NOVELAS POR ENTREGAS
Week end | Hortera Files (I)
Ricardo García Muñoz
Hortera no tenía pantalones, ni ganas ni obligaciones. Es más, Hortera había llegado hasta su calle por la pura inercia de las borracheras de mala leche. Ya tenía 40 años y la ingesta alcohólica no era lo de antes; cada trago de vino dividía la memoria en un gran rompecabezas de jardines botánicos.
La noche estaba por marcharse. Sólo una playera de algodón con tildes amarillentas quedó ajustada a su cuerpo como de su aliento más vago, el más pestilente.
Una música de fondo orquestada por sirenas de ambulancia, rencillas callejeras y mentadas de madre, rebotaron por el hormigón de un edificio de departamentos y el adobe de las viejas casas del callejón del Terremoto; el oleaje de ruidos bañados en contraltos y voces chillonas, sonidos de cristales, de botellas que se rompen y ladridos de perros, ambientaron la llegada del alba. Ramón Hortera caminó tan cerca del infierno, que imaginó ver a un diablo alcohólico. Un pobre diablo. Hacía frío y buscó una esquina que cubriera la desnudez.
Apesta la vida, dijo rascándose el mentón. Pateó una botella. Miró las piernas desnudas y no pudo hacer más que horrorizarse. ¿De dónde viene? ¿Dónde está?
Revivió un sueño que se le hacía recurrente en la adolescencia. Sin embargo no imaginó que estaría desnudo en una banca. Y en sus penúltimos recuerdos, vegetaba un rostro: Marlene.
Pero estaba en una banca. Sin pantaloncillos y la memoria revuelta con la jaqueca en una espesa nube de confusión.
Miró las cicatrices de las manos que eran tatuajes coloridos de rostros apaleados por sus nudillos. Sangre. Moretones. Gritos cancerosos. Caras llenas de dolor que se esfuman en un golpe, en un karatazo, para desempolvar una venganza bien pagada. Ramón dejaba en cada trabajo una marca de sus puños. Pocas veces usó el revólver para acortar agonías. A madrazos.
En los bares se narraban las palizas de antología que lo hacían temido. Ramón Hortera barriobajero, manchado, entrón, hijo de puta; eran calificativos para descontar cualquier pequeña lid, para cruzarse la banqueta por si las moscas. Con una mano acarició el borde del vaso, y entre los humos del alcohol trató de identificar el último rostro de su víctima.
El frío le cercenó la memoria. La mandíbula tembló sin parar. En el vientre comenzó a sentir unos latigazos de miedo. Seguramente era otra de sus buenas borracheras después de despelucarse a un cliente, de molerle la mandíbula con su letal mano derecha. Tuvo una imagen que podría confundirse con los ciento dos muertos que cargaba a lomos de la culpa. Una cama en un motel. Un cuadro de la plaza de San Fernando. Una luz amarillenta. Una mujer desnuda que gritaba al verlo llegar. Un hombre obeso. Un latigazo de 120 vatios en el abdomen. Una cara aterrorizada rebotando contra el piso. El último aliento. La salida triunfal. Rendón esperándolo en el auto. Una avenida rota. Y al final una carretera que se pierde entre la noche.
Caminó bajo un cielo muerto, movido por su desnudez. Algunos hombres que encontró andaban por la madrugada como por un mal sueño. Al entrar a su casa el calorcillo lo hizo recular. Tomó una botella de güisqui que estaba en el escritorio y bebió hasta atenuar el frío. Creía haber muerto. La memoria trabada entre la madrugada no hacía más que detenerle la respiración. Tomó un par de aspirinas. Revivía entre los muertos. Con los muertos de la ciudad. Con los suyos. Lo mejor era no recordar, sino darse un quien vive en el fondo de sus delirios. Si aprendiéramos a amar como animales. Decía en un apenas perceptible tono de voz, más como un gruñido. Se sentó en la orilla de la cama, y la imagen temerosa de Hortera en el espejo lo tomó por sorpresa. Al ver las canas coronando las sienes, supo que el trago acibarado del licor en ayunas era mejor recibido que las patas de gallo alrededor de sus ojos. Sintió una asfixia. No deseó volver a mirarse porque seguro un mazacote en la garganta, como un puño de clavos, lo volvería a ahogar.
La mañana estaba allí, preparada para amojonar un universo que se le caía en pedazos, un antes y un después. Dejó caer el cuerpo malherido al colchón para estrellarse con sus sueños. Entonces vino un pensamiento limpio, claro, tan líquido que casi pudo tocarlo. Escapar.
