El retiro de la tía Cristina (un cuento para el 15 de septiembre)
Bernardo Monroy
La vida es una calle en sentido único.
Agatha Christie
Mi tía Cristina fue una de las mejores detectives de México. Ayudaba a la policía a resolver toda clase de crímenes: desde robos de cartera hasta casos de pornografía infantil. Estudió letras, psicología, filosofía, criminología, y se especializó en medicina forense… pero se retiró definitivamente cuando tuvo un terrible percance.
No. No la amenazaron de muerte. No. No abusaron sexualmente de ella. No. Tampoco la torturaron… la dejaron plantada en el altar. Se trataba de un catedrático de la Facultad de Letras, especialista en Arthur Rimbaud, que dejó a mi pobre tía cuando salió del closet a los cuarenta años. La tarde que supuestamente debía celebrarse la boda, Mi tía devoró cuatro litros de helado Hagen Daz. Días después escuchó música de mi MP3. Preguntó cómo se llamaba la canción en turno.
–What’s my age again”, de Blink 182.
–¿Cuál es mi edad, otra vez? –gritó mi tía, y empezó a llorar-. ¡Ya me quedé solterona!
Y ese fue el principio del final. Mi tía no volvió a asesorar a la policía y dedicó su retiro a leer novelas de Agatha Christie, ver capítulos de “Murder, She Wrote” y estudiar artes marciales, especializándose en el uso del bo, pues su avanzada edad la obligaba a usar bastón. Aprendió rápido. En una ocasión intentaron asaltarla, y el bastón de la anciana terminó introducido en un orificio de la anatomía del asaltante, que mejor no mencionaré.
Con el paso del tiempo yo me convertí en el único contacto de la tía Cristina con el exterior, y el único familiar que la toleraba. Ni siquiera mi padre sentía un ápice de empatía por su propia hermana mayor. Quizá porque en la cena de navidad celebrada en nuestra casa ella usó su bastón para destruir el árbol. “Festividad pagana disfrazada…” susurró, mientras llamaba por su teléfono móvil para pedir un taxi.
En ocasiones llevaba a mi tía a algún lado. Ya fuera a tomar un café, al cine o al centro comercial. A sus setenta y cinco años y a mis veinticuatro, nos llevábamos bastante bien. Fue justamente por eso que la llevé a la plaza pública de la ciudad el día 15 de septiembre, para celebrar la Independencia de México. En un principio se rehusó… pero cuando leyó el periódico, una sonrisa verdaderamente diabólica se dibujó en su rostro. “Va a pasar algo muy divertido, el crimen organizado matará a alguien”, susurró. Mientras veía la sección de Local, de Economía y de Sociales. La tía Cristina afirma que si quieres conocer los vínculos de poder en una ciudad pequeña como en la que vivíamos, lo ideal es ver atentamente las fotos de la sección de sociales. Casi siempre aparece fotografiado en algún evento importante un socialité que está ligado a alguien del crimen organizado, o el hijo de algún político en un antro de moda, que después estará relacionado a la adquisición de películas snuff. Así que después de hojear el periódico, mi tía cogió su abrigo rosa, tejido por ella misma, y subió a mi coche, que había dejado estacionado en el zaguán de su casa.
Conduje por todo el bulevar para llegar al centro de la ciudad, donde se encontraba la plaza pública. Las principales calles se habían cerrado para celebrar la independencia de México. Dejé el auto en un estacionamiento y bajamos, muy lentamente, pues la avanzada edad de mi tía le dificultaba moverse.
