Dos ideas de Salvador Elizondo
Rolando Alvarado Flores
Comprendemos, como comprendió Salvador Elizondo, que escribir es siempre incurrir en errores. El principal, creer que lo escrito abarca en sus breves líneas el inabarcable universo de la erudición, que no por ser finito es menos arduo que el imposible infinito.
Por ello toda afirmación se puede someter a revisión y descarte, pero, también, a discusión y vindicación. Bajo tal premisa propongo discutir dos ideas de Elizondo: su “teoría” del infierno y su lectura de Justine de Sade.
La discusión será sin la pretensión de ese tipo de erudición exhaustiva que parece dominar todas las ideas, sus transformaciones y vicisitudes a través de los siglos y las geografías. Preferiré la pretensión más escueta, pero no más modesta, de introducir afirmaciones relativas a lo que se refuta, porque se requiere de un solo ejemplo, y no afirmaciones generales que remitan a la inconcebible vastedad del universo.
Que el infierno es un lugar fuera del tiempo y el espacio es algo que se manifiesta en su eternidad.[1] Para este punto no es ocioso citar a Paul Bunyan (citado por Borges):
Dios no jugó al convencerme, el demonio no jugó al tentarme, ni jugué yo al hundirme como en un abismo sin fondo, cuando las aflicciones del infierno se apoderaron de mi; tampoco debo jugar ahora al contarlas.
El infierno es eterno porque es esencial, es decir, no es una vana ilusión de este mundo. Pero Elizondo y todos aquellos en los que se apoya, insisten en sostener que:
Así como el infierno garantiza la eternidad de la vida, el diablo da testimonio de la presencia del dios ante el espejo que es el mismo hombre.
¿Cómo puede el infierno garantizar la eternidad de la vida? Equivoco evidente que intenta imponerse mediante dos argumentos, uno, el mejor, indica que se necesita de un cuerpo para sufrir los atroces castigos que los diablos se divierten en idear, y que no serían muy distintos; excepto porque un cuerpo de vida indefinida podría tolerarlos todos; de esos castigos que desarrollaron los dictadores fascistas, estalinistas y sus seguidores en América. El otro, continuación del precedente, consiste en la acumulación ociosa de ejemplos que demuestran que los avernólogos tienen debilidad por la sensibilidad corporal.
Lo que de manera efectiva se perpetuaría de esa manera, suponiendo un cuerpo de longevidad ilimitada, es la ilusión en la que nos sumen los sentidos, y si el mundo de los sentidos es paja, los avernos donde moran cuerpos sensibles son otras tantas ilusiones.
Elizondo, sin embargo, sabe bien que la eternidad del infierno es correlativa de la inmortalidad del alma reducida a cuerpo por aquellos que no toleran perder la “continuidad del yo”. Pero se equivoca, sin duda, cuando pretende derivar de esa necesaria inmortalidad del cuerpo un goce que anularía los tormentos infernales, porque saber que el cuerpo persistirá en condiciones lamentables no es, ni puede ser, una gracia divina, antes bien es una continuación de la miseria del mundo sensible. Además, un supuesto placer intelectual; percibir la propia inmortalidad; no anula el presente de sufrimiento porque para ello se requeriría, por parte del sufriente, una disciplina que, seguramente, no se preocupó por obtener en vida. Por otro lado, ante la inmortalidad, cualquier horizonte intelectual es inútil.
De los infiernos gratuitos, pletóricos de espacio inútil, que menciona Elizondo y dice surgen de Blake, olvido comentar el siguiente, que tiene su fundamento en el dicho de Wittgenstein:[2]
¿Se resuelve acaso un enigma porque yo sobreviva eternamente?, ¿No es, pues, esta vida eterna, entonces, tan enigmática como la presente?
Ninguna concepción de aquello que es eterno puede aparecer ante nuestra mente si la inteligibilidad es construida con las nociones de espacio y tiempo. Nada podemos imaginarnos fuera del tiempo y el espacio, por eso, de la eternidad, no tenemos una idea pero la constituimos como un límite infranqueable: no sabemos que es, si es que algo es. Por tanto, si el infierno participa de ella se vuelve, si acaso estamos habituados a los infiernos llenos de cuerpos, algo espantoso. ¿Qué inimaginables tormentos residirán en ese no lugar?
Imaginar un infierno donde, por transposición enigmática, nuestra alma inmortal se vuelve un cuerpo dispuesto a tolerar castigos mundanos, realizados indefinidamente por demonios incansables, es volver verosímil lo inverosímil, pensable lo no pensable, y terrenal lo que compete solo a los inhumanos designios divinos. Pero responde a una motivación muy humana: lograr pensar lo que nos espera como recompensa por nuestro regocijo en el pecado nos resigna, nos hace sentir que los tormentos ideados por el demonio no serán diferentes a los de éste mundo vano y pasajero.
