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NOVELAS POR ENTREGAS

Hortera y el amor (minuto 69) | Hortera Files (IV)

Ricardo García

Sean Yoro
Hortera y el amor (minuto 69) | Hortera Files (IV)

Te lo digo al revés pa que me entiendas,
la virtud es mester de cobardía,
¿qué importa lo que compres, lo que vendas?,
el amor lo inventó la policía.

Joaquín Sabina

El viento de esa noche parecía mostrarme un nuevo rumbo. Ya las cosas no las movía; eran movidas. Caminé entre las losetas carcomidas del Jardín Unión hasta desembocar en el Ágora del Baratillo, las costillas estaban acalambradas por el espacio de la pistola bajo el sobaco.

Tuve miedo. A lo mejor andamos caminando entre muertos y nuestras vidas transcurren paralelamente, mientras bebemos cervezas y hablamos de política. Allá en el fin de la noche las cosas se van a estrellar en algún movimiento del olvido. El miedo iba aferrándose a mi cuerpo como una garrapata al oído de un perro. Sin el sitio exacto, el miedo no puede desvanecerse. Eran los muertos que vemos a diario o los matamos con la amnesia cotidiana. Era miedo. Subí por el Baratillo como si las calles me tomaran, como si estuvieran estrechándome en cada movimiento de mi cuerpo. Al cruzar por el callejón de la Cabecita tuve un presentimiento. Siguió engulléndome la ciudad, tras los muros de adobe de la cordillera de casas en la plaza de Mexiamora. La noche era espléndida, me preparaba para el encuentro con Marlene que vivía en un departamento pequeño en uno de los callejones que alimentaban la plaza.

Cuando caminaba cuesta arriba, no sé por qué, comencé a imaginar mi plan de arribo con la mirada ardiente de Marlene. Era un muerto más de todos los que andan por allí y nomás me iba a meter un ratito en su cama, en un sueño. Después de todo, al otro día el despertador sonaría a la misma hora, en el mismo sitio. Haría las cosas de siempre y mientras, en la ducha volverían las imágenes de la noche anterior, en fragmentos exóticos, inconexos. Yo no sería yo besando los pezones ni lamiendo el clítoris, ni mis manos acariciando los bordes de las piernas, ni quitando las bragas o la blusa con el logo de algún equipo de futbol, ni serían mis dientes prendidos en el lóbulo de su oreja. Tampoco atravesando la puerta de nuestro universo entre sábanas y vueltas en un mismo sitio, ni las humedades dándonos la calma en nuestra sed de compañía. Nada más, al salir de la bañera, miraría los nuevos calzones en el tocador donde iría a maquillarse, y eso podría dar una pista de que a veces los sueños son de carne, hueso y lencería.

Un tropezón me volvió a las calles que ya no me atrapaban. Estaba en la encrucijada de Perros Muertos y la Cabecita. Me estaba enamorando. Cada día necesitaba algo más de Marlene. Cada día precisaba su olor y sus risas. Confieso que todo lo nuestro comenzó con la idea de ser unos claros amantes en un punto indeterminado. Pero la vida diaria nos llevó a vernos de distinta manera, o de la manera más habitual si se prefiere. Marlene era tan dueña de su clítoris que a mí me parecía una obcecación reñirla con escenas de celos o de novio casero. Iba más allá. Esa noche, me dije, estaba enamorado y dispuesto a despertar a su lado, y ponerle los calzones cuando tomara el café de la mañana.

La luz de la ventana de Marlene iluminaba gran parte del balcón vecino y eso me desorientó un poco. Estaba decidido. Iba a quemar las naves y volverme a Marlene como un manso perro faldero. Subí por las escaleras con unos pasos apenas fuertes y llegué hasta la puerta. Intenté abrir con mi llave, pero estaba cerrada por dentro. Di dos golpes. No sabía qué hora era. Sin embargo, nuestra relación era vampiresca; se iniciaba generalmente en la noche y recorríamos la madrugada hasta antes de clarear porque sabíamos que al amanecer nos hacíamos polvo. Tardó algunos minutos. Una eternidad para mis ansias. Escuché los pasos atravesando la pequeña salita, el salto del escalón y el par de metros hasta la chapa de la puerta. Abrió. Creo que sonreí, porque ella me dibujó una mirada y el corazón danzaba de un lado al otro, la sangre me llenaba la cara de un color marrón, tenía pena como si me hubieran descubierto haciendo alguna travesura.

—Hola Hortera— dijo sin quitarse de en medio para invitarme a pasar, como lo habitual ordena. –Estoy muy cansada, ¿por qué no vamos a comer mañana?— dijo para acabar con mi presencia, pero ya estaba allí, importunando algo que debía echar a perder de una vez por todas. No me había puesto manso para que me marcaran un fuera de lugar; tenía qué hacerme expulsar a costa de saber cuál era mi falta.

—Mañana no puedo, pero ahorita si— le solté esas palabras mientras empujaba de la puerta y pasaba hasta donde podía sugerir lo peor. Subí el escalón, atravesé la salita y hasta llegar a la alcoba con el arma desenfundada, comprendí la ira de los celos, lo nublado de esos momentos, la sangre fría de un asesino.

La oscuridad de la habitación me confundió así que debí encender la luz para atinar al blanco. No me daba cuenta que Marlene colgaba de mis caderas sin gritar. No me daba cuenta, al encender la luz, que la imagen de la habitación no era la de un hombre sino la imagen de una mujer desnuda, en mitad de la cama, cubriéndose los pechos con una almohada. Le apunté a la cara. Al abdomen. Le apuntaba a la imagen que no esperaba y como una manta que cae encima y desorienta completamente, pasé de la ira a la negación. Guardé el arma y mis hombros cayeron en un precipicio sin fondo. Marlene apareció frente a mí, tratando de serenarme. Estaba abatido. En ese instante era imposible entender alguna palabra que dijera. La otra mujer se levantó de la cama y parecía protegerse detrás de Marlene. Traté de reconocerla pero en ese momento era una tarea muy difícil. Me di la media vuelta y la frustración raspaba tanto como si me ampollara de un momento a otro. Marlene trató de pararme, tomándome del brazo mientras caminaba por el departamento hasta que sacudí la presencia de mi ex Marlene y fue a dar hasta el piso. La otra mujer algo gritó, y gritó lo suficiente para dotarla de un codazo en la cara que la dejó fuera de combate.

—Si te sientes muy hombre, párate y pelea, hija de la chingada— le dije cuando ella intentaba detener la hemorragia de la nariz. El coraje me hizo volver para dejarle tatuada la suela de mi zapato en la barbilla. Marlene estaba azulada por el miedo, pero se lo merecía. La vi como quien no quiere oler una vomitada verde y salí del lugar, con mis nervios desafinados.

***

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