(Cuando tenía veinte años, la tía Cristina resolvió el caso que la volvió famosa: detuvo a un violador en serie que atacaba mujeres en un mercado sobre ruedas no muy lejos de la universidad donde ella estudiaba. Él ya había abusado sexualmente de diez mujeres, todas ellas de clase social baja. De las víctimas, la peor fue una vendedora de hierbas medicinales, a la que el criminal le desfiguró el rostro con una navaja mientras abusaba de ella. La policía arrestó a un albañil como único responsable. Después de que la tía pasara una semana entre puestos ambulantes, descubrió que las prendas íntimas de las víctimas olían a loción “Calvin Klein” y dio con el auténtico criminal: el hijo de un empresario que rentaba el espacio a los vendedores. El albañil fue liberado y el culpable arrestado. Diría que fue un final feliz, pero a partir de ese momento, la joven Cristina Bernal se ganó el odio de la policía, pues armó un escándalo mediático en el que una universitaria hizo ver como unos idiotas a los guardianes del orden. En una rueda de prensa que la tía ofreció a los medios de comunicación, declaró: “En El Sabueso de los Baskerville, Sherlock Holmes afirma que para que alguien se considere experto criminalista debe saber diferenciar al menos, setenta y cinco perfumes. Yo lo sé. Pero la policía mexicana no reconoce ni el hedor de sus propias axilas”. Mientras el público de toda la República Mexicana estallaba en carcajadas, la jovencita siguió hablando: “Un albañil no podía pagarse una loción Calvin Klein. Después, até cabos: el hijo de Salvador Torreblanca solía alquilar un cuarto en la calle donde se monta el mercado ambulante. Encontré prendas de ropa interior en ese cuarto, al que entré forzando la cerradura. El resto fue un regalo”. La policía quedó en ridículo, en especial un muchacho de edad de la tía, de nombre Rogelio Enríquez, quien en ese entonces acaba de ingresar a la corporación. Enríquez destacó por su capacidad como perro faldero y lamebotas de sus superiores. “Tú no triunfarás por tu talento ni por tu inteligencia, imbécil. Sino porque eres un excelente tapete, aunque un pésimo policía”. El joven le dijo a la tía que ella también era policía. “Yo no soy nada de eso, sólo me considero una conocedora de la naturaleza humana”… esa fue una clara referencia a la frase célebre de Jane Marple, el personaje de Agatha Christie. Al ver que Enríquez no reconoció la cita, le pateó las rodillas y le obligó a comerse, hoja por hoja, una edición de bolsillo de “Se Anuncia un Asesinato”… cabe señalar que lo hizo ante las cámaras de televisión. La policía jamás se lo perdonó, pero aún así, le seguían pidiendo asesoría, y así fue hasta el día de su retiro.)
Caminamos por las calles del centro de la ciudad. Todo estaba listo para la celebración: colores verde, blanco y rojo adornaban los edificios. Confeti de los mismos colores, sonido de trompetas y altavoces que permitían escuchar “El son de la negra”, “La Bikina” y otras canciones típicas mexicanas. Las fondas vendían platillos típicos: tacos, pambazos, chiles en nogada, quesadillas, buñuelos. Frente a nosotros estaba el Palacio Municipal. Un enorme adorno en el centro con el escudo de México, el águila devorando a la serpiente, y unos metros arriba, el balcón donde Ricardo Vanderkam, el presidente municipal de la ciudad, daría el gritó en punto de las once de la noche, evocando a Miguel Hidalgo y Costilla, quien hizo lo mismo hacía doscientos años. Todos los presidentes municipales, gobernadores y el mismo Presidente de la República, repetirían la misma acción en todo el país.
Nos comimos un buñuelo con mucha miel, mientras mi tía me hablaba de sus novelas policiacas que tanto le gustaban. Para ella, la literatura se limitaba a Dashiell Hammett, Arthur Conan Doyle, Raymond Chandler, Chester Himes y Paco Ignacio Taibo II. Pero por encima de todos, Agatha Christie.
–Quien por cierto, querido sobrino, nació el mismo día de la celebración de independencia de este mugroso y hediondo país, cuna de la impunidad y caldo de cultivo para delincuentes, porque sus idiotas policías y jueces de la suprema corte pasan el día masturbándose, viendo naipes pornográficos unos, y videos de fetichismo en Youtube en su lap top los otros –gritó, para llamar la atención de un par de policías que tomaban unas bebidas calientes en un vaso de unicel, que la miraron de mala gana. La tía les mostró uno de sus dedos y dijo una frase. El gesto y la palabra eran muy fuertes para lo que en apariencia era una dulce ancianita.
–Doctora Cristina Bernal. ¡Cuánto tiempo! –dijo una voz a nuestras espaldas. Al darnos la vuelta, nos percatamos que se trataba de un hombre de la edad de mi tía. Vestía con una chamarra negra y estaba casi calvo. Sostenía un vaso de unicel con atole de fresa.
–Hola, perdedor –dijo la tía Cristina, con su usual sutileza. –Veo que resulté ser profeta. Tu talento para chupar penes de la corporación te dio un buen puesto.
–Escúchame bien, cabrona: estás hablando con el comandante Rogelio Enríquez, secretario de seguridad de la ciudad. Si quiero, puedo hacer que te me largues de aquí, que te me vayas a chingar a tu madre.
El hombre estaba furioso. Con el rostro rojo. Escupía gotas de saliva al hablar.
