevo crudo, que casi siempre vomitaba. Y veía salir el sol en los cristales del Hospital Infantil. Ese año dejamos la casa de cercas del mercado. Yo creo aún que los Reyes se perdieron y ya no supieron llegar.

Aún nadie me ha explicado qué es leucemia.