miércoles. 24.04.2024
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Fúmate un cigarro

Armando Gutiérrez

Fúmate un cigarro

Yo departía animadamente con mis amigos mientras ella, simulando barrer la calle afuera de su casa, se quejaba para sí, en voz alta, como hablando para todos, mirándome de reojo y yo fingiendo atender otra cosa, de las risotadas y las palabras altisonantes. "No sé por qué no van a dar lata a sus casas". Le atizaba unas caladas fogosas al cigarro y barría el polvo hacia nosotros; hacia mí, estoy seguro. Entonces me surgía un sentimiento de zozobra, dejaba la botella de cerveza en el suelo y sin atreverme a mirar su cara pilosa me largaba de ahí con la cola entre las patas.

A veces me paro en la esquina, lejos de su casa, y en un santiamén, como si me oliera, ya está observándome recargada en el quicio de la puerta. Sabe lo que estoy fumando. Apaga la bachicha de su cigarro, arquea las cejas de quemador y se relame los bigotes antes de entrar a su casa. Llamará a la policía, estoy seguro. Sigo fumando hasta que se acaba el cigarro y después me retiro de ahí. Antes de entrar a mi casa me hace voltear el rechinido de unas llantas. Una patrulla reposa en la esquina a pleno sol del mediodía. Estoy seguro que en ese momento ella descorre un poco la cortina de la ventana de su casa y se lamenta de que los policías no hayan llegado más pronto.

Un día, estando con un amigo en la esquina, sin que ella nos mirara la vimos asomarse al jardín de la casa donde asistíamos. Seguramente esperaba encontrarme para lanzar su retahíla de quejas, pero al frustrarse su deseo regresó refunfuñando a su casa. "Piensa que estamos ahí –comentó mi amigo-, no puede vivir sin nosotros". Lo secundé con una risa estentórea, algo nerviosa, con la que pretendía disfrazar mi desasosiego. Al poco rato pasó por la esquina y dijo en voz alta, como hablando para todos y mirándome de reojo: "Desde que amanece hasta que anochece, cómo no se cansan de fumar su porquería".

De por sí era gruñona la mujer, pero conmigo se ensañaba. A nadie le rechinaba los dientes, a nadie miraba con tanto coraje como a mí. Soy el que menos grita, el que menos pelea y dice groserías. Me dedico a distraerme, nada más, y entonces ella aparece y cambia el entorno; se vuelve pesado, tenso. Sus cuchicheos son navajas en mis oídos, su dura mirada un hacha sobre mi cabeza. En esos momentos me siento tan desamparado e incómodo que mejor me largo a otro lado.

He buscado nuevas calles, la oscuridad de los baldíos, los callejones menos transitados, pero inexorablemente ella aparece, frunciendo la boca aguada bajo unos bigotes de rata, tapándose con los dedos de arpía la nariz ganchuda, quejándose para sí, en voz alta, mirándome de reojo y yo tratando de evadir su mirada. "Qué pestilencia". Lo dice por mí, estoy seguro; soy el único que en ese momento está sentado en la glorieta. No sé si quedarme a terminar el cigarro o irme a otro lugar a fumar tranquilo.

Muchas veces deseé que se cayera, que el abonero la maltratara por su terca morosidad, que un chucho la mordiera, pero nunca había anhelado su muerte. El germen de este deseo se fue incubando poco a poco en mi corazón, alimentado por los gestos y las groserías de cada día, hasta que de pronto ahí estaba, lustroso como un globo negro, firme, soberano.

A partir de entonces ya no me intimidó la señora. La muerte nos rasa a todos. Ahora, cuando gruñía, la veía a la cara, observaba sus ojos negros y opacos y sabía que algún día iba a morir, que su cuerpo colosal y monolítico se derrumbaría tarde o temprano como un montón de piedras, y eso me dotaba del valor suficiente para darme el lujo de sonreír cínicamente ante sus berridos, de permanecer en el mismo sitio y fumar y tomar a mis anchas, pese al polvo y a la amenaza cada vez más desesperada de llamar a la policía. Ya no llegan; se cansaron de hacerle caso a la vieja chismosa.

Y un buen día, de buenas a primeras, amanecimos con la noticia de su muerte. Sus familiares afirman que la mató el cigarro; yo estoy casi seguro que la maté de un coraje. Una noche antes me le enfrenté por primera y única vez. “La chingada, ya me tienen harta”, dijo en voz alta, como hablando para todos y mirándome de reojo, y yo, en vez de fingir prestar atención a otra cosa, le grité: “¡Ya cállese, aburre vieja loca!”, ella me miró incrédula, asombrada de que pudiera protestar, y antes de que reaccionara le menté su madre y me largué de ahí dejándola con un palmo de narices, y todavía cuando llegué a la esquina volteé y le mostré el dedo medio bien extendido.

Y hoy me entero que ha muerto. Supuse que llegado ese momento me sentiría aliviado, satisfecho, incluso feliz, pero nada de esto ocurrió. Día tras día me paraba junto a su casa y simulaba fumar con desparpajo, disfrutar el momento, pero no era cierto, me alejaba de ahí incompleto, atónito, y volteaba a mirar por última vez la ventana clausurada y un vago sentimiento de ruina se amontonaba en mi estómago.

Con el tiempo dejé de andar de vago y me dediqué a pasar más tiempo en mi casa. Aquí transcurren mis días tranquilamente, y cuando a veces miro televisión en la sala y me llega algún olor característico, o alguna peladez, salgo a la calle y simulo checar que esté bien cerrada la puerta del barandal mientras musito para mí, en voz alta, como hablando para todos, pero mirando de reojo a un mozalbete que de manera particular me cae gordo, que cómo no se largan a su casa a fumar su chingadera, y al momento de dar la vuelta para regresar alcanzo a ver la sonrisa cínica del mozalbete que permanece en el mismo lugar, junto a mi casa, y entonces amenazo al aire con llamar a la policía y él me mi mira de manera tan desafiante que, intimidado, me recluyo en mi casita lleno de congoja, sabiendo que ese pelafustán vendrá mañana, y todos los días, a fumar su porquería y a gritar sus improperios frente a mi casa y yo tendré que cruzarme de brazos y tragarme esta situación una y otra vez hasta que un día ese mozalbete termine por matarme de un coraje.

Armando Gutiérrez Méndez nació en León, Guanajuato, en 1971. Licenciado en Derecho. En 2005 ganó el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández con la obra Apilados cráneos de mamut de piedra (2006). El rehilete, Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí, publicado por Ficticia Editorial, es su segundo libro.