***
Ramón Hortera durmió un par de horas hasta que el timbre del teléfono lo derribó de un sueño. Cogió el auricular y apreció la voz de Rendón. Imaginó que había otro trabajo. Mecánicamente apuntó la dirección donde debía presentarse. Colgó dando un gemido. Parecía tener una costilla rota. El dolor lo sofocaba.
Con una mano en el costillar caminó hasta el baño. Frente al espejo revisó el cuerpo desnudo, las tetillas, los pectorales, notó una franja roja en el abdomen.
Escuchó el chasquido de un revólver. Un destilado sonido de una pistola que amartillaba no sólo el detonador, sino sus sentidos; tal y como si le estiraran las orejas en una persecución. Tras la cortina de la regadera pudo ver una sombra. Quedó inmóvil, prensado a un terror que le engarrotaba los pies.
Una mano gruesa recorrió la cortina de baño en un solo movimiento. No reconoció la voz que le increpaba roncamente:
—Calma Ramón— El cañón de una magnum aparecía frente a sus ojos. Brillaba. Un agujero hondo y negro le hablaba en el idioma de la muerte.
Tarsicio Mora. Delincuente de mala entraña. Compañero de dos asesinatos que ese día quiso marcar la carta de Ramón. Tarsicio Mora, alias el mudo; nomás hablaba cuando iba a dar el tiro final. La voz la dejaba tatuada en el último instante de sus víctimas. Nadie que estuviera vivo podía decir cuál era el tono vocal de Tarsicio Mora.
Ramón Hortera no era de esos tipos que suplica. Reculó torvamente para levantar las manos. Gimió por el dolor en las costillas. Luego enseñó a su asesino que estaba desarmado, pero el mudo sabía que eso no era ventaja. Hortera golpeaba como el rayo. Su mejor arma, la preferida, el recto a la mandíbula. Ambos sabían que la batalla sería pareja, si en un momento alguien se decidiera a trabar un combate. Así que lo más indicado era la mayor violencia en la primera escaramuza. El ramalazo de la noche anterior le punzaba como hierro caliente en el abdomen.
Mora salió de la regadera para acercarse a Ramón, que dio un paso atrás. Éste notó que Mora estaba dudando demasiado para acabarlo de una vez. No era recomendable ajusticiarse a nadie con tanta benevolencia. Mora palideció porque creía que iba a acabar con uno de los golpeadores más respetados e ilustres que hubiese nacido en la ciudad. Mataría a una leyenda para convertirse en otra.
Acarició el gatillo para tirar de él. Pero tardó más de la cuenta. La pistola sin tiros en la recámara hizo un clic liviano y cómico. No saltó la ráfaga ni el aroma a pólvora. El mudo parecía satisfecho.
Ramón Hortera lanzó un golpe a la mandíbula, pero el mudo aguantó el repiqueteo lerdo de la mano izquierda; el dolor de las costillas le menguaba la fuerza a un Ramón Hortera sorprendido. Así que tiró otro par de golpes que ablandaron la dureza del rostro, dejando una inflamación en la ceja derecha y un zarpazo rojo en un pómulo. Mora no oponía resistencia. Era como si disfrutara del castigo, como si quisiera morir.
Ramón estrelló en el espejo del baño la cara del mudo y de los cabellos arrastró el perfil izquierdo encima de las pequeñas esquirlas de cristal. Los araños del vidrio dibujaron un mapamundi en el rostro acartonado de Tarsicio. Una vez que éste quedó fuera de combate, Ramón tomó la 45 para concluir, en contra de su estilo, la faena; pero estaba demasiado crudo, demasiado lastimado y más noqueado que Tarsicio Mora.
Metió el cañón del revólver en la boca. En el cilindro del arma no había balas. Confundido, Hortera se levantó del piso. Echó agua en su rostro. La realidad era más confusa con todo y que los golpes de adrenalina lo habían alzado del abismo donde se encontraba adormilado.
Ató al mudo de pies y manos y lo dejó en medio de la sala. Un potente rayo de luz le iluminó el cuerpo. En la refriega miró un machete dentro de la tina de baño. Al calor de los primeros rayos de luz, acarició una esperanza vana. El mudo debe morir. Salió del baño. Se acicaló. Se montó en unos jeans y una camisa vaquera.
Al pasar por encima del cuerpo colgante del mudo, recordó la refriega que le esperaba, el infierno. El lugar donde perdió la fe. El sitio sin Dios en el que habita desde hace muchos muertos... Cualquier vida a cambio de unos centavos. El sabor amargo del arrepentimiento es el que lo pone de rodillas ante un Dios envidioso. Hortera tomó el machete y dio un tajo en la cara de Tarsicio. Por los buenos tiempos se perdona a los amigos. La muerte grande, la muerte chiquita. Entonces decidió resolver un asunto viejo, cuando Tarsicio Mora puso su pecho para detener una bala con el nombre de Hortera. —Estamos tablas, mudo—. Lo deja sin tanto amarre y le dice que cierre la puerta. La amenaza no estaba de más.