–No lo harás. Vas a necesitarme. Como siempre. Pero te recuerdo que ya me retiré.
–Ya estás vieja y acabada, puta. Y con un humor de perros –y entonces la miró a los ojos -. Por eso ningún hombre de soporta. Vieja cotorra.
Con su sonrisa cínica, ella le dijo al Secretario de Seguridad:
–Disfruta el café y el atole que te regalaron los del Consejo Coordinador Empresarial. Idiota. A ti y a todos los policías. ¿Ya han logrado disminuir la violencia en la ciudad? ¿No han dado con José Guadalupe Cartagena?
Desde hacía cinco años, el gobierno mexicano había emprendido una guerra contra el crimen organizado. Lo que pareció un sueño güajiro del presidente, se convirtió en una terrible guerra que había dejado un saldo de más de cuarenta mil muertos… muchos de ellos personas inocentes. El ejército y la policía se peleaban en las calles a balazos, asesinado estudiantes tanto de escuelas públicas como privadas. Tanto a madres de familia como obreros, tanto a ejecutivos como a sus empleados. Balaceras en estadios de futbol, casinos donde murieron quemados vivos alrededor de cincuenta y seis personas y un presidente que afirmaba que no había una guerra y no peligraban inocentes y desconocía la realidad. Las redes sociales, las pláticas de café y cantina aseguraban que tanto los empresarios como los políticos estaban del lado del crimen, pero ningún periodista de investigación lo había podido comprobar. Los cárteles del crimen se repartían todo el país, como si se tratara de una partida de poker. En nuestra ciudad, el líder era José Guadalupe Cartagena, quien había enviado mensajes a los medios de comunicación, afirmando que o el gobierno lo dejaba en paz, o el día de la independencia de México todos sabrían que hablaba en serio. Pero nadie pudo averiguar más. Ni siquiera mi tía.
–Eso no es de tu incumbencia, Cristina.
Un muchacho pasó corriendo, empujándome. Vestía con una playera que le gritaba al mundo, con un estampado: “¡VIVA MÉXICO, CABRONES!”. Llevaba un libro en sus manos. Distinguí el apellido del autor: Salinger.
-Claro que lo es. Mía y de todos los ciudadanos de este pinche país de mierda. Cartagena está muy enojado. Veo que hoy tendrás mucho trabajo, Rogelio… o tal vez te quedes sin él. Sólo te diré dos cosas: Almacén de libros de texto de Texas. Ipecacuana. Vámonos, sobrino.
Mientras la tía hablaba, yo me estaba tomando un vaso de atole que me obsequiaron los policías. Ella me lo arrebató de un bastonazo. El líquido cayó al suelo.
–Te dije “ya nos vamos”, Samuel. No quiero repetirlo.
Nos alejamos, para sentarnos en unas gradas frente al Palacio Municipal, montadas específicamente para que las personas pudieran ver mejor el instante del grito. Estaban abarrotadas. Justo al lado del palacio había un edificio abandonado.
–Eso me pasa por haber asesorado al puto gobierno y la maldita policía todos esos años. ¿Quieres el consejo de una anciana, Samuel? En lugar de querer cambiar un país y un mundo que no tienen salvación, mejor ríndete al hedonismo y sus placeres. Desgraciadamente, a mi edad, el único placer que me puedo dar es tomar café con un chorrito de licor de anís mientras veo “CSI”. ¿Sí te dije que el quince de septiembre coincide con el aniversario de Agatha Christie?
–Sí, tía. Como diez millones de veces.
–Es imposible que te lo haya repetido tantas. No exageres –se acomodó y dejó el bastón en su regazo-. De verdad, la Christie es mi escritora favorita. Releer sus 79 novelas es una de las pocas cosas en el mundo por las que sigo viviendo. El verdadero nombre de Agatha Christie era Agatha Mary Clarissa Miller. Está en el libro Guinness de los records, por vender cuatro millones de novelas. Nació en 1890 y estudió matemáticas, piano, canto, y de joven trabajó en un dispensario, donde aprendió muchísimo sobre venenos, aspecto que después aplicaría en su obra. Además trabajó en una farmacia durante la Segunda Guerra Mundial. Lo curioso fue que Christie supo forjar su propia leyenda: en 1926, después de discutir con su esposo, desapareció de la faz de la tierra y no fue encontrada sino hasta once días después. Dicen que sufrió una crisis nerviosa, debido a que su padre había muerto recientemente y a que el hijo de puta de su marido la engañaba. Lo cierto fue que gracias a su divorcio con ese malparido, conoció a Max Mallowan, un destacado arqueólogo con quien se casó, y su matrimonio duró hasta el final de sus días. Gracias a su relación con Max viajó por todo el mundo, y lo plasmó en su obra.
