martes. 18.02.2025
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NOVELA POR ENTREGAS

Sexo barato. Hortera y sus pesquisas | Hortera Files (VII)

Ricardo García

Sexo barato. Hortera y sus pesquisas | Hortera Files (VII)

Maldito el posmoderno Torquemada
que excomulga la mancha de la mora,
el infierno que incendia la alambrada
del amor con cadenas a deshora.

Joaquín Sabina

El clima se mostraba muy cambiante, con alternancia de nubarrones y desquiciados aguaceros. La semana pintaba de perros para salir a buscar esas revanchas por las que me pagaban. Al abrir el refrigerador, sólo quedaba una lata de cerveza. Apestaba una cebolla descarapelada. No tuve otra salida que ir al supermercado.

Pasé unos treinta minutos en la comercial mexicana merodeando por los pasillos. Compré latería y cereal porque estaba en descuento. Un bote de leche, un cepillo de dientes y papas fritas para botanear de vez en cuando. Luego de llevar las bolsas hasta el auto, tuve una corazonada que me paralizó. No era el momento de salir del centro comercial, así que seguí mis pasos hasta el segundo piso del edificio. Compré una coca cola y una bolsa de cacahuates japoneses. Los aparadores de las tiendas mostraban ofertas de trajes de lino, lencería fina, aparatos electrónicos. Resultó ridículo y divertido probarme la ropa de oficinista. Cuando terminé, decidí prolongar mi estancia en el centro comercial yendo a un café en el segundo piso.

Me había pasado una hora y cuarto entre los aparadores, y cuando ocupé la mesa de la cafetería varias personas se levantaron, pagaron la cuenta y se marcharon para formarse en la fila del cine. Una mujer de unos cuarenta años quedó rezagada entre la espesa nube de humo que despedía su cigarro. De la silla colgaba una bolsa Luis Vuitton. Entre sus manos un libro de poemas. “Cada lugar” de Rosendo Vall.

Aunque no voy a echar la culpa al café de lo que me ocurrió, si pude pensar que el diablo estaba de mi parte. Esa mujer tenía un viaje interplanetario. Entre el orgasmo y la decepción. Leía haciendo movimientos como en una de esas montañas rusas de pueblo, las piernas se rozaban de manera intermitente, enrojeciendo las mejillas. Absorta en la lectura, una sonrisa subía y bajaba. Los labios iban sosteniendo sílabas que nunca sonaban en el aire. Si hubiera ido más despacio, probablemente hubiera estado más alerta, más atento a los caprichos de ese cuerpo tan impaciente por hacer realidad su lectura, por fornicar en ese momento. 

—¿Disculpe, ¿conoció a Rosendo Vall? —le dije como fuego de metralla. La mujer reviró un tanto azorada, pero de inmediato accedió a recibirme en su mesa. —No, lamentablemente, no. Pero unas amigas me lo recomendaron mucho. ¿Lo ha leído?

De inmediato no supe qué contestar. Le dije algo así como que me parecía muy inquietante, que las palabras eran muy buenas y qué lástima que hubiera muerto.

—Se lo merecía —contestó en un tono balbuceante.

No podían haber pasado más de unos segundos cuando ya estábamos en plena charla del aire, del clima, de Rosendo Vall. En plena discusión de un chisme que brillaba más de lo que podía saber en ese momento. Rosendo Vall, luego de salir a primera plana de la nota roja, esa información se convertía en la más escueta que sonaba por el pasillo de los chismes. 

Me dijo que se llamaba Celina López Malo. Que tenía viviendo un par de años en la ciudad y que gracias al cielo, había conocido a un grupo de señoras que se reúnen cada jueves a desayunar, porque su divorcio había sido todo un calvario. Cosas así.

