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Sobre Conversación con la perrada, de Benjamín Valdivia

José Luis Justes Amador

Sobre Conversación con la perrada, de Benjamín Valdivia


Decir que toda poesía es conversación es una obviedad. Con uno mismo o con el otro, con ambos quizá, el poeta está siempre conversando. En la casos más extremos (pienso en Celán, pienso en la Dickinson) con el silencio. Si estamos de acuerdo con este presupuesto, estamos de acuerdo con que la primera palabra de este título “conversación” es una palabra que, aun obvia, resulta perfectamente elegida.

Pero, y en Benjamín Valdivia siempre hay un “pero”, hay que prestar atención a lo que viene detrás. “Con la perrada”. Y ahí está el truco, no por mil y una veces repetido menos efectivo, el truco que Benjamín usa una y otra vez en su poesía, en su obra, en su conversación, en cafés o en correos electrónicos. A una realidad, más o menos obvia, más o menos reconocida por todos, en este caso la “conversación” de la poesía, le añade una nueva luz (¿o es quizá un nuevo misterio?): “con la perrada”.

Mi experiencia (no puedo hablar de otra) es que si el título de este libro hubiera sido simplemente “Conversación”, hubiese esperado a llegar a casa para abrirlo cuando me llegó. Aunque fuera de mi querido Benjamín. Pero, y sé que me repito, fue ese “con la perrada” lo que me hizo abrirlo de inmediato.

¿Con quién demonios estará hablando Valdivia? Ésa era la pregunta con la que me lancé a la lectura de este libro, de este poemario.

Benjamín, mago no sólo de la palabra sino de los mil y un trucos que se pueden hacer con los vocablos, da las pistas muy pronto. Y, como es habitual en él, también los misterios. Si no hubiera misterio, ¿qué gracia –en todos los sentidos de la palabra-, qué gracia tendría la poesía?

“En el dialecto de hoy / diré a mi vez las cosas eternas”. Es Borges el que habla en el primer epígrafe de este libro, es Valdivia el que explica con ironía, as usual, su intención. Las cosas eternas, sí. ¿En el dialecto de hoy?

“Porque todo es garabatear mientras se espera”, declara Valdivia esta vez por boca de Jorge Leónidas Escudero. Y en un significativo silencio (¿mientras se espera qué?) nos lanza a resolverlo a nosotros mismos, a sus lectores.

La dedicatoria, misteriosa, sigue sin resolver el enigma. Heridas, sangre causada por el odio, pústulas que podrían ser las de cualquiera, “quedarán expuestas a la luz, / animales sin más / y sin remedio”. ¿Somos nosotros la perrada? ¿Son ellos, quienquiera que sean ellos? Sigamos leyendo.

Arriesgo a partir de aquí mi particular lectura, una lectura que parte de las convicciones: una, la vocación de construcción del Valdivia poeta y, dos, las señales que a Benjamín le gusta dejar al lector.

Cito unos cuantos versos de la primera parte de este poemario, elegidas al azar, a vuelapluma. “Deslizado –mas ruin- / navega su barcaza”, “Las luces de una casa en la noche vacía / que se está por poblar”, “Pero la Engañadora [así, con mayúsculas] / marca y balanza la frontera”. Y una última: “Atórele, mi buen, dice la muerte”, dice Valdivia en un poema significativamente titulado “Liturgia en que toda cosa tiene su lugar”. La primera “perra” con la que conversa benjamín es la muerte o, en palabras de Gorostiza, “la putilla del rubor helado”. ¿Sirve de algo conversar con la muerte?

Por supuesto, parece contestarse a sí mismo Valdivia, que en el poema que cierra la segunda parte, un soneto perfecto en lo formal, afirma en su último terceto: “Sólo el amor palabras nos destina / y esas que no esperabas las combina. / Lo demás es del mundo y hasta luego”: Ese “hasta luego”, por supuesto, es la muerte, pero Valdivia, juguetón y maestro (o viceversa) introduce las dos claves constante de su poesía. “Las palabras”, es decir, la poesía, y “el amor”, es decir, el amor. Citar fragmentos de esta parte sería injusto, por la redondez que tienen completos estos poemas, pero no me resisto a hacerlo con tres hermosos versos en su promesa: “No te tengo entregado sino el sol / donde desde hace siglos / se incendia la promesa”. Un poema que comienza diciendo, más explícitamente no se puede: “Amada, acompáñame a morir”.