Mientras la tía hablaba, los asesores del presidente municipal preparaban el balcón para el grito de independencia. La bandera tricolor y la campana que el presidente tocaría en cuanto terminase de gritar. Abajo había sillas plegables cubiertas por una pérgola, donde los VIP de la ciudad escucharían el grito: empresarios, políticos y personas cercanas al presidente municipal. A lo lejos, dos policías se sobaron el estómago.
–Christie se convirtió en un ícono de la literatura de misterio en su país. La reina Isabel II le dio el título de Dama Comendadora.
Faltaban unos minutos para las once. Varios policías habían desaparecido. Intuí que se encontraban resguardando al presidente municipal. Mi tía no paraba de hablar, pero al mismo tiempo no apartaba su mirada del balcón, por donde en pocos minutos asomó el presidente, acompañado de su esposa y sus dos hijos varones. A su lado, el secretario de seguridad dejó escapar un eructo, que lo hizo merecedor de un gesto de asco por parte de la primera dama.
–Te decía, sobrino: Christie creó muchos personajes, pero los principales fueron Hércules Poirot y la Señorita Miss Marple. El primero es un antipático gordo bigotudo de origen belga. Tan odioso que la propia Christie se hartó de él. La segunda es una anciana solterona que resuelve crímenes… ¡No te rías, Samuel! ¡Te lo advierto! La señorita Marple hizo su primera aparición en el cuento “El club de los martes” –La tía miró el balcón, sonrió de manera maquiavélica-. Christie murió el 12 de enero de 1976 con 85 años de edad. Supuestamente, de mal de Alzheimer, pero nunca se ha comprobado… Oh, ya van a dar el grito de Independencia. Pon atención, esto se pondrá bueno.
El presidente municipal sostuvo un micrófono y repitió el grito de Hidalgo y Costilla:
–¡Vivan los héroes que nos dieron patria!
Miles de personas de todos los sexos y edades repitieron: “¡Viva!”
–¡Viva Morelos! ¡Viva Josefa Ortiz de Domínguez! ¡Viva Allende! ¡Vivan Aldama y Matamoros! ¡Viva la Independencia nacional!
Y el pueblo entero gritó: “¡Viva!”
En ese momento, Rogelio Enríquez se puso de rodillas y vomitó en el suelo del balcón presidencial. Un gesto de asco del hijo mayor del presidente no se hizo esperar. Sin embargo, su padre siguió gritando.
–¡Viva México! –y el pueblo repitió: “¡Viva!”
Justo cuando el presidente gritó el último “Viva”, cayó al suelo. Un agujero de bala apareció súbitamente en su frente. La sangre manchó el vestido de su esposa y de sus hijos. La música, la algarabía, la felicidad del pueblo se puso en botón de pausa… o mejor dicho, en el de “expulsar disco”. Los medios de comunicación, que creían que aquella sería una aburrida y monótona cobertura del Grito de Independencia, se aglomeraron para tomar fotografías y entrevistar a la esposa del recientemente asesinado presidente municipal. Mientras tanto, el secretario de seguridad seguía vomitando.
–Vámonos, Samuel… qué asco, la policía se encuentra vomitando por toda la plaza pública –dijo la tía, sin inmutarse siquiera.
Caminamos por las calles adornadas de verde, blanco y rojo. De imágenes con los héroes nacionales y del águila devorando a la serpiente. Otro policía estaba vomitando en el suelo. Se sobaba el estómago como si le fuera a salir la cría de un extraterrestre.
Llegamos al estacionamiento y cuando estuvimos listos para subir al auto, a lo lejos, pudimos ver que Enríquez se acercaba, corriendo. En cuanto nos alcanzó, comenzó a gritar improperios:
-¡Lo sabías! ¡Lo sabías y no nos ayudaste! ¡Maldita cabrona! ¡Puta!
Pero la tía Cristina lo ignoró. Subió al auto, mientras yo arrancaba. Conduje por el bulevar. Por los festejos, el tráfico estaba a todo lo que daba. De un extremo a otro de la calle se extendían metros y metros de escarcha tricolor. Nos detuvimos con el semáforo en rojo.