En cualquier otro momento, probablemente habría estado dispuesto a cortar por lo sano el montón de chismes a los que no estaba acostumbrado; pero en ese instante debía asimilar la buena fortuna de escuchar más nombres, lugares y suposiciones de la vida real, de los contenidos en el folder de una vieja que juró venganza. Pero también, Celina tenía un serio parecido a Marlene. Caían en mi mente sus palabras como una historia mil veces contada. Algo muy familiar me llenaba la cabeza; sólo podía atinar al tipo físico de Celina y Marlene, pero era algo más profundo. Supe que lo que más intrigaba a Celina y al grupo de amigas era el paradero del dinero, de una cantidad muy sospechosa. Rosendo había estafado a un puñado de mujeres que deseaban la inmortalidad. O eso creía. Celina leía el libro de Rosendo para saber qué tanto, con la escritura, se llegaba a esa tan mentada inmortalidad. Ella había leído cualquier otro libro, pero de inquietarse, así tan en forma, tan en serio, no. Celina no paraba de hablar, de dar opiniones, de mirarme la barbilla, la solapa del traje nuevo.

—No me gusta que la gente se presente así en mi mesa —dijo, recordando que nadie me había llamado. Sin embargo, el aplomo que dan los trajes nuevos me había puesto en ese lugar, con esa mujer y en esas horas. Miró el reloj de su celular. Pidió la cuenta y como si olvidara algo, me pidió que la acompañara. Pagué.

Al mirarla de pie pude desenfundar toda una vida que ni siquiera me pertenecía; la mujer estaba en sus carnes; los filos de los glúteos afirmaban una pequeña falda, entallando una cintura que se desvanecía al recargarse sobre una pierna. Llevaba por supuesto un escote amplio. Recordé entonces el primer párrafo de una novela de Patricia Higsmith –El crimen perfecto no existe—. Vacilé en el asombro de los desprevenidos cuando esa mujer parecía gormar de perfume el amplio salón del café. ¿Qué es un crimen? Cualquier docto en derecho podría descifrarlo en unos minutos y hablar de grados, de estancias, de instantes aburridos para que el crimen sea un crimen. A ella podría violarla, hacer de ella un montículo de sexo, de aroma a clítoris, a veneno, a jugos de Venus; ¿matarla?, sólo de sexo. No hay crimen perfecto, pero ya en ese momento había domado su vértigo que le daría el orgasmo.

Al salir del centro comercial, las caderas de aquella mujer habían tirado un anzuelo de tres picos y la trampa, o mi suerte, estaba decidida. Quise regresar a dejar más propina, porque lo había olvidado con la salida intempestiva del café, pero la mente se me iba borrando hasta hacerse una miserable obsesión, líquida marea de miserables obsesiones. Debía perseguirla hasta donde la libertad de mi razón tuviera un tope. Claridad y opilación eran las grandes fuerzas que me empujaban a acompañar a una posible sospechosa, sólo porque leía un libro de Rosendo Vall. Sospechosa porque es extraño que se lea y menos aún que se lea a autores de Guanajuato. La nota roja seguramente había hecho su parte en la estrategia de publicidad, sin embargo era extraño.

Estaba muy buena, ya me lo había dicho, y no era suficiente. Entonces pensé que mi mente de televisión de catorce pulgadas me traicionaba y era una hermana perdida entre el follaje de la vida de mi padre. No sé. Era demasiado barato. Mis pensamientos, etcétera. No podían ayudarme.

En el camino a su auto, ella siguió hablando de los chismes de Rosendo; que era un hombre de medio pelo, aficionado al ron, donjuán en potencia. Había enamorado a más de una alumna con eso de la inmortalidad, pero que nadie había siquiera pensado que Rosendo se metió con una mujer muy equivocada, bueno, con la hija de una mujer de gran peso político y cultural de la región, y ese había sido su peor error. Estaba exponiendo sus argumentos de la forma más melodramática posible, pero veladamente, sólo chismes, sin darme nombres ni apellidos. Yo no estaba dispuesto a dejarme ablandar. Cuando llegamos al auto dijo mi nombre. Hasta entonces yo no había dado aún señas de identidad.

—Eres Ramón Hortera ¿no? —Celina había jugado conmigo. Lo confieso, pensé que esa intimación se debía a mi facha, pero con un tono autoritario me recordó dónde nos habíamos conocido.