No me atrevería a decir que en la tercera parte el poemario deje aparte ese tema central, esos temas centrales de la muerte y el amor, pero sí creo firmemente que es el Benjamín juguetón el que por aquí se cuela. El que compara a las horas que pasan con cabras alebrestadas, al poeta viejo con un “soberbio plecostomus” (sea lo que sea el plecostomus), o que retoma esa comparación de la poesía con el vino nuevo en odres viejos.

La cuarta parte del poemario nos lleva de nuevo al otro tema valdiviano: las palabras. Entre el título entusiasta (en el sentido etimológico de la palabra), “Hablar arrebatado” a ese “autorretrato a dos tintas” en que el poeta habla con “él” y con “yo” indistintamente, antes de concluir con un significativo “Pero bien sé subirme a su destino, / al destino que soy / sobre su sombra, / y hacer equilibrios porque nadie / me atrape en la impostura”. Una impostura a la que, a falta de otro nombre mejor, llamamos poesía.

La quinta parte de esta “Conversación con la perrada” ahonda en esa presencia constante de la muerte con esas “pisadas naturales” que acaban matando aquello sobre lo que caminan, o esas “espuelas invisibles” que en el poema de ese título comparan al hombre con un toro encerrado en el jaripeo porque ambos, reses y nosotros, somos “bestias ajinetadas por la muerte”. Y en una de esas sorpresivas vueltas de tuerca que Valdivia da al lenguaje, compara la brevedad de la vida con el “mingir” (en castellano un poco menos puedo, con el mear, con el hacer pipí) pues, y ahí completo su metáfora (con atrevimiento): todo orín va al río, y los ríos “a la mar que es el morir”.

La sexta parte del poemario avanza, como todo en la vida, entre la esperanza y la desesperanza. En la salvación, poca pero suficiente, de lo escrito, y cito: “Así pues, ten estos pocos sacrificios / que son letras / y escúdate con ellos lo posible / ante tanto barullo”, y lo trágico de nuestro aquí y ahora en un poema que se titula, significativamente, “Interludio político e histórico”.

“¿Quién nos impulsa?” Esa pregunta, ese verso de un poema titulado “Ararás otra vez”, donde el “otra vez” es lo central, parece ser la pregunta que Valdivia tenía latente desde el principio para interrogarse, para interrogarnos, para interrogar, quizá, al universo. Si vamos a morir, ¿para quién o para qué seguir? Porque, y sin remedio, todos hemos de contemplar “lo que llaman postrer sin / haberse equivocado” y hemos de ser como el gallo que canta “aunque nadie le escuche el argumento. / Aunque nadie lo quiera creer”.

Podría y podría seguir citando ejemplos de este poemario hasta el cansancio, pero en honor a la brevedad y a la lectura que supongo que sigue, me conformo con dos. El espeluznante, por real y por temido, “bárbara cosa el día / que sólo existe / cuando lo puedes ver”. Y los dos últimos versos de todo el poemario: “Y el tiempo entra a degüello / (porque sabe el final)”.

Déjenme terminar con un pequeño estrambote. En algún lugar Ezra Pound escribió que lo malo de la educación contemporánea es que no enseña al hombre moderno a morir. No sé si la poesía de Valdivia, si “Conversación con la perrada”, lo logra pero, de seguro, que al menos nos hace conscientes de nuestra mortalidad, y de las dos únicas armas que podemos oponerle: el amor y la poesía.

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José Luis Justes Amador (Zaragoza, España, 1969). Licenciado en Filología Inglesa por la Universidad de Zaragoza, con un posgrado en poesía inglesa contemporánea por la Universidad de Cambridge. Ganador del Premio nacional de Literatura Joven "Salvador Gallardo Dávalos" en dos ocasiones. Creación, ensayo y traducciones han aparecido en medios locales y nacionales, destacando La Tempestad, Hermanocerdo y Letras Libres. Tiene publicados siete libros, siendo el más reciente De nadie.