Sin embargo el infierno que nos espera más allá de éste mundo no es ese donde habitan cuerpos sufrientes, porque si algo es, ese algo comparte su transmundana esencia con el inconcebible e inhumano Dios que diseñó el universo, así que de ese averno nada sabemos y nada podemos saber, hecho que, por ser monstruoso en sí, nos avisa de una monstruosidad superior.
¿Se manifiestan en Justine sus tendencias a matar y fornicar mediante el esfuerzo que hace por mantener su virtud?, esfuerzo que de cualquier manera la lleva al suplicio.
Parece que la respuesta de Elizondo es afirmativa al situar las ideas de Sade en una línea temporal que lo hace entroncar con Baudelaire y Bataille.
En todo momento Elizondo nos recuerda, con escándalo sin duda, lo baladí de un contrapunto entre el “bien” y el “mal”, para concluir con inquietantes ambigüedades que muestran lo ilusorio de cualquier línea en la arena que intente separarlos.
Obviando por un momento la pregunta; de imposible respuesta; sobre lo que sean el “bien” y el “mal”, es claro que para Elizondo la respuesta es que para Sade el especulativo orden metafísico de la naturaleza requiere tanto del bien como del mal. Pero ese orden natural es trastocado por Sade; o Sade lo introduce subrepticiamente para convencernos de su existencia y poder después trastocarlo; al introducir la “virginidad” y el “erotismo”. Explicar esos elementos es, al parecer, inútil o imposible mediante cartesianismos (recurriendo al “hombre autómata” por ejemplo) y solo hasta Bataille será posible pergeñar alguna explicación verosímil. Sade tenía por gusto invertir las teorías de la naturaleza humana de Diderot o Rousseau, ya que estos autores sostenían la bondad inherente del hombre. Simétricamente, en el juego de Sade, se sostenía que esa naturaleza era mala sin remedio, y, con mucha falta de imaginación, o con la pobre imaginación que le legó su “siglo de las luces”, intentaba ejemplificarla mediante un museo de practicas sexuales donde a los cuerpos en interacción se les colocan pequeños carteles que identificaban la posición social: “Arzobispo”, “Conde” etc. Ese mismo museo fue ensayado por los naturalistas de su siglo; con George Louis Leclerc, conde de Bufón, a la cabeza; solo que usaban variables para clasificar al vegetal (el número de partes, el tamaño de esas partes, la disposición espacial de las mismas) lo que les daba una mayor flexibilidad que a Sade, que debía conformarse con lo que su imaginación le proveyera; o lo que le contaran.
Elizondo encuentra perturbadora la idea de Sade de un orden natural hecho de acuerdo a la maldad, pero si recordamos que para el marques ese orden natural es un museo de posiciones sexuales, donde la dinámica de la maldad se reduce a colocar señales que indiquen la posición social; es más malo el mundo cuando me mata un párroco, en quién confío, que un criminal deleznable, del que no espero sino lo peor; entonces podemos creer que esa idea murió con su siglo: en el mundo presente ya no se espera nada de nadie, por lo que el mal, si es algo más que una ficción de los policías y los políticos siniestros, debe explicarse de otro modo. Pero Sade parece incluir una innovación, pequeña, tímida si se quiere, dentro de su museo: incluye los asesinatos, no solo la fornicación. La fornicación pecaminosa o mala se reduce al ya citado museo de posiciones sexuales con los personajes ubicados en una escala social, para derivar el mal del contrapunto entre lo esperado y loreal. Eso es seguir a Buffon y los naturalistas de su siglo. Pero el asesinato no tiene analogía en la historia natural, ya que aparece hasta el advenimiento de Georges Cuvier cuando éste decide olvidar las variables clasificatorias externas para despedazar al animal y encontrar en las tripas los principios de una clasificación y una anatomía funcional que le permitirá, con el puro fémur, reconstruir el animal completo. Con el asesinato Sade se coloca a la cabeza de su siglo, y podría haber dicho, de haber escrito un luminoso tratado de la carnicería humana, que le bastaba ver el fémur para decir si la muerta era o no virgen, y la posición sexual en la que fue asesinada.
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Rolando Alvarado Flores. Nació en 1973, sobrevivió al salinismo y el obradorismo. Estudió física y tiene publicados 19 artículos de investigación en revistas como "Physical Review", "Physica D", "Journal of Physica A", "Foundations of Physics", "Revista Mexicana de Física". En sus ratos libres colabora en la revista "Dos Filos" y mantiene una columna semanal en la Jornada Zacatecas, donde escribe lo que se le ocurre. No se sabe cuándo morirá.