Subimos en el auto. Me dejé llevar electrizado por la cara de Celina, sorprendido por su vehemencia, asustada porque de alguna manera sabía que jugaba con hierro caliente. Descendimos la cuesta de Pozuelos hasta dar con la desviación a Marfil. Entramos en la colonia y un incipiente torbellino de hojas secas atrapó el auto. Los árboles que forman una calzada nos abrigaron en el trayecto hasta que Celina se detuvo en una casa con portero electrónico. La puerta se abrió, empleó unos minutos en revisarse la boca, la pintura de labios, estuvo callada pero sin ser grosera.

Ambos salimos del auto y le ayudé a cargar varias bolsas del supermercado. En la cajuela encontré otro libro de la misma editorial. En la contraportada se leía la recomendación firmada por Rosendo. Hojas de vuelo. El título. Y la autora una tal Ifigenia. Celina con una mirada extrañada me miró soltando una explicación poco fortuita. Es el libro de una amiga. Una amiga en común, dijo con sorna.

Pasa, retó conmoviéndome, y entré con la pila de bolsas tambaleándose mientras quería enfocar el camino. Llegamos hasta la cocina y me ofreció un vaso con agua. Las cocinas tienen la atracción de los placeres; ignoro por qué la cocina siempre es un lugar apropiado para la plática anterior a la comida, la plática de mañana. Huelen a café y a fruta.

El desayunador era una antigua puerta cubierta con vidrio. Visualizaba la razón de mis pasos hasta ese lugar, como si en el azar pudiera hallar la respuesta del encuentro, o en el día, quizá trece, o en la soledad de las ciudades. Intentaba visualizar el fin por el que estaba en ese sitio. Al mirar la mesa una buena idea saltó con rigor. Era sencillo convertirla en cama.

Celina regresó de guardar las bolsas y se ajustó la pierna. En un gran vaso de plástico echó agua mineral, juntó una silla larga y puso su bolso. Parecía desorbitada, tirando varias preguntas al hilo, qué haces, en qué trabajas, te casaste, tienes hijos, qué... parecía hacer un resumen de lo que la vida cotidiana hace para hacerse cotidiana. Algún valor extra, alguna cosa como eres feliz o no, regurgitó de su garganta. Matrimonio, trabajo, crianza, lo demás es vanidad o eso es demasiado trabajo para una sola vida.

Me dio un vaso con agua y empezó a decir que le gustaba la poesía, empezó con un torrente de ideas, la cabeza erguida hacia mí, pidiéndome que la disculpara por sus malos modales. A pesar de eso estaba muy bien recomendado, la fama de golpeador era todo un alarde.

Contesté acerca de mi trabajo. Monosílabos para las otras cuestiones. Negativas en esta ocasión. Del otro cuarto llegaba un sonido de sonaja, una suerte de escaso remolino de risitas que se enredaban y se desataban constantemente. Celina recobró poco a poco el aliento, dejó de sudar y una sonrisa fresca le llegó hasta los labios. Con la mano tanteó su bolso hasta dar con los cigarros de menta. Chasqueó los dedos, mojó sus labios y una especie de sonrisa apretó la boca del cigarro. De su cara quitó algunos cabellos, me miró como si hubiera quedado en una especie de pausa, ajena a las respuestas que estaba dando y que, presuponía, le interesaban.

Mordí el labio inferior. Por mi mente ocurrían tantas acciones detenidas en una especie de caldo, de sueño inmóvil, que me sacudía un poco esas disertaciones tratando de conservar el hilo de la charla. Podía vagar ya por la entrepierna que muy tímida asomaba por la abertura de la falda, de unas líneas  azuladas, de las franjas de luz trepando por las rodillas, lamiendo los pliegues de unos muslos desnudos, al desatar  unos demonios de la piel, mientras sus ojos caían con disimulo hacia la dirección de mi mirada; una ceja se levantaba para revertir el reto, la mirada obscena ya sin detenerse, calculando cualquier especie de fortuna simplemente con mirar, mirar unas piernas desbrozando las tropelías de mi imaginación.

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