—Si te vuelvo a ver, te juro que te mato.
Salió de la casa y una ventolera le despeinó los cabellos húmedos como si presagiara una tempestad, pero Hortera no cree en señales divinas. Siguió el camino hasta el cerro del Gallo. En la cuesta China, miró el reloj de sol y trató de recordar las calles de la madrugada. La cruda comenzó a picarle la boca del estómago. Un motor silba en lo alto del cerro, después del caserío. Parece torcerle las neuronas. Siguió a pie hasta la tienda la Coyota; pidió una coca cola, unos gansitos y una caja completa de aspirinas. Las piernas le respondieron luego del primer trago helado de coca. Le dolió la costilla.
Al entrar al despeñadero de Salto de Cabras, identificó el número de la casa citada en el mensaje. Sra. Ifigenia Góngora. Repasó los garabatos en el papel. Tocó el timbre y tres doberman aparecieron tras la reja de la casa. Fingió no temerles, pero el olor del miedo hizo que los perros olisquearan sin parar la orilla del pantalón. Miró una figura regordeta que abrió pesadamente un portón de roble. Asomó la cara una anciana. Lo miró detenidamente. Luego caminó arrastrando los pies hasta la puerta principal. Espantó a los canes, que acataron la orden de inmediato. Ramón Hortera se presentó como un amigo de la familia. La vieja entendió el mensaje y encerró a dos de los perros; pero sin abusar de la confianza, dejó a la hembra a su lado y con un gesto risueño lo invitó a pasar.
Una vez dentro de la casona, el frío del hall inyectó un miedo infantil a los fantasmas. El espacio era un vaso cubero en el cual la penumbra queda acentuada por cristales, vajillas de porcelana, cristal cortado, trinchadores llenos de platos, cerámica fina: durante unos segundos quedó en solitario. Habitando una ensenada de su miedo. El olor a mierda de perro le rellenó el estómago de nauseas.
Por una puerta apareció, como si esperara el aplauso de un público invisible, la señora Ifigenia Góngora, mujer de talle acentuado y voz envejecida, para darle la bienvenida. Las palabras ardientes empuñando una venganza. El eco de la voz delataba una encarnizada guerra por empezar.
—No le voy a quitar mucho tiempo, señor, ni me interesa su nombre; la recomendación es clara y directa. Usted es el más sádico. Y sólo eso quiero. Sadismo. Mataron a Rosendo —Nombre que por el momento no le dice nada, pero que pronto será en lo único que piense—. Como entiende, y por las recomendaciones que me han hecho, no quiero justicia, sino venganza.
La mujer puso en la mesa de centro un folder cerrado. Dibujó sin cuidado una línea de fuego. Hortera abrió el sobre y observó una fotografía del difunto, detalles del posible móvil y una lista de nombres de asesinos potenciales. Un puño de dinero como anticipo. Al levantar la frente donde estaba aquella mujer encontró un vacío, tan parecido al interior de un ataúd. La perra doberman se acercó para dar vueltas alrededor de su cuerpo petrificado. La vieja reumática lo acompañó hasta la salida, en una procesión silenciosa. Las sombras de la casa quedaron encerradas en los cristales como si esperaran teñirse de sangre.
***
[Encuentra aquí Hortera Files II]
Ricardo García Muñoz (León, 1973) Escritor. Su formación profesional es de licenciado en Comunicación por la Universidad Iberoamericana; tiene estudios de Maestría en comunicación y educación por la Universidad Autónoma de Barcelona. Doctorando en Artes por la Universidad de Guanajuato. Ha publicado varios libros de cuento y participado en diversas antologías: “Con tan poquita fe, Horterada, Ficcionalia infantil, 1973, Alevosía, Aleja de mí tú espada, Autorretratos al portador.” Para el año de 2007 gana el Premio Nacional de Periodismo cultural Fernando Benítez (radio), con un trabajo titulado “el arte en muletas”. En 2010 se alza con el Premio Nacional de Literatura “Efrén Hernández” con el libro “Aleja de mi tu espada” (Editorial la rana, Gobierno del Estado de Guanajuato). En 2013 es finalista del Premio de novela FENAL- NORMA. En este año aparece su primera novela Mateo, bajo el sello de ediciones la Rana. Dirige la editorial 4 gatos y coordina la revista de cuento Ficcionalia. Es catedrático en la maestría de Investigación Histórica de la UG y en el programa de Doctorado en Artes. Realiza Guiones para la serie Historias de Vida y Letras en la Diplomacia, del Canal Once TV del Politécnico Nacional.
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