–Tía… aquí viene la parte donde explicas como supiste del crimen, y no lo resolviste.
–¿Recuerdas que te dije que en una ciudad pequeña, ver las fotos de la sección de “sociales” te ayuda a comprender los vínculos de poder? Pues resulta que antes de salir, mientras hojeaba el periódico, supe que en la lista de invitados VIP para el grito de independencia estaba el que es mano derecha de José Guadalupe Cartagena. Forma parte del Consejo Coordinador Empresarial. Tienen en sus narices al hombre más cercano al narcotraficante más peligroso del país, y esos idiotas de la policía ni siquiera lo sospechan. Mi conocimiento en perfumes se extiende también a la herbolaria. Los empresarios, que estaban sentados en la carpa bajo el balcón de presidencia, obsequiaron a los policías atole y café, que tenía ipecacuana. Por eso te propiné un bastonazo cuando ibas a tomarlo. La ipecacuana es una planta que crece en las selvas de Brasil. Ayuda contra las intoxicaciones y los parásitos intestinales, pero en grandes cantidades induce al vómito. Su olor me fue característico. Reconocí al asesino horas antes de que matara al presidente municipal. Cuando discutía con Enríquez, el muchacho que te empujó llevaba un libro: “El Guardián entre el Centeno”, de J.D. Salinger. Muchos asesinos de celebridades lo han llevado antes de asesinar a alguien: el asesino de Lennon, Lee Harvey Oswald y quien intentó matar a Ronald Reagan. Subió al edificio abandonado frente al palacio de presidencia, donde tenía escondido, presupongo, un rifle.
–¡Por eso le dijiste a Enríquez lo del Almacén de libros de texto de Texas!
–En efecto, sobrino. En ese edificio fue desde donde Lee Harvey Oswald asesinó a John Fitzgerald Kennedy. Yo se lo advertí, pero como es un idiota ignorante, jamás lo sospechó. Por eso todos los policías estaban vomitando. La ipecacuana hizo su efecto mientras el asesino pudo matar al presidente municipal y huir con toda tranquilidad.
El semáforo se puso en verde. Conduje hasta la casa de la tía. Al llegar a nuestro destino, la ayudé a bajar. Se sentó en el sillón de su sala.
–Aún falta algo más, sobrino. No te he dicho por qué no he buscado a Cartagena.
–¿…?
–Una de las víctimas de aquel violador en serie, la que fue horriblemente desfigurada, quedó preñada. Nunca pude salvar a esas pobres muchachas, pero en aquel entonces era joven e inexperta. Hasta el día de hoy me siento culpable. Permito que Cartagena haga de las suyas porque es una manera de recordar mi primer y único fracaso. Pero ahora ya estoy vieja, y retirada. Que nadie lo olvide: re-ti-ra-da.
–¡Cartagena es el hijo de aquella muchacha!
–¡Ay, sobrino! –Exclamó la tía Cristina-. Eres más pendejo que el doctor Watson. ¿Qué dices si descargas de mi computadora la versión cinematográfica de “Los diez negritos”? Es una excelente adaptación. Data de 1945 y la dirigió René Clair. Yo no le entiendo a eso de internet. Es cosa de ustedes los jóvenes. Vemos la película y te preparo un café. Eso sí: no le pondré ipecacuana.
Bernardo Monroy. (Ciudad de México, 1982) Sus cuentos han aparecido en revistas impresas y digitales como Papalotzi, La barca de palabras, Tirofijo: revista cultural del Bajío, Astrolabium, Bicaa Lu, Penumbria, Vozed, Eslocotidiano y Zona Literatura.
Es autor de la novela La liga latinoamericana (Amoxco, León, 2011) y el libro de cuentos El gato con Converse (Cuatrogatos, Guanajuato, 2011). También ha publicado tres novelas electrónicas de descarga gratuita: Slasher (Zona Literatura, 2012), un homenaje al cine de terror ochentero; W.M.D. (KGB, 2013), donde plasma su visión del subgénero mecha, y El otro horror (Vozed, 2013), parodia de cintas como El exorcista y Los cazafantasmas. Ha sido antologado en Penumbria. Año Uno (KGB, 2013), y Una cierta alegría en no saber a dónde vamos: cuento en Guanajuato (Instituto Cultural de León, 2008). Su obra está llena de referencias a los cómics, el cine ochentero, los dibujos animados y la cultura pop. Se autodefine como “geek, gay y adicto a la literatura de la